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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El toro y la lanza (9 page)

BOOK: El toro y la lanza
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«Sea quien sea Kerenos, tiene unas perreras muy bien provistas», pensó Corum mientras disparaba la última de sus flechas. Después dejó el arco en el suelo y desenvainó su espada.

El aullar de los sabuesos tensaba hasta el último nervio de los defensores, de tal forma que no sólo tenían que luchar contra los perros sino también contra el agarrotamiento de sus propios músculos.

El rey Mannach corría a lo largo de los baluartes dando ánimos a sus guerreros. Hasta el momento ninguno de ellos había caído. No se verían obligados a defenderse con sus espadas, sus hachas y sus picas hasta que hubieran agotado el último de sus proyectiles, pero ese momento ya casi había llegado.

Corum se tomó un breve descanso para recuperar el aliento y tratar de evaluar su situación. Había un poco menos de cien sabuesos debajo de ellos, y un poco más de cien hombres en los baluartes. Los sabuesos tendrían que dar saltos gigantescos para poder llegar hasta las murallas, y Corum no tenía ni la más mínima duda de que eran capaces de saltos semejantes.

Mientras pensaba en ello vio a una bestia que venía surcando los aires hacia él con las patas delanteras extendidas, las mandíbulas abriéndose y cerrándose ruidosamente y la feroz mirada de sus ojos amarillos clavada en él. Si no hubiera desenvainado su espada hacía un rato, Corum hubiese muerto allí mismo y en aquel instante; pero consiguió alzar la hoja atacando al sabueso mientras éste volaba por los aires cayendo hacia él. La hoja se clavó en el vientre de la bestia, y Corum estuvo a punto de perder el equilibrio cuando el sabueso se empaló a sí mismo en la punta de la espada, dejó escapar un gemido que casi parecía de sorpresa, gruñó como si hubiera comprendido su destino y movió la cabeza en un fútil y ya muy debilitado intento de morderle antes de caer dando tumbos hacia atrás para precipitarse justo sobre la columna vertebral de uno de sus congéneres.

Durante un rato Corum pensó que los Sabuesos de Kerenos ya habían tenido batalla suficiente por aquel día, pues parecían estar retirándose; pero sus gruñidos, murmullos y aullidos ocasionales no tardaron en dejar muy claro que se estaban limitando a tomarse un descanso y que esperarían unos momentos mientras se preparaban para lanzar otro ataque. Quizá estaban recibiendo instrucciones de un amo invisible, quien quizá fuese el mismísimo Kerenos. Corum habría dado casi cualquier cosa por un fugaz atisbo de los Fhoi Myore. Quería ver por lo menos a uno, aunque sólo fuese para poder formarse una opinión propia sobre qué eran y de dónde habían sacado sus poderes. Antes de ser atacado por aquel sabueso había entrevisto una silueta oscura entre la niebla, una forma que era más alta que los sabuesos y que había parecido caminar sobre dos piernas, pero la niebla giraba y se arremolinaba tan rápidamente en todo momento (aunque nunca llegaba a dispersarse del todo) que era muy posible que le hubiese engañado. Si realmente había llegado a distinguir la silueta de un Fhoi Myore, entonces no cabía ninguna duda de que eran considerablemente más altos que los seres humanos y probablemente de una raza que no tenía nada que ver con la suya. Pero ¿de dónde podían haber venido unos seres que no eran vadhagh, nhadragh ni mabden? Aquel enigma había tenido perplejo a Corum desde la primera conversación que había mantenido con el rey Mannach.

—¡Los sabuesos! ¡Cuidado con los sabuesos!

El guerrero apenas tuvo tiempo de lanzar aquel grito antes de ser derribado por una forma de un blanco reluciente que acababa de lanzarse sobre él surgiendo de la niebla sin hacer ningún ruido. Sabueso y hombre se precipitaron juntos desde lo alto del baluarte y cayeron con un estrépito terrible en la calle que había debajo.

Sólo el sabueso se levantó, las fauces repletas de la carne del guerrero. La bestia giró sobre sí misma y empezó a avanzar al trote por la calle. Corum, actuando casi sin pensar, lanzó su espada y logró herir al sabueso en el flanco. La bestia aulló e intentó morder la espada que asomaba de sus costillas, como si fuese un cachorro que intenta atrapar su propia cola. El enorme sabueso logró completar cuatro o cinco rotaciones antes de acabar comprendiendo que estaba muerto.

Corum bajó a la carrera el tramo de peldaños que llevaba hasta la calle para recuperar su espada. Nunca había visto unos perros tan monstruosos, y tampoco podía entender por qué tenían aquel color tan extraño, que no tenía igual en ninguna de las criaturas que había visto hasta el momento. Arrancó su espada del inmenso cadáver con una mueca de repugnancia y limpió la sangre en el áspero pelaje blanquecino. Después volvió a subir corriendo los peldaños para ocupar nuevamente su puesto en la muralla.

