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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (15 page)

BOOK: El toro y la lanza
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Mientras atravesaba bosquecillos y cruzaba arroyos pasó junto a pequeñas manadas de ciervos que no mostraron ningún temor ante él y, de hecho, otros animales se comportaron de manera abiertamente curiosa y se acercaron a él para investigar a aquel desconocido. Corum pensó que cabía la posibilidad de que se hallara bajo el hechizo de una poderosa ilusión, pero resultaba difícil creerlo salvo al más abstracto de los niveles. Aun así, no había que olvidar que ningún mabden había vuelto jamás de aquel lugar y que muchos viajeros negaban haber sido capaces de dar con él, y que a los temibles y crueles Fhoi Myore les aterrorizaba la simple idea de poner los pies en la isla, a pesar de que la leyenda afirmase que en tiempos pasados habían conquistado todas las tierras de las que ahora sólo perduraba aquella parte. Corum pensó que había muchos misterios concernientes a Hy-Breasail, pero tampoco se podía negar que para una mente cansada y un cuerpo exhausto no podía existir un mundo más perfecto.

Cuando vio las mariposas multicolores que revoloteaban surcando el aire veraniego y los pavos reales y faisanes que deambulaban tranquila y majestuosamente sobre las verdes praderas, Corum sonrió. Ni siquiera el paisaje más soberbio de Lwym-an-Esh podría haber igualado en belleza al que estaba contemplando, pero no había ni el más leve indicio de que la isla estuviera habitada. No había ruinas ni casas, ni siquiera una cueva en la que pudiera morar un hombre; y quizá fuera eso lo que hacía que Corum siguiera albergando una sombra de sospecha respecto a aquel paraíso. Aun así, seguramente había por lo menos una criatura que vivía en la isla, y esa criatura era el herrero Goffanon, quien protegía sus dominios con encantamientos y terrores que se decía significaban la muerte para quien osara invadirlos.

«No cabe duda de que son encantamientos muy sutiles —pensó Corum—, y si hay terrores están muy bien escondidos.»

Se detuvo unos momentos para contemplar una pequeña cascada que fluía sobre unos peñascos de roca caliza. Los serbales crecían en las orillas de la límpida corriente, y el arroyo estaba lleno de carpas y pequeñas truchas. Ver los peces, así como los animales que había visto antes, hizo que Corum empezara a sentir apetito. Había estado comiendo muy mal desde su primera noche en Caer Mahlod, y nada le habría gustado más que coger una de sus lanzas y tratar de capturar un pez con ella; pero algo le advirtió en contra de aquella acción. Pensó —y el pensamiento quizá estuviera inspirado únicamente por la superstición— que si atacaba a un solo morador de la isla, toda la vida de ésta se volvería contra él. Corum decidió no matar ni siquiera a un insecto durante su estancia en Hy-Breasail por mucho que éste pudiera llegar a molestarle, y en vez de tratar de pescar se conformó con sacar un trozo de carne seca de su faltriquera y empezó a mordisquearlo mientras reanudaba la marcha. Había empezado a subir por la suave pendiente de una colina, y se dirigía hacia un peñasco de grandes dimensiones que parecía suspendido en equilibrio al final de la ladera.

La pendiente se iba haciendo más empinada cuanto más se aproximaba a la cima, pero Corum acabó llegando al peñasco y se detuvo a descansar. Se apoyó en él y miró a su alrededor. Había esperado poder ver toda la isla desde aquella prominencia del terreno, pues no cabía duda de que era la colina más alta que había divisado desde su llegada; pero le sorprendió comprobar que el mar no era visible en ninguna dirección.

Una peculiar neblina de un azul iridiscente tachonado con puntitos dorados se cernía sobre todos los confines del horizonte. Corum tuvo la impresión de que quizá resiguiese el contorno de la costa de toda la isla, pues trazaba una línea muy irregular. Pero ¿por qué no la había visto cuando pisó tierra por primera vez? ¿Sería aquella niebla la que ocultaba Hy-Breasail a los ojos de la inmensa mayoría de viajeros?

Se encogió de hombros. El día era bastante cálido, y estaba cansado. Descubrió una roca más pequeña a la sombra del gran peñasco, se sentó en ella, sacó una pequeña vasija llena de vino de su faltriquera y fue tomando lentos sorbos de ella mientras dejaba que sus ojos recorriesen los valles, bosquecillos y arroyos de la isla. El paisaje era igual por todas partes, como si hubiera sido meticulosamente creado y ordenado por un jardinero genial. Corum ya había llegado a la conclusión de que los panoramas que ofrecía Hy-Breasail no eran de origen totalmente natural. Parecía más bien un gran parque, como aquellos que los vadhagh habían creado en el ápice de su cultura, y Corum pensó que quizá ésa fuese la razón por la que los animales eran tan mansos. Quizá todos llevaban una existencia altamente protegida, y el no haber tenido ninguna experiencia del peligro que podían llegar a suponer las criaturas de dos piernas hacía que se mostrasen tan confiados ante un mortal. Pero Corum se vio obligado nuevamente a acordarse de los mabden que no habían regresado de la isla, y de los Fhoi Myore que habían conquistado toda aquella parte del mundo y que habían huido después tan asustados que ahora ni se atrevían a volver.

