El Tribunal de las Almas (24 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Entonces dejó de contar y llegó la oscuridad.

09.00 h

En sus orígenes, la cárcel de Regina Coeli era un convento. Se edificó durante la segunda mitad del siglo XVII. En 1881 se transformó en dependencias para presidiarios. Sin embargo, todavía conservaba el nombre de su antigua función en homenaje a la figura de la Virgen.

Las instalaciones podían albergar a unos novecientos reclusos, que estaban divididos en varias secciones dependiendo de sus delitos. En la número ocho se concentraban los llamados «borderline». Se trataba de individuos que habían vivido normalmente durante años, trabajando, haciendo amistades, a veces con familia, y después, de repente, habían cometido un crimen exacerbado sin un claro y explícito móvil, poniendo en duda su salud psíquica. No presentaban los signos inequívocos de padecer una enfermedad mental, su anormalidad sólo se revelaba a través de su conducta criminal y no era resultado de manifestaciones psíquicas anómalas: en esos casos, lo extraordinario era sólo el delito. Mientras se esperaba a que un tribunal se pronunciara sobre su capacidad cognoscitiva y volitiva, gozaban de un trato diferenciado respecto al que se les dispensaba al resto de los reclusos.

Desde hacía más de un año, la sección ocho era el hogar de Nicola Costa, alias Fígaro.

Tras haber superado los controles rutinarios, Marcus atravesó el portón de entrada y se introdujo en un largo pasillo intercalado de rejas que jalonaban el acceso al corazón del centro penitenciario como en un progresivo descenso a los infiernos.

Para la ocasión se había vestido con el hábito talar. No estaba acostumbrado al alzacuellos, que le oprimía la garganta, ni a la sotana, que se movía al caminar. Para él, que nunca lo había llevado, aquel uniforme de cura era un disfraz.

Pocas horas antes, después de comprender que el agresor en serie se encontraba seguro entre rejas, planeó con Clemente aquella estratagema para poder verlo. Nicola Costa estaba esperando a que un juez decidiera si tenía que seguir cumpliendo su pena en la cárcel o en un hospital psiquiátrico. Mientras tanto, había emprendido el camino de la conversión y del arrepentimiento. Cada mañana se hacía acompañar a la iglesia del centro por los guardias. Se confesaba y seguía la misa en soledad. Ese día, sin embargo, el capellán había sido urgentemente convocado por la Curia con un motivo sin precisar. Iba a tardar un poco en darse cuenta de que se trataba de un error. Clemente había sido hábil organizándolo todo y proporcionándole a Marcus el permiso para sustituirlo temporalmente para que pudiera acceder sin problema a Regina Coeli.

Evidentemente, era un riesgo para su discreción, pero el dibujo que encontraron en el desván de Jeremiah Smith tal vez encerraba una realidad distinta. Existía la posibilidad de que el caso Figaro no estuviera cerrado. Marcus estaba allí para descubrirlo.

Después de dejar a su espalda aquel largo conducto de piedra, desembocó en una sala octogonal que se expandía hacia arriba y a la que se asomaban las tres plantas que albergaban las celdas. Las balconadas estaban cubiertas con alambradas que llegaban hasta el techo, para impedir que ningún detenido intentara suicidarse arrojándose desde allí.

Un celador lo acompañó a la pequeña iglesia y lo dejó solo para que preparara la función religiosa. Uno de sus deberes sacerdotales era celebrar la Eucaristía: los curas tenían la obligación de decir misa cada día. Marcus formaba parte de los que, por la particularidad del ministerio que desempeñaban, estaban exentos de tal tarea gracias a una dispensa especial. Después de los hechos de Praga, había celebrado algunas misas bajo la guía de Clemente, para volver a familiarizarse con el ritual, de modo que estaba preparado.

