El traje del muerto (21 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

BOOK: El traje del muerto
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Había tratado de explicarle a Danny tales sentimientos una vez, hablarle del comportamiento compulsivo, del tiempo que pasa demasiado rápido, de Internet y las drogas. El secretario se había limitado a levantar una de sus finas y movedizas cejas y mirarlo con una forzada sonrisa, llena de confusión. Danny no pensaba que la cocaína y los ordenadores tuvieran relación entre sí. Pero a su jefe le había impresionado la forma en que muchas personas se inclinaban sobre las pantallas, apretando una y otra vez los botones, a la espera de alguna crucial, aunque vana, información. Pensaba que era casi exactamente lo mismo.

En aquel momento, sin embargo, estaba de humor para conectarse. Llevó el ordenador portátil a la habitación, lo enchufó y entró en la Red. No hizo ningún intento de acceder a su cuenta de correo electrónico. La verdad era que no recordaba bien cómo hacerlo. Danny tenía instalado un programa para que Jude pudiera leer directamente todos los mensajes, pero él no sabía cómo llegar a su correo desde un ordenador distinto. Lo que sí sabía era cómo buscar un nombre en Google, y escribió el de Anna.

Su nota necrológica era breve, la mitad que la de su padre. Jude pudo leerla en un momento, casi de un simple golpe de vista. Fue su fotografía lo que le llamó la atención y le produjo una breve sensación de vacío en la boca del estómago. Supuso que había sido tomada ya al final de su vida. Miraba a la cámara de manera inexpresiva, con algunos finos mechones de pelo sobre su cara demacrada, y tenía las mejillas hundidas debajo de los pómulos.

Cuando la conoció, ella llevaba un aro en cada ceja y otros cuatro en cada oreja, pero en la foto no los tenía, lo cual hacía que su rostro, demasiado pálido, pareciera todavía más vulnerable. Al mirarla con mayor atención, pudo ver las marcas dejadas por los piercings. Ya no usaba argollas ni cruces de plata, no estaban las cruces egipcias y las gemas brillantes, los adornos, los anzuelos y anillos que antes clavaba en su piel para parecer sucia, insensible, peligrosa, loca y hermosa. Algunas de esas cualidades eran reales, además. Fue de verdad loca y hermosa; y peligrosa también. Peligrosa para sí misma.

El obituario no decía nada sobre notas de suicidio. En realidad no hablaba de suicidio. Murió menos de tres meses antes que su padrastro.

Hizo otra búsqueda. Escribió «Craddock McDermott, rabdomante» y apareció una docena de enlaces. Hizo clic en el primer resultado, que lo llevó a un artículo publicado nueve años antes en el
Tampa Tribune
, en la sección «Vida cotidiana y artes». Jude miró primero las fotografías —había dos— y de inmediato se puso tenso en la silla. Pasó un rato antes de que pudiera apartar la mirada de aquellas imágenes, para centrar su atención en el texto que las acompañaba.

La nota se titulaba «Buscar muertos con una varilla de zahori». Las primeras líneas de presentación del texto decían: «Veinte años después de Vietnam, el capitán Craddock McDermott está listo para dejar reposar a algunos fantasmas... y llamar a otros».

El artículo comenzaba con la historia de Roy Hayes, un profesor de biología jubilado que a los sesenta y nueve años aprendió a pilotar aviones ligeros y que, una mañana de otoño de 1991, voló con un avión muy liviano sobre los Everglades, con el propósito de contar garzas por encargo de un grupo ecologista. A las 7:13 de la mañana, un pequeño aeropuerto privado del sur de Nápoles, Florida, recibió una transmisión suya:

«Creo que estoy sufriendo una apoplejía —dijo su voz por radio—. Me encuentro mareado. No puedo decir a qué altura he descendido. Necesito ayuda».

Eso fue lo último que se supo de él. Un grupo de salvamento, formado por más de treinta botes y cien hombres, no había podido descubrir rastros de Hayes ni de su avión. En el tiempo en que se publicó el artículo, tres años después de su desaparición y presunta muerte, la familia había tomado la extraordinaria decisión de contratar a Craddock McDermott, capitán retirado del ejército de Estados Unidos, para encabezar una nueva búsqueda de sus restos.

«No cayó en los Everglades —declaraba McDermott con una sonrisa confiada—. Los grupos de rescate buscaron siempre en el lugar equivocado. Los vientos de aquella mañana llevaron su avión más al norte, sobre Big Cypress. Calculo que su posición verdadera está a menos de un kilómetro y medio de la carretera interestatal 94».

«McDermott —leyó Jude— cree que puede localizar con toda precisión el sitio del accidente en un área de menos de un kilómetro cuadrado. Pero él no realizó sus cálculos consultando los datos meteorológicos correspondientes a la mañana de la desaparición, ni revisando las últimas transmisiones de radio del doctor Hayes, ni los informes de los testigos oculares. En lugar de eso, hizo oscilar un péndulo de plata sobre un gran mapa de la región. Cuando el péndulo comenzó a moverse rápidamente de un lado a otro, sobre un lugar al sur de Big Cypress, McDermott anunció que había encontrado la zona de impacto. Y cuando al final de esta semana conduzca al equipo de rescate privado por los pantanos de Big Cypress para buscar el ultraligero accidentado, no lo hará llevando consigo un radar, detectores de metales o perros sabuesos. Su plan para encontrar al profesor desaparecido es mucho más simple... y perturbador. Su intención es consultar directamente a Roy Hayes, apelar al mismo doctor ya muerto para que guíe al grupo hasta el lugar en que reposa».

El artículo seguía con los antecedentes del extraño rescatador, analizando los anteriores encuentros de Craddock con lo sobrenatural. Dedicaba algunas líneas a los detalles más góticos de su vida familiar. Se ocupaba brevemente del padre, ministro pentecostal aficionado a la manipulación de serpientes, que había desaparecido cuando Craddock era sólo un niño. También incluía un párrafo dedicado a su madre, que los había hecho atravesar dos veces todo el país, después de ver a un fantasma que ella llamaba «el hombre que camina hacia atrás». Aseguraba que era una visión que predecía mala suerte. Tras una de las visitas del hombre que camina hacia atrás, el pequeño Craddock y su madre dejaron de vivir en un edificio de apartamentos de Atlanta, menos de tres semanas antes de que el inmueble se quemara completamente en un incendio provocado por un cortocircuito.

En 1967 McDermott ya era un oficial destinado en Vietnam, donde estaba a cargo de los interrogatorios a oficiales del Vietcong. Estuvo asignado al caso de un tal Nguyen Trung, quiromántico, de quien se decía que había aprendido las artes adivinatorias con el propio hermano de Ho Chi Minh y que llegó a ofrecer sus servicios a varios jerarcas del Vietcong. Para tranquilizar a su prisionero, McDermott le pidió a Trung que lo ayudara a comprender sus creencias espirituales. Lo que siguió fue una serie de extraordinarias conversaciones sobre temas como la profecía, el alma humana y los muertos, charlas que según McDermott le habían abierto los ojos a todo lo sobrenatural que le rodeaba.

«En Vietnam —decía el artículo, citando palabras de McDermott— los fantasmas están ocupados. Nguyen Trung me enseñó a verlos. Cuando uno sabe cómo buscarlos, es posible descubrirlos en cada esquina, con sus ojos tachados y sus pies que no tocan el suelo. Es sabido que allí los vivos usan con frecuencia a los muertos. Un espíritu que cree que tiene trabajo pendiente no abandonará nuestro mundo. Se quedará hasta que esa labor inacabada esté concluida. Fue entonces cuando empecé a creer por primera vez que íbamos a perder la guerra. Vi lo que ocurría en el campo de batalla. Cuando nuestros muchachos morían, sus almas salían de las bocas, como el vapor de una tetera, y ascendían hacia el cielo. Cuando morían los del Vietcong, sus espíritus se quedaban. Sus muertos continuaban luchando».

Una vez concluidas sus sesiones, McDermott perdió de vista a Trung, que desapareció en la época del Tet, el año nuevo vietnamita. En cuanto al profesor Hayes, McDermott creía que su destino final sería conocido muy pronto.

«Lo encontraremos –decía—. Su espíritu está desocupado en este momento, pero le daré algún trabajo. Nosotros marcharemos juntos, Hayes y yo. Él va a conducirme hasta su cuerpo».

Al leer esto último —«nosotros marcharemos juntos»—, Jude sintió un escalofrío que hizo que se le erizaran los pelos de los brazos. Pero eso no fue tan desagradable como la sensación de miedo que lo invadió cuando miró las fotografías.

La primera era una imagen de Craddock apoyado en la carrocería de su camioneta azul. Sus hijastras estaban descalzas —Anna tenía tal vez doce años, Jessica unos quince—, sentadas en el capó, una a cada lado de él. Era la primera vez que Jude veía a la hermana mayor de Anna, pero no la primera vez que veía a Anna cuando era niña. Estaba exactamente igual que en su sueño.

En la fotografía, Jessica pasaba los brazos alrededor del cuello de su sonriente y anguloso padrastro. Era casi tan delgada y esbelta como él, un hombre alto y en buena forma física, y su piel estaba saludablemente bronceada. Pero había algo artificial en la sonrisa de la joven, amplia, tal vez demasiado ancha, demasiado entusiasta, mostrando una dentadura desmesurada. Parecía la sonrisa de un vendedor a domicilio desesperado. Y también había algo raro en sus ojos, que eran tan brillantes y negros como la tinta húmeda. E inquietantemente ávidos.

Anna estaba sentada a cierta distancia de los otros dos. Era huesuda, se diría toda codos y rodillas, y el pelo le llegaba casi hasta la cintura, en una larga y dorada cascada que parecía luminosa. Era también la única que no sonreía a la cámara. En realidad no tenía ninguna expresión. La cara estaba aturdida e inexpresiva. Los ojos, desenfocados, parecían los de una sonámbula. Jude la identificó como la expresión que tenía cuando se hundía en el mundo monocromático e introvertido de su depresión. Le vino a la cabeza la perturbadora idea de que ella había vivido en ese estado durante la mayor parte de su infancia.

Sin embargo, lo peor de todo era una segunda fotografía, más pequeña. En ella se veía al capitán Craddock McDermott con uniforme de combate, un sombrero de pesca manchado de sudor y una ametralladora MI6 colgada del hombro. Posaba junto a otros soldados, sobre un suelo de barro amarillo y duro. Detrás de ellos había palmeras y agua estancada. Podría haberse tomado por una imagen de los Everglades, si no fuera por todos aquellos soldados y su prisionero vietnamita.

El cautivo estaba un poco más atrás de Craddock, y era un hombre de cuerpo sólido, vestido con una chaquetilla negra, la cabeza afeitada, rasgos amplios y apuestos, y los ojos calmos de un monje. En cuanto lo vio, Jude lo reconoció como el prisionero vietnamita que aparecía en su sueño. Los dedos ausentes de la mano derecha de Trung eran una revelación involuntaria. En la foto, poco definida y mal coloreada, los muñones de esos dedos parecían cosidos recientemente con hilo basto. No parecía haber recibido una cura profesional.

La leyenda escrita debajo de la foto identificaba al hombre como Nguyen Trung, y describía el lugar como un hospital de campaña en Dong Tam, donde el prisionero había sido atendido por heridas sufridas en combate. Eso era más o menos correcto. Trung se amputó sus propios dedos para no confesar, para defenderse del interrogatorio, de modo que la herida fue considerada consecuencia de una especie de acción de combate. En cuanto a lo que había ocurrido con él, Jude creía saberlo. Pensaba que era probable que cuando Trung ya no tuvo más que decir a Craddock McDermott sobre los fantasmas y el trabajo que hacía con ellos, el capitán le había llevado a dar un paseo nocturno.

El artículo no decía si McDermott llegó a encontrar a Roy Hayes, el profesor retirado y piloto de aviones ultraligeros, pero Jude creía que así había sido, por mucho que no hubiera argumentos razonables para pensar tal cosa. Por si acaso, hizo otra búsqueda. Halló respuesta. Los restos de Roy Hayes habían sido enterrados cinco semanas después. Lo cierto era que Craddock no lo encontró personalmente. El agua era demasiado profunda. Un equipo de buzos de la policía del estado se sumergieron en el lugar donde Craddock dijo que se zambulleran, y lo sacaron.

Georgia abrió la puerta del baño y Jude dejó de prestar atención al ordenador.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Intento averiguar cómo puedo ver mi correo electrónico —mintió—. ¿Quieres usarlo?

Ella miró su ordenador por un momento, luego sacudió la cabeza y arrugó la nariz.

—No. No tengo el más mínimo interés en conectarme ahora. ¿No es gracioso? Generalmente no puedes desengancharme de la pantalla.

—¡Eso está bien! ¿Ves? La tensión necesaria para huir y salvar la vida no es del todo mala. Fíjate cómo logra fortalecer el carácter.

Jude sacó de nuevo el cajón del tocador y vació en él otra lata de comida para perros.

—Anoche, el olor de esa mierda me dio tanto asco que estuve a punto de vomitar —dijo Georgia—. Aunque parezca raro, esta mañana me está abriendo el apetito.

—Vamos. Hay un Denny's aquí cerca. Iremos dando un paseo.

Abrió la puerta y luego le tendió la mano. Estaba sentada en el borde de la cama, con sus vaqueros oscuros, unas pesadas botas negras y una camisa gris, sin mangas, que colgaba holgadamente sobre su delgado cuerpo. Bajo el dorado rayo de luz de sol que entraba por la puerta, su piel era tan pálida y delicada que casi parecía traslúcida. Daba la impresión de que se rompería con sólo tocarla levemente.

Jude vio que la joven buscaba con la mirada a los perros.
Angus
y
Bon
se inclinaban sobre el cajón, con las cabezas juntas mientras se sumergían en la comida. Vio también que Georgia fruncía el ceño y supo lo que estaba pensando: que ambos se encontrarían a salvo mientras los animales estuvieran cerca. Entonces ella le miró entornando los ojos. El hombre estaba erguido, en medio de la luz. Cogió su mano y dejó que la ayudara a ponerse de pie. El día era brillante. Más allá de la puerta, la mañana los esperaba.

Jude no tenía miedo. Todavía se sentía amparado por la nueva canción. Creía, o más bien percibía, que al escribirla había trazado un círculo mágico alrededor de ambos, que había creado una barrera que el muerto no podía traspasar. Creía haber expulsado al fantasma, al menos por un rato.

Pero cuando atravesaron la explanada del aparcamiento —relajadamente agarrados de la mano, algo que nunca hacían— miró distraídamente hacia su habitación del hotel.
Angus
y
Bon
los contemplaban a través del ventanal, erguidos sobre las patas traseras, con las delanteras apoyadas en el vidrio. Sus caras tenían idénticas expresiones de aprensión.

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