Empezó a sentirse adormilado. Bostezó y se acostó sobre la hierba. Se le cerraron los ojos, y su mente empezó a flotar a la deriva mientras el sueño se iba adueñando lentamente de él.

Y soñó que hablaba con un joven cuya piel era de color dorado y del que, prodigio inexplicable, brotaba una gran arpa; y el joven, cuyos labios esbozaban una sonrisa adusta e implacable, empezó a tocar su arpa; y Medhbh, la princesa guerrera, escuchó la música y su rostro se llenó de odio hacia Corum, y encontró a una silueta oscura que era el enemigo de Corum y le dio instrucciones de matar a Corum.

Y Corum despertó, oyendo todavía la extraña música del arpa. Pero la música se esfumó antes de que pudiera estar seguro de si la había oído en realidad o si había sido un mero residuo de su sueño.

La pesadilla había sido terrible y cruel, y le había asustado. Corum nunca había tenido un sueño semejante, y pensó que quizá por fin estaba empezando a comprender una parte de los peculiares peligros de la isla. Quizá estuviera en su naturaleza el hacer que las mentes de los hombres se volvieran contra sí mismas y crearan sus propios terrores, unos terrores mucho peores que cualquiera que pudiese llegar a serles infligido desde el exterior. Corum decidió que en adelante y mientras pudiese se mantendría despierto.

Y un instante después se preguntó si no seguiría soñando, pues oyó en la lejanía el familiar ladrido de los perros, los Sabuesos de Kerenos. ¿Le habían seguido hasta la isla atravesando a nado una veintena de millas marinas, o habían ido a Hy-Breasail antes que él y le habían estado esperando en la isla? Los ladridos y gañidos se fueron aproximando, y Corum rozó con los dedos el cuerno que colgaba de su cinto. Escrutó el paisaje en busca de alguna señal de los sabuesos, pero lo único que pudo ver fue una manada de ciervos encabezada por un macho muy grande que cruzaba a grandes saltos una pradera y desaparecía en un bosquecillo, obviamente sobresaltada. ¿Estaría siendo perseguida por los sabuesos? No. Los sabuesos no aparecieron.

Corum captó un movimiento en un valle que se extendía al otro lado de la colina. Supuso que probablemente sería otro ciervo, pero un instante después vio que aquella criatura corría sobre dos piernas avanzando a grandes saltos bastante peculiares. Era alta y corpulenta, y llevaba algo que brillaba cada vez que era rozado por los rayos del sol. ¿Un hombre?

Corum vio un cuerpo blanco medio oculto entre los árboles a bastante distancia detrás del hombre, y un instante después vio otro; y de repente una jauría de enormes perros con orejas peludas de puntas rojizas emergió del bosquecillo. Habría una docena de sabuesos, y estaban persiguiendo lo que para ellos era una presa más familiar que un ciervo.

El hombre —si de un hombre se trataba— escaló con sus asombrosos saltos una ladera rocosa siguiendo el curso de una gran cascada, pero los implacables sabuesos siguieron su rastro sin vacilar ni un instante. La pendiente se volvió todavía más abrupta y casi totalmente desprovista de asideros, pero el hombre seguía trepando por ella..., y los perros continuaban persiguiéndole. Corum estaba asombrado ante su agilidad. Volvió a ver el destello de algo que brillaba. Corum comprendió que el hombre se había dado la vuelta y que el objeto brillante era un arma que estaba blandiendo para repeler el ataque. Para Corum resultaba obvio que la víctima de los perros no podría aguantar mucho tiempo.

Sólo entonces se acordó del cuerno. Se apresuró a llevárselo a los labios y lo hizo sonar rápidamente tres veces seguidas. Las notas del cuerno retumbaron nítidamente por todo el valle. Los perros se dieron la vuelta y empezaron a olisquear el aire como si estuvieran intentando dar con un rastro perdido, a pesar de que su presa era claramente visible.

Y un instante después los Sabuesos de Kerenos empezaron a alejarse. Corum dejó escapar una carcajada de puro placer, pues era la primera vez que conseguía triunfar sobre aquellos perros infernales.

Su risa, aparentemente, hizo que el hombre que se encontraba al otro extremo del valle alzara la cabeza. Corum le hizo señas con la mano, pero el hombre no se las devolvió.

En cuanto los Sabuesos de Kerenos hubieron desaparecido, Corum bajó a la carrera por la pendiente en dirección al hombre al que acababa de ayudar. No necesitó mucho tiempo para llegar al final de aquella ladera e iniciar el ascenso de la siguiente. Reconoció la cascada y la cornisa rocosa sobre la que el hombre se había dado la vuelta para enfrentarse a los perros, pero el hombre no era visible por parte alguna. No cabía duda de que no había seguido subiendo, y Corum estaba seguro de que no había bajado porque mientras corría siempre había tenido visible la cascada delante de sus ojos.