No había tenido la posibilidad de estudiar a fondo la figura del hombre con el que iba a encontrarse, sobre todo en lo referente a su estado psicológico. Pero la definición «borderline» representaba de manera apropiada la idea de que los hombres estaban separados del mal por un pequeño diafragma. A veces, esa frontera era elástica, permitía breves incursiones en el lado oscuro, asegurando siempre la posibilidad de volver atrás. Otras veces, si se forzaba, la barrera se rompía y dejaba abierto un peligroso paso por el que ciertos individuos conseguían transitar ágilmente. Podían parecer completamente normales, pero bastaba con dar un paso hacia el otro lado para que fueran capaces de transformarse en algo insospechable y letal.

Según los psiquiatras, Nicola Costa pertenecía a esa indescifrable categoría.

Marcus estaba preparando el altar de espaldas a la desierta bancada del templo. Lo oyó llegar por el tintineo de las esposas que le ceñían las muñecas. Costa entró en la pequeña iglesia escoltado por los celadores, avanzando con paso torpe. Llevaba vaqueros y camisa blanca, abrochada hasta arriba. Era barbilampiño y calvo, excepto por algunos mechones que sobresalían del cráneo aquí y allá, lo que le confería un aspecto insólito. Pero lo que asombraba a quienes lo observaran era un evidente labio leporino que lo constreñía a una permanente y bastante siniestra sonrisa.

El detenido se arrastró hasta uno de los bancos. Los agentes lo ayudaron a sentarse sujetándolo por los brazos, seguidamente salieron y ocuparon sus posiciones. Se quedaban vigilando la puerta, para no invadir la intimidad de esos momentos.

Marcus esperó unos instantes más, luego se volvió y leyó la sorpresa en la mirada del hombre.

—¿Dónde está el capellán? —preguntó el detenido, confuso.

—No se encontraba bien.

Costa asintió y no dijo nada más. Aferraba un rosario entre las manos y repetía en voz baja una letanía incomprensible. De vez en cuando, se veía obligado a sacar un pañuelo del bolsillo de la camisa para limpiarse la saliva que le resbalaba de la fisura del labio.

—Antes de comenzar, ¿quieres confesarte?

—Con el otro cura estaba haciendo una especie de recorrido espiritual. Yo le hablaba de mis angustias, mis dudas, y él me respondía con el Evangelio. Tal vez sea mejor que espere a su vuelta.

Era dócil como un corderito, notó Marcus. O tal vez interpretaba bien su papel.

—Perdona, pensaba que te gustaba —dijo dándole nuevamente la espalda.

—¿Cómo? —preguntó Costa, desorientado.

—Confesar tus culpas.

La frase, evidentemente, lo irritó.

—¿Qué ocurre? No le entiendo.

—Nada, estate tranquilo.

Pareció calmarse y siguió rezando. Marcus se puso la estola para dar comienzo a la celebración.

—Supongo que alguien como tú nunca llora por sus víctimas. Con esa malformación, la verdad, parecería bastante grotesco.

Aquellas palabras fueron como un puñetazo para Costa, pero se esforzó en encajarlo.

—Creía que los curas eran amables.

Marcus se acercó hasta quedar con su cara a pocos centímetros de la del hombre.

—Da lo mismo, yo ya sé qué ocurrió —le susurró.

El rostro de Costa se convirtió en una máscara de cera. La falsa sonrisa contrastaba con la dureza de su mirada.

—He confesado mis crímenes y estoy dispuesto a pagar. No me esperaba un reconocimiento, ya sé que hice mal. Pero, al menos, querría un poco de respeto.

—Ya —convino Marcus, sarcástico—. Has hecho una completa y detallada confesión de las agresiones y del homicidio de Giorgia Noni —lo dijo como si no diera mucho crédito a aquella prueba que normalmente era suficiente para resolver cualquier caso—. Pero ninguna de las víctimas agredidas antes del delito fue capaz de aportar ningún dato sobre ti.

—Llevaba un pasamontañas —Costa mordió el anzuelo, sintiendo que debía reforzar la tesis de su culpabilidad—. Y, además, el hermano de Giorgia Noni me identificó.

—Sólo reconoció tu voz —rebatió Marcus rápidamente.

—Dijo que el agresor tenía un problema en el habla.

—Ese chico se encontraba en estado de
shock.

—No es verdad, era a causa de mi… —Costa no acabó la frase.

Marcus lo presionó.

—