Entonces fue consciente por primera vez de la pestilencia. Era un inconfundible hedor canino parecido al olor que desprende el pelaje de un perro sucio y mojado, pero había momentos en los que podía ser casi insoportable. Con la niebla atacando ojos y bocas y la pestilencia de los sabuesos atacando sus fosas nasales, los defensores cada vez experimentaban más dificultades para seguir protegiendo el fuerte de Caer Mahlod del ataque. Los perros ya habían conseguido llegar a las murallas en varios lugares, y cuatro guerreros yacían sobre las losas con la garganta desgarrada mientras dos Sabuesos de Kerenos también yacían muertos, uno de ellos con la cabeza limpiamente separada del cuello.

Corum estaba empezando a cansarse, y pensó que a los demás también debía estar ocurriéndoles lo mismo que a él. En una batalla corriente, a esas alturas habrían tenido todo el derecho del mundo a estar agotados, pero en aquélla no luchaban contra hombres sino contra bestias, y los aliados de aquellas bestias eran los mismísimos elementos.

Corum tuvo que saltar a un lado cuando un sabueso —uno de los más grandes que había visto hasta aquel momento— logró llegar hasta el baluarte por detrás de él y aterrizó sobre la plataforma que había más allá bufando y jadeando con los ojos girando locamente en sus órbitas, la lengua fuera y los colmillos goteantes. La pestilencia dejó sin aliento a Corum. Aquel espantoso olor fétido a podredumbre brotaba de la boca de la bestia. El sabueso dejó escapar un gruñido ahogado y se preparó para atacar a Corum. Las extrañas orejas rojas se pegaron al cráneo ahusado.

Corum lanzó un grito inarticulado, agarró su hacha de guerra de mango largo de donde la había dejado junto a la muralla y se lanzó sobre el sabueso haciendo girar su arma.

El sabueso se encogió visiblemente cuando el filo del hacha destelló sobre su blanca cabeza. Su cola empezó a esconderse entre sus patas traseras antes de que cayera en la cuenta de que era considerablemente más pesado y fuerte que Corum y tensara los labios en un gruñido que reveló dientes de unos veinticinco centímetros de longitud.

Hacer girar el hacha de guerra para lanzar un segundo golpe hizo que Corum perdiera levemente el equilibrio, y el sabueso atacó antes de que el hacha pudiera volver a amenazarle. Corum tuvo que retroceder tres pasos, alejándose a toda prisa de la bestia mientras ésta se lanzaba sobre él, para así permitir que el hacha siguiera trazando su giro y se incrustara en una de las patas traseras del sabueso. La bestia quedó lisiada, pero el impacto no la detuvo. Corum estaba muy cerca del borde de la plataforma, y sabía que tener que saltar de ella significaría como mínimo acabar con las piernas rotas. Un solo paso hacia atrás bastaría para provocar su caída a la calle. Sólo podía hacer una cosa. Cuando el sabueso atacó, Corum esquivó la embestida y se agachó, y la bestia pasó por encima de él y su cabeza chocó con las piedras de la calle con tanta fuerza que se rompió el cuello.

El estrépito de la batalla ya era claramente audible en todo el perímetro de la fortaleza, pues varios Sabuesos de Kerenos habían conseguido acceder a las calles, y vagaban por ellas olisqueando el aire en busca de las ancianas y los niños que se acurrucaban detrás de las puertas protegidas con barricadas.

Medhbh, la hija del rey Mannach, tenía a su cargo la misión de defender las calles, y Corum la vio corriendo al frente de un puñado de guerreros para atacar a dos sabuesos que se habían encontrado atrapados en un callejón sin salida. Unos cuantos mechones de su cabellera pelirroja habían logrado escapar del confinamiento de su casco y flotaban de un lado a otro mientras corría. Su esbelta y ágil silueta, la velocidad y el firme control que imponía a sus movimientos y su evidente coraje asombraron a Corum. Nunca había conocido a una mujer como ella y, en realidad, nunca había conocido a mujeres que lucharan al lado de sus hombres y que compartieran en pie de igualdad todos los deberes y responsabilidades con ellos. «Y además son muy hermosas», pensó Corum, y un instante después se maldijo a sí mismo por aquella distracción momentánea, pues otra bestia se lanzó sobre él aullando y haciendo entrechocar sus fauces, y Corum hizo girar su hacha de guerra y lanzó su grito de guerra vadhagh e incrustó el filo a gran profundidad en el cráneo del sabueso justo entre sus rojas y peludas orejas, y deseó que el combate terminara de una vez, pues estaba tan agotado que ya no se creía capaz de poder acabar con otro sabueso.

Los ladridos de aquellas bestias horrendas parecían hacerse más y más ensordecedores a cada momento que pasaba y la pestilencia de su aliento hacía que Corum deseara sentir el áspero roce de la niebla en sus pulmones, pero los cuerpos blancos seguían surcando los aires y aterrizaban sobre los baluartes, y los enormes colmillos seguían mordiendo y los ojos amarillos seguían llameando, y los hombres seguían muriendo cuando las mandíbulas desgarraban la carne, los tensiones y el hueso. Corum se apoyó en la muralla, jadeando y sin aliento, y supo con toda claridad que el próximo perro que le atacara conseguiría acabar con él. No tenía ninguna intención de resistir. Estaba acabado. Moriría allí y todos los problemas quedarían resueltos en un instante. Caer Mahlod caería, y los Fhoi Myore gobernarían el mundo.

Algo hizo que volviera a bajar la mirada hacia la calle.

Medhbh estaba sola, espada en mano, y un sabueso gigantesco se lanzaba sobre ella. Todos los guerreros de su grupo habían caído, y sus cuerpos desgarrados podían ser vistos esparcidos sobre las piedras de la calle. Sólo Medhbh seguía en pie, y no tardaría en perecer también.

Corum saltó del baluarte antes de saber qué le hizo tomar aquella decisión. Sus botas chocaron con la grupa del gigantesco sabueso haciendo que sus cuartos traseros quedaran pegados al suelo. El hacha de guerra silbó y se abrió paso a través de las vértebras del sabueso con tanta fuerza que casi partió en dos a la bestia; y Corum, arrastrado hacia adelante por el ímpetu de su propio ataque, se desplomó sobre el cadáver, resbaló en la sangre de la bestia, se golpeó la cabeza con su columna vertebral destrozada y acabó cayendo de espaldas mientras hacía esfuerzos desesperados por recobrar el equilibrio. Medhbh aún no había comprendido lo que acababa de ocurrir, pues antes de ver a Corum golpeó uno de los ojos de la bestia con su espada sin darse cuenta de que ya estaba muerta.

Medhbh sonrió mientras Corum se ponía en pie y empezaba a dar tirones de su hacha de guerra para arrancarla del cadáver.

—Así que no queríais verme morir, mi príncipe élfico —dijo.

—No, mi señora —replicó Corum mientras jadeaba intentando recobrar el aliento.

Logró liberar su hacha y subió tambaleándose por el tramo de peldaños hasta llegar a los baluartes, donde los agotados guerreros hacían cuanto podían para rechazar los ataques de lo que parecía un contingente innumerable de sabuesos.

Corum se obligó a avanzar para ir en ayuda de un guerrero que estaba a punto de sucumbir ante uno de los sabuesos. La carnicería estaba empezando a embotar el filo de su hacha de guerra, y esta vez el golpe de Corum sólo consiguió aturdir al sabueso, que se recuperó casi inmediatamente y se revolvió contra él. Pero una pica se clavó en su vientre, y la única consecuencia de aquel nuevo encuentro con los sabuesos fue que la coraza de Corum acabó cubierta de la espesa y pestilente sangre de la bestia.

Se alejó tambaleándose e intentando distinguir algo entre la niebla que se agitaba más allá de las murallas, y esta vez vio una silueta enorme. Era un hombre de la talla de un gigante, aparentemente con astas creciendo a ambos lados de la cabeza, el rostro deforme y el cuerpo retorcido y horrible, que estaba llevándose algo a los labios como si se dispusiera a beber de aquel objeto.

Y un instante después, la niebla fue desgarrada por un sonido que hizo que todos los sabuesos se quedaran inmóviles de repente y que obligó a los guerreros supervivientes a dejar caer sus armas y taparse los oídos con las manos.

Era un sonido lleno de horror, en parte carcajada, en parte grito y en parte gemido de agonía y alarido triunfal. Era el sonido que brotaba del Cuerno de Kerenos llamando a sus sabuesos para que volvieran con su amo.

Corum volvió a tener un fugaz atisbo de la silueta antes de que desapareciese entre la niebla. Los sabuesos que seguían con vida empezaron a saltar al instante sobre las murallas, y bajaron corriendo por la ladera hasta que en todo Caer Mahlod no quedó ni un solo perro vivo.

Después la niebla empezó a dispersarse y volvió a toda velocidad hacia el bosque, como si Kerenos tirara de ella igual que si fuese una capa.

Y el Cuerno volvió a sonar.

El sonido era tan terrible que algunos hombres estaban vomitando. Algunos gritaban, y otros sollozaban.

Pero estaba claro que Kerenos y su jauría ya habían tenido diversión suficiente por aquel día. Habían mostrado una pequeña parte de su poder a los habitantes de Caer Mahlod, y eso era todo lo que deseaban hacer. Corum casi podía comprender que los Fhoi Myore concibieran aquella batalla en términos de un simple entrechocar de armas amistoso antes de que empezara el verdadero enfrentamiento.

El combate en Caer Mahlod había dado como resultado la muerte de casi cuarenta sabuesos.

Cincuenta guerreros habían muerto, hombres y mujeres.

—¡Deprisa, Medhbh, el tathlum! —gritó el rey Mannach, que había sido herido en un hombro y que aún sangraba.

Medhbh ya había colocado una de las bolas de sesos y cal en su honda y estaba haciéndola girar.

Un instante después lanzó el proyectil hacia la niebla, en pos del mismísimo Kerenos.

El rey Mannach sabía que su hija no había logrado acertar a ningún Fhoi Myore.

—Es una de las pocas cosas que creen pueden matarles —dijo.

Bajaron en silencio de los baluartes de Caer Mahlod y fueron a llorar a sus muertos.

BOOK: El toro y la lanza
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