—¡Eh, camarada! —gritó el Príncipe de la Túnica Escarlata enarbolando su cuerno—. ¿Dónde te escondes?

la única respuesta que obtuvo fue el ruido que hacía el agua al chocar contra las rocas mientras la cascada continuaba su viaje risco abajo. Corum miró a su alrededor escrutando cada sombra, roca y arbusto, pero era como si aquel hombre se hubiese vuelto invisible.

—¿Dónde estás, desconocido?

Hubo un débil eco, pero no tardó en ser ahogado por el sonido del agua siseando y chapoteando en su espumeante descenso sobre los riscos.

Corum se encogió de hombros y giró sobre sí mismo, pensando en lo irónico que resultaba que el hombre fuese más tímido que las bestias en aquella isla.

Y de repente un golpe surgido de la nada llegó desde atrás y se estrelló en su espalda, y Corum se encontró precipitándose sobre el brezo con los brazos extendidos para frenar su caída.

—Desconocido, ¿eh? —dijo una voz malhumorada—. Me has llamado desconocido, ¿eh?

Corum chocó con el suelo y rodó sobre sí mismo intentando sacar su espada de la vaina.

El hombre que le había empujado era enorme. Debía medir por lo menos dos metros y medio de altura, y la anchura de sus hombros superaba el metro ochenta. Llevaba un peto de hierro pulimentado, grebas de hierro adornadas con ribetes incrustados de oro rojizo y un casco de hierro que cubría la abundante y revuelta melena de su cabeza de barba negra. Sus manos monstruosas sostenían el hacha de guerra más grande que Corum había visto jamás.

Corum se puso en pie y desenvainó su espada. Sospechaba que estaba ante aquel al que había salvado, pero aquella criatura colosal no parecía sentir ninguna gratitud por ello.

—¿A quién me enfrento? —logró jadear.

—Te enfrentas a mí —dijo el gigante—. Te enfrentas al enano Goffanon.

Octavo capítulo

La lanza Bryionak

A pesar del peligro que corría, Corum no pudo evitar que sus labios se curvaran en una sonrisa de incredulidad. —¿Enano? El sidhi le miró fijamente.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—¡Tiemblo sólo de pensar en conocer a los hombres de talla normal de esta isla!

—No entiendo qué quieres decir.

Goffanon entrecerró los ojos, alzó su hacha y adoptó una postura de combate.

Hasta entonces Corum no se había dado cuenta de que los ojos de Goffanon eran idénticos al único que le quedaba —tenían forma almendrada y eran de color amarillo y púrpura—, y de que la estructura craneana de quien se llamaba a sí mismo enano era más delicada de lo que le había parecido al principio, una confusión provocada por la barba que cubría una parte tan grande de ella. Su rostro era vadhagh en casi todo, pero en otros aspectos Goffanon no se parecía en nada a un miembro de la raza de Corum.

—¿Hay otros como tú en Hy-Breasail?

Corum utilizó la lengua pura de los vadhagh, no el dialecto hablado por la gran mayoría de mabden, y consiguió que Goffanon se quedara boquiabierto y que el asombro se adueñara de sus rasgos.

—Soy el único —replicó el herrero en la misma lengua—, o eso pensaba. Pero si eres de mi pueblo, ¿por qué lanzaste a tus perros en pos de mí?

—Esos perros no me pertenecen. Soy Corum Jhaelen Irsei, de la raza vadhagh. —Corum alzó el cuerno con su mano izquierda, la mano de plata—. Este cuerno controla a los perros... Creen que es su amo quien lo hace sonar.

Goffanon bajó su hacha de manera casi imperceptible.

—Entonces ¿no eres un sirviente de los Fhoi Myore?

—Espero no serlo. Lucho contra los Fhoi Myore y contra todo lo que representan. Esos perros me han atacado en más de una ocasión. Le pedí prestado el cuerno a un hechicero mabden para evitarme futuros ataques.

Corum decidió que era el momento más adecuado para envainar su espada y esperar que el herrero sidhi no se aprovechara de ello para partirle el cráneo en dos.

Goffanon frunció el ceño y se chupó los labios mientras meditaba en las palabras de Corum.

—¿Cuánto tiempo llevan los Sabuesos de Kerenos en tu isla? —preguntó Corum.

—¿Esta vez? Un día, no más; pero ya habían estado aquí antes. Parecen las únicas criaturas que no son afectadas por la locura que ataca al resto de moradores de este mundo cuando ponen los pies en mis costas, y como los Fhoi Myore sienten un odio imperecedero hacia Hy-Breasail, siempre están enviando a sus esbirros para que me persigan y me acosen. Suelo ser capaz de prever su llegada y tomar precauciones, pero esta vez me había confiado demasiado y no esperaba que volvieran tan pronto. Pensé que eras alguna criatura nueva, una especie de cazador como esos ghoolegh de los que he oído hablar y que sirven a Kerenos. Pero ahora creo recordar que en una ocasión oí contar una historia sobre un vadhagh que tenía una mano muy extraña y que sólo tenía un ojo, pero ese vadhagh murió incluso antes de que llegaran los sidhi.

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