Bruno Martini estaba metido en uno de los garajes situados en el patio del edificio donde vivía. Lo había transformado en una especie de taller. Su pasatiempo eran las pequeñas reparaciones. Arreglaba electrodomésticos, pero también llevaba a cabo trabajos de carpintería y de mecánica. Cuando Marcus lo vio al otro lado de la persiana levantada, estaba concentrado en el motor de una Vespa.
El padre de Alice no se percató de su presencia mientras se acercaba. La lluvia caía recta como la cortina de un telón, que se abrió sobre Marcus cuando estuvo muy cerca.
Martini estaba de rodillas junto a la moto, levantó la mirada hacia él y lo reconoció.
—Y ahora, ¿qué quieres de mí? —preguntó con brusquedad.
Aquella mole de hombre tenía músculos para enfrentarse a las asperezas de la vida, pero se sentía impotente ante la desaparición de su hija. Su pésimo carácter era la única protección que le quedaba para no derrumbarse. Por eso Marcus no lo juzgaba.
—¿Puedo hablar contigo?
Martini lo pensó un instante.
—Ven adentro. Estás mojándote.
Se acercó y el otro se puso de pie, limpiándose la palma de la mano en un mono manchado de grasa.
—He hablado con Camilla Rocca esta mañana —dijo el hombre—. Está destrozada porque ahora sabe que nunca se hará justicia.
—No estoy aquí por eso. Por desgracia, ya no puedo hacer nada por ella.
—A veces sería mejor no saber.
Se sorprendió al escuchar a Martini pronunciar aquella frase. Un padre que siempre se había afanado en buscar a su hija, que había comprado un arma ¡legalmente y se había opuesto a las instituciones erigiéndose como un improvisado justiciero. Se preguntó si habría hecho bien en ir a verle.
—Y tú, ¿todavía quieres saber la verdad de lo que le ocurrió a Alice?
—Desde hace tres años la busco como si estuviera viva y la lloro como si estuviera muerta.
—No es una respuesta —replicó Marcus con la misma acritud, y le dio la impresión de que Martini bajaba un poco la guardia.
—¿Sabes qué significa no poder morir? Quiere decir continuar viviendo a la fuerza, como un inmortal. Pero ¿te imaginas qué clase de condena es ésa? Bien, yo no puedo morirme hasta que descubra lo que le ocurrió a Alice. Y tengo que estar aquí, sufriendo.
—¿Por qué eres tan duro contigo mismo?
—Hace tres años todavía tenía el vicio de fumar.
Marcus no sabía qué tenía eso que ver, pero lo dejó terminar.
—Ese día, en el parque, me alejé para fumar un cigarrillo mientras Alice desaparecía. También estaba su madre, pero debía vigilarla yo. Soy su padre, era mi obligación. En cambio, me distraje.
Para Marcus aquella respuesta era suficiente. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el expediente que le había dado Clemente.
«C.g. 294-21-12.»
Lo abrió y cogió una hoja.
—Lo que voy a revelarte incluye una condición: no puedes preguntarme cómo lo he sabido y nunca podrás decir que lo has sabido por mí. ¿De acuerdo?
El hombre lo miró, inquieto.
—De acuerdo.
Había una nota nueva en el fondo de su voz. Era esperanza.
Marcus prosiguió:
—Te advierto que lo que vas a escuchar a continuación no será agradable. Aun así, ¿estás preparado?
—Sí —lo dijo con un hilo de voz.
Marcus intentó ser delicado.
—Hace tres años Alice fue secuestrada por un hombre que se la llevó al extranjero.
—¿Cómo es posible?
—Era un psicópata: creía que su mujer muerta se había reencarnado en tu hija. Por eso se la llevó.
—Así que… —No podía creerlo.
—Sí, todavía está viva.
Los ojos de Martini se llenaron de lágrimas, aquella mole humana estaba a punto de derrumbarse.
Marcus le tendió la hoja que tenía en la mano.
—Aquí está todo lo que necesitas para encontrarla. Pero no tienes que hacerlo solo, prométemelo.
—Prometido.
—Al margen está apuntado el número de teléfono de un especialista en encontrar a personas desaparecidas, sobre todo niños. Dirígete a él. Parece que es una mujer policía excelente, se llama Mila Vasquez.
Martini cogió la hoja y se quedó mirándola, sin saber qué decir.
—Ahora es mejor que me vaya.
—Espera.
Marcus se detuvo, pero se dio cuenta de que el hombre no podía hablar. Silenciosos sollozos le sacudían el pecho. Sabía lo que le estaba pasando por la cabeza, ese pensamiento no era sólo por Alice. Por primera vez, Martini podía imaginarse que volvería a reunir a su familia. Su mujer, que se había marchado a causa de su modo de reaccionar ante la desaparición, volvería, junto a su otro hijo. Y empezarían a quererse otra vez como antes.
—No quiero que Camilla Rocca lo sepa —afirmó Martini—, al menos de momento. Sería tremendo saber que hay una esperanza para Alice, mientras que su hijo Filippo no regresará jamás.
