El toro y la lanza (11 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El toro y la lanza
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Corum podía ver que una cultura compleja y razonablemente sofisticada había florecido allí, y que aquellas tierras habían acogido a un pueblo próspero y dedicado a la agricultura que había dispuesto del tiempo necesario para desarrollar sus dotes artísticas. En las viviendas abandonadas encontró libros y cuadros, instrumentos musicales y objetos de metal y alfarería elegantemente modelados y trabajados. Ver todo aquello le entristeció. ¿Es que su batalla contra los Señores de las Espadas no había servido de nada? Lwym-an-Esh, la tierra por la que había luchado tanto como había luchado por su propia gente, había desaparecido y lo que había surgido después de ella acababa de ser destruido.

Pasado un tiempo, empezó a evitar las aldeas y buscó cavernas en las que no habría nada que le recordara la tragedia que habían sufrido los mabden.

Pero una mañana en la que llevaba poco más de una hora cabalgando, llegó a una gran depresión del páramo en cuyo centro había un pequeño lago congelado. Al noreste del lago vio lo que al principio tomó por un grupo de megalitos, cada uno de la altura de un hombre, pero había varios centenares cuando lo habitual era que los círculos de piedras sólo llegaran a la veintena de columnas graníticas. Como todo lo demás que había en el páramo, la nieve se había acumulado formando una gruesa capa que cubría las piedras.

El camino que seguía Corum le llevó hasta el otro lado del lago y se disponía a evitar los monumentos (pues eso había creído que eran), cuando creyó captar el movimiento de algo negro recortado contra la blancura universal. ¿Un cuervo? Corum se hizo sombra con la mano para que su único ojo pudiera escrutar mejor las piedras. No, era algo de mayor tamaño. Un lobo, posiblemente. Si se trataba de un ciervo, Corum necesitaba su carne. Sacó el arco de su funda, sujetó la cuerda y colocó su lanza detrás de él para que no le obstaculizara la visión mientras ponía una cuerda en el arco. Después hizo avanzar a su caballo presionándole los flancos con los talones.

Cuando estuvo un poco más cerca, Corum empezó a darse cuenta de que aquellos megalitos tenían un aspecto muy extraño. Las tallas que había en ellos eran mucho más detalladas, hasta el extremo de que hacían pensar en las más delicadas estatuas vadhagh. Y eso eran, estatuas de hombres y de mujeres que parecían disponerse a entrar en combate. ¿Quién las había tallado y con qué propósito?

Captó de nuevo el movimiento de una forma oscura, y un instante después ésta volvió a quedar oculta por las estatuas. Corum pensó que había algo familiar en aquellas estatuas. ¿Habría visto otras parecidas antes?

Y entonces recordó la aventura que había vivido en el castillo de Arioch, y la verdad fue abriéndose paso lentamente en su mente. Corum se resistió a ella. No quería saber qué estaba viendo.

Pero ya se encontraba muy cerca de la primera estatua, y no podía seguir negando la evidencia.

Lo que estaba viendo no eran estatuas.

Eran los cadáveres de personas muy parecidas al pueblo alto y rubio de los Tuha-na-Cremm Croich, cadáveres de personas que habían muerto congeladas mientras se preparaban para enfrentarse en batalla a un enemigo. Corum podía ver sus expresiones y sus posturas. Vio el valor y la decisión que había en cada rostro —hombres, mujeres, chicos y chicas muy jóvenes—, las jabalinas, hachas, espadas, arcos, hondas y cuchillos que seguían aferrando en sus manos. Habían acudido hasta aquel lugar para presentar batalla a los Fhoi Myore y los Fhoi Myore habían respondido a su coraje de aquella manera, con esa expresión de desprecio hacia su poder y su nobleza. Ni siquiera los Sabuesos de Kerenos se habían enfrentado a aquel pobre ejército improvisado, y hasta cabía la posibilidad de que los Fhoi Myore se hubieran negado a aparecer y se hubieran limitado a enviar una oleada de frío, un frío repentino y horriblemente intenso que había surtido efecto al instante convirtiendo la carne caliente y viva en hielo frío y muerto.

Corum dio la espalda a aquella terrible visión, el arco olvidado en sus manos. El caballo estaba nervioso, y Corum se alegró de poder alejarle de allí llevándole alrededor de la orilla del lago congelado donde un banco de juncos muertos e inmóviles alzaba sus tallos como otras tantas estalagmitas, como un remedo de los cadáveres que se alzaban cerca de él; y cuando llegó allí Corum vio dos siluetas que habían estado vadeando el lago, y también estaban congeladas y la lámina de hielo parecía haber cortado sus cuerpos a la altura de la cintura, y sus brazos estaban alzados en actitudes de terror. Eran un chico y una chica, probablemente de no más de dieciséis años de edad.

El paisaje estaba muerto y sumido en el silencio más absoluto. El sonido de los cascos de su caballo al subir y bajar sobre la nieve le recordaba el repicar de una campana en un funeral. Corum se derrumbó hacia adelante y cayó sobre el pomo de su silla de montar, negándose a mirar e incapaz incluso de llorar, tan lleno de horror le habían dejado las imágenes que había visto.

Un instante después oyó un gemido que al principio creyó había escapado de sus propios labios. Alzó la cabeza haciendo entrar una bocanada de aire frío en sus pulmones, y volvió a oír aquel sonido. Giró sobre sí mismo y se obligó a clavar la mirada en aquel grupo de figuras heladas, pensando que ésa era la dirección de la que había procedido el gemido.

Una silueta negra era claramente visible entre las formas blancas. Una capa negra ondulaba de un lado a otro como el ala rota de un cuervo.

—¿Quién eres que lloras por ellos? —gritó Corum.

La silueta estaba arrodillada. El grito de Corum hizo que se pusiera en pie, pero no se podía ver ningún rostro y ni siquiera miembros que emergiesen de aquella capa harapienta.

—¿Quién eres?

Corum hizo volver grupas a su montura encarándola hacia la silueta.

—¡Llévame a mí también, vasallo de los Fhoi Myore! —La voz era vieja y estaba llena de cansancio—. Te conozco y conozco tu causa.

—En tal caso, creo que no me conoces —replicó Corum con afabilidad—. Vamos, anciana, dime quién eres...

—Soy Ieveen, madre de alguna de éstos y esposa de uno de éstos, y merezco morir. Si eres un enemigo, mátame. Si eres un amigo, entonces mátame, amigo, y demuestra con ello ser un buen amigo de Ieveen. Quiero ir a reunirme con las personas amadas a las que he perdido. No quiero tener nada más que ver con este mundo y con sus crueldades... No quiero soportar más visiones, terrores y verdades. Soy Ieveen y profeticé todo lo que estás viendo, y por eso huí cuando no quisieron escucharme; y cuando volví, descubrí que no me había equivocado en nada, y por eso lloro ahora... Pero no lloro por ellos. Lloro por mí misma y porque traicioné a mi gente. Soy Ieveen la Vidente, pero ahora no tengo a nadie por quien deba buscar el hilo de mis visiones ni a nadie que me respete, y nunca nadie podrá despreciarme más de lo que yo me desprecio a mí misma. Los Fhoi Myore vinieron y acabaron con ellos. Los Fhoi Myore se fueron envueltos en sus nubes, con sus perros, para perseguir y cazar presas más satisfactorias que los hombres y mujeres de mi pobre clan, que eran tan valientes que creyeron que por muy perversos y depravados que pudieran ser los Fhoi Myore, sentirían el respeto suficiente hacia ellos para ofrecerles un combate justo. Les advertí de cuál sería su destino, y les supliqué que huyeran tal como iba a hacer yo. Ah, fueron amables y no se enfadaron conmigo... Me dijeron que podía marcharme, pero que ellos deseaban quedarse, y me dijeron que un pueblo debe conservar su orgullo o perecer de maneras distintas si no lo hace, y que entonces cada persona muere dentro de sí misma. No les comprendí, pero ahora les comprendo. Mátame, mi señor.

Los flacos brazos se habían alzado en un gesto imploratorio y los harapos negros se apartaron revelando carne azulada por el frío y la edad. La tela que tapaba la cabeza cayó y el rostro arrugado coronado por la rala cabellera gris quedó al descubierto, y Corum vio sus ojos y se preguntó si en todos sus viajes había llegado a ver alguna vez una pena y un dolor tan insondables como los que estaba contemplando ahora en los ojos de Ieveen la Vidente.

—¡Matadme, mi señor!

—No puedo hacerlo —replicó Corum—. Si tuviera más valor haría lo que me pides, pero no poseo esa clase de valor, anciana. —Señaló el oeste con su arco, que aún estaba tenso y listo para ser utilizado—. Ve en esa dirección e intenta llegar a Caer Mahlod, donde tu gente sigue ofreciendo resistencia a los Fhoi Myore. Cuéntales lo que ha ocurrido aquí y adviérteles, y así te redimirás ante tus propios ojos. Ya has quedado redimida ante los míos.

—¿Caer Mahlod? ¿Venís de allí? ¿Del Túmulo de Cremm y de la costa?

—Tengo una misión que cumplir. Busco una lanza.

—¿La lanza Bryionak? —La voz de la anciana sonó curiosamente entrecortada y su tono se volvió más estridente, y sus ojos se clavaron en la lejanía más allá de Corum mientras su cuerpo empezaba a balancearse lentamente de un lado a otro—. Bryionak y el Toro de Crinanass. Mano de plata. Cremm Croich vendrá. Cremm Croich vendrá. Cremm Croich vendrá. —La voz había vuelto a cambiar y se había convertido en un suave canturreo. Las arrugas parecieron esfumarse del rostro de la anciana y fueron sustituidas por una belleza indefinible—. Cremm Croich vendrá y será llamado..., llamado..., llamado... Y su nombre no será su nombre.

Corum había abierto la boca para hablar, pero no lo hizo y siguió escuchando el canturreo de la anciana con expresión fascinada.

—Corum Llaw Ereint. Mano de plata y una túnica escarlata. Corum es vuestro nombre y un hermano os matará...

Corum había empezado a creer en los poderes de la anciana, pero sus últimas palabras le hicieron sonreír.

—Puede que acaben matándome, anciana, pero no será un hermano quien lo haga. No tengo ningún hermano.

—Tenéis muchos hermanos, príncipe. Los veo a todos... Todos son orgullosos campeones, grandes héroes.

Corum sintió que su corazón empezaba a latir más deprisa y notó que se le formaba un nudo en la garganta.

—No tengo hermanos, anciana —se apresuró a decir—. No tengo ningún hermano.

¿Por qué había sentido un repentino temor? ¿Qué podía saber aquella anciana que Corum se negaba a saber?

—Tenéis miedo —murmuró ella—. Puedo ver que digo la verdad, pero no temáis. Sólo hay tres cosas a las que debáis temer. La primera es el hermano del que ya os he hablado, la segunda es un arpa y la tercera es la belleza. Temed esas tres cosas, Corum Llaw Ereint, pero no temáis a ninguna otra.

—¿La belleza? Al menos las otras dos son tangibles... Pero ¿por qué temer a la belleza?

—Y la tercera es la belleza —repitió la anciana—. Temed esas tres cosas.

—No voy a perder más tiempo escuchando estas tonterías. Tienes toda mi simpatía, anciana... La cruel prueba que has soportado te ha trastornado la mente. Ve a Caer Mahlod como te he dicho, y allí cuidarán de ti. Allí podrás expiar lo que te hace sentir culpable, aunque vuelvo a repetirte que no debes sentirte culpable de nada. Y ahora he de reemprender la búsqueda de la lanza Bryionak...

—Bryionak será vuestra, Gran Campeón, pero antes debéis hacer un trato.

—¿Un trato? ¿Con quién?

—No lo sé. Seguiré vuestro consejo. Si vivo, contaré a las gentes de Caer Mahlod lo que he visto aquí. Pero vos también debéis seguir mi consejo, Corum Jhaelen Irsei... No hagáis oídos sordos a él. Soy Ieveen la Vidente, y lo que veo siempre ocurre. Lo único que no puedo prever son las consecuencias de mis propias acciones. Ése es mi destino.

—Y yo creo que mi destino es huir de la verdad —dijo Corum mientras empezaba a alejarse de ella—. Al menos, creo que Prefiero las verdades pequeñas a las grandes —añadió—. Adiós, anciana.

—¡Teme únicamente esas tres cosas, Corum de la Mano de Plata! —le gritó con voz débil y estridente una vez más la anciana, rodeada por sus hijos congelados mientras su capa destrozada aleteaba alrededor de su viejo y flaco cuerpo—. Hermano, arpa y belleza...

Corum deseó que no le hubiera hablado del arpa. Las otras dos cosas podían ser olvidadas con facilidad diciéndose que no eran más que los delirios de una loca. Pero Corum ya había oído sonar el arpa, y ya la temía.

Quinto capítulo

El hechicero Calatin

Doblegado y vencido por el peso de la nieve, sus árboles desprovistos de hojas y de bayas, los animales que lo habitaban muertos o huidos, el bosque había perdido su fuerza.

Corum había conocido aquel bosque. Era el Bosque de Laahr, donde había abierto los ojos por primera vez después de haber sido mutilado por Glandyth-a-Krae. Contempló con expresión pensativa su mano izquierda, la mano de plata, y se acarició el ojo derecho, y se acordó del Hombre Marrón de Laahr y del Gigante de Laahr. Sí, la verdad era que todo aquello había empezado debido al Gigante de Laahr, primero porque le salvó la vida y luego porque... Corum expulsó aquellos pensamientos de su cabeza. Al otro lado del Bosque de Laahr estaba el confín occidental de aquellas tierras, y el Monte Moidel había coronado aquel lugar.

Corum meneó la cabeza mientras contemplaba el bosque destruido. Ahora ya no habría ninguna Tribu del Pony viviendo en él, y tampoco habría mabden que pudieran acosarle.

Volvió a acordarse del malvado Glandyth. ¿Cuál era la razón de que el mal siempre llegara de las costas del este? ¿Se trataría de alguna maldición especial que aquella tierra estaba condenada a sufrir una y otra vez a lo largo de todos los ciclos de su historia?

Y así, con esas especulaciones ociosas ocupando sus pensamientos, Corum se adentró en el laberinto nevado del bosque.

Los lúgubres troncos desnudos de los robles, alisos y olmos se extendían en todas direcciones a su alrededor, y de todos los árboles que había en el bosque sólo los tejos parecían estar soportando con cierta dignidad el peso de la nieve. Corum se acordó de la referencia al Pueblo de los Pinos. ¿Sería verdad que los Fhoi Myore acababan con todos los árboles de hoja ancha y sólo permitían sobrevivir a las coniferas? ¿Qué razón podían tener para destruir incluso a los árboles? ¿En qué manera podían su poner una amenaza para ellos unos simples árboles?

Corum se encogió de hombros y continuó avanzando. El camino que seguía no era nada fácil. Enormes montones de nieve se habían ido acumulando por todas partes, y mirara donde mirase veía árboles que se habían agrietado y habían caído los unos sobre los otros, por lo que no paraba de verse obligado a trazar grandes círculos a su alrededor hasta que acabó corriendo un serio peligro de perderse en el bosque.

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