—No tenía intención de hacérselo saber. Y, de todos modos, esa mujer sigue teniendo a su familia.
Martini levantó la cabeza y lo miró asombrado.
—¿Qué familia? Su marido la dejó hace dos años, rehízo su vida con otra mujer, incluso tienen un hijo. Por eso conectamos ella y yo.
Inconscientemente, Marcus recordó la nota que había visto en casa de Camilla, pegada en la nevera con un imán con forma de cangrejo.
Nos vemos dentro de diez días. Te quiero.
¿Cuánto tiempo llevaría allí? Pero había otra cosa que lo incomodaba, aunque no sabía qué era.
—Tengo que irme —dijo a Martini.
Y antes de que el hombre pudiera darle las gracias, se dio la vuelta y atravesó de nuevo la cortina de lluvia.
Tardó casi dos horas en llegar a Ostia, a causa del tráfico lento por la lluvia. El autobús lo dejó delante de una rotonda del paseo marítimo, desde allí prosiguió a pie.
El utilitario de Camilla Rocca no estaba aparcado en el sendero de acceso. Pero Marcus permaneció un rato más bajo la tormenta observando la pequeña casa, para asegurarse de que no hubiera nadie. Después avanzó hasta la entrada y de nuevo se introdujo en la vivienda.
Nada había cambiado desde su visita del día anterior. La decoración de estilo marinero, la arena crepitando bajo los zapatos. Sin embargo, el grifo del fregadero de la cocina no estaba bien cerrado y goteaba. Aquel repiqueteo se perdía en el silencio, confundiéndose con la lluvia que resonaba fuera.
Avanzó hasta el dormitorio. Sobre las almohadas había dos pijamas. No se había equivocado, lo recordaba perfectamente. Uno de mujer, otro de hombre. Los adornos que había en los muebles y otros objetos seguían estando en orden. La primera vez que estuvo allí pensó que aquella precisión debía de ser un refugio para los miedos, para el caos que la desaparición de un hijo genera. Todo parecía estar en su lugar, todo en perfecto orden. «Anomalías», se dijo, recordándose a sí mismo lo que debía buscar.
La foto sonriente de Filippo lo observaba desde la cómoda, y Marcus se sintió guiado. En la mesilla de noche, en la parte de la cama donde dormía Camilla, estaba el vigilabebés con que la mujer habría debido de velar el sueño de su nuevo hijo. Y eso le hizo pensar en la habitación de al lado.
Atravesó el umbral del que antes fuera el dormitorio de Filippo, ahora dividido equitativamente en dos partes. La que le interesaba lo ocupaba un cambiador, una montaña de peluches y una cuna.
«¿Dónde está este niño que me ha parecido ver? ¿Qué truco esconde esta puesta en escena?»
Recordó entonces las palabras de Bruno Martini: «Su marido la dejó hace dos años, rehízo su vida con otra, incluso tienen un hijo.»
Camilla se había visto obligada a sufrir otro revés. El hombre al que había elegido amar la había abandonado. Pero la traición no consistía en el hecho de que hubiera otra mujer, sino en el hijo que ésta le había dado. Y Camilla Rocca no quería dejar de ser madre.
En cuanto se dio cuenta de la verdad, Marcus vio la anomalía. Esta vez no era una presencia. Si acaso, algo que no estaba.
Junto a la cuna faltaba el otro vigilabebés.
Si el receptor estaba en la habitación de Camilla, ¿dónde estaba el transmisor?
Marcus volvió atrás y se sentó en la cama de matrimonio, junto a la mesilla. Extendió una mano hacia la palanca que encendía el aparato. La accionó.
Un ruido constante e ininterrumpido. Ese sonido era la voz incomprensible de la oscuridad. Marcus aguzó el oído, intentando percibir algo. Nada. Subió el volumen al máximo. El murmullo invadió la habitación. Permaneció a la espera, vigilante. Los segundos pasaban y él sondeaba las profundidades de ese mar de susurros, en busca de una mínima variación, una nota de color distinta de las demás.
Entonces lo oyó. Había algo en el fondo del polvo gris que emitía el altavoz. Otro sonido. Con candencia. No era artificial, tenía vida. Una respiración.
Marcus agarró el vigilabebés y, sosteniendo el aparato entre las manos, empezó a dar vueltas por la villa en busca del origen de la señal. «No puede estar lejos —se decía—. Estos aparatos tienen una cobertura de pocos metros. Entonces, ¿dónde está?»
Abrió todas las puertas, inspeccionó las habitaciones. Al llegar ante la salida posterior, a través de la tela mosquitera, vio la imagen desenfocada de un jardín abandonado y una caseta para las herramientas.
Salió a la parte de atrás y lo primero en lo que se fijó fue en que las casas de los vecinos estaban lejos y que los altos pinos que rodeaban la propiedad hacían de pantalla. El lugar era perfecto. Avanzó a través de un camino de grava para llegar hasta la estructura metálica. Sus pasos se hundían en la rocalla mojada, la lluvia lo golpeaba sin tregua, un viento en contra se oponía a él, como si fuerzas oscuras intentaran convencerlo de que desistiera. Pero llegó a su destino. La puerta estaba cerrada con un grueso candado.
Marcus miró a su alrededor y en seguida encontró lo que necesitaba: una varilla de hierro metida en la tierra que servía de base a una boca de riego. Dejó el vigilabebés y aferró la varilla con ambas manos, arrancándola con un gran esfuerzo. Luego volvió hasta el candado y comenzó a golpearlo con decisión y también con rabia. Al final, consiguió su objetivo: la anilla de acero saltó y la puerta se abrió unos centímetros. Marcus no dudó en abrirla de par en par.
La luz mohosa del día irrumpió en aquellos pocos metros cuadrados, descubriendo una alfombra de desechos y un calefactor eléctrico. El segundo vigilabebés estaba junto a un colchón tirado en el suelo con un montón de harapos encima… que, sin embargo, se movieron.
—Lara… —llamó, y esperó un buen rato una respuesta que no llegaba—. ¿Lara? —repitió, más fuerte.
—Sí —dijo una voz incrédula.
Marcus se precipitó hacia ella. Estaba acurrucada bajo unas mugrientas mantas. Estaba extenuada, sucia, pero todavía con vida.
—Tranquila, he venido a sacarte de aquí.
—Ayúdame, te lo ruego —suplicó llorando, sin darse cuenta de que ya estaba ayudándola.
Siguió repitiendo aquella frase incluso cuando Marcus la cogió en brazos, al salir con ella bajo la lluvia, mientras recorría el breve sendero de grava, hasta que cruzaron juntos la puerta de la casa y Marcus quedó paralizado.
En el pasillo estaba Camila, empapada. Entre las manos llevaba un manojo de llaves y las bolsas de la compra. La asistente social estaba inmóvil.
—Él la cogió para mí. Dijo que podría quedarme con su hijo…
Marcus comprendió que se refería a Jeremiah Smith.
La mujer lo miró y miró a Lara.
—Ella no quería.
«El mal generado genera otros males», habían sido las palabras de Jeremiah. Camilla había recibido un revés de la vida. Y, precisamente, lo que había sufrido había hecho que se convirtiera en lo que era. Había aceptado el regalo de un monstruo. Marcus comprendió por qué la mujer había conseguido engañarlo. Se había creado un mundo paralelo, que para ella era real. Era sincera, no interpretaba un papel.
Empezó a caminar y pasó junto a ella con Lara entre los brazos. Ignorándola, le quitó de la mano las llaves de su coche.
Camilla se quedó observándolos, después se dejó caer al suelo. Hablaba consigo misma con un hilo de voz, repitiendo continuamente una sola frase.
—Ella no quería…
22.56 h
El inspector De Michelis atiborraba de monedas una máquina expendedora de café. Sandra estaba hipnotizada por el cuidado con que efectuaba la operación. No se imaginaba que regresaría tan pronto al hospital Gemelli.
La llamada de Camusso llegó una hora antes, mientras se apresuraba a hacer las maletas para dejar el hotel y subir a un tren que la llevara de vuelta a Milán junto a su superior, que había ido a recogerla. En un primer momento, pensó que el comisario tenía noticias respecto a Shalber, pero después de haberle asegurado que la Interpol estaba ocupándose de ello, le comunicó el último giro del caso de Jeremiah Smith. En ese momento, ella y De Michelis se precipitaron al hospital para comprobar con sus propios ojos que todo era cierto.
Lara estaba viva.
El hallazgo se había producido en circunstancias poco claras. La estudiante de arquitectura se encontraba en un utilitario abandonado en el parking de un centro comercial a las puertas de Roma. El soplo llegó a la policía de manera anónima, a través de una llamada telefónica. La información todavía era fragmentaria y no se filtraba más allá de la puerta de urgencias en la que Lara estaba ingresada en ese momento para someterse a ciertas pruebas.
Lo que Sandra sabía era que el comisario Camusso se había llevado a algunos hombres consigo para proceder a hacer un arresto en Ostia, porque Lara los había puesto tras aquella pista y, además, los documentos del vehículo sospechoso también conducían a una dirección de la población costera. Se preguntaba de qué manera estaba implicado Jeremiah Smith en aquello, pero sobre todo estaba segura de que Marcus se hallaba detrás de la solución del caso.
«Sí, ha sido él», se repetía. Seguramente la chica hablaría de un misterioso salvador con una cicatriz en la sien y tal vez los agentes consiguieran llegar hasta el penitenciario. Esperaba que no fuera así.
En cuanto se difundió la noticia de la liberación, los medios de comunicación asediaron el hospital. Periodistas, cámaras y fotógrafos se apostaban en el parque que había delante. Los padres de Lara todavía no habían llegado, porque el viaje desde el sur requería algo más de tiempo. Mientras, los amigos habían empezado a acudir uno tras otro para interesarse por su estado. Entre ellos, Sandra reconoció a Christian Lorieri, el profesor adjunto de Historia del Arte, padre del niño que Lara llevaba en su vientre. Se intercambiaron una mirada fugaz, pero más elocuente que mil palabras. Si estaba allí, su charla de la universidad había servido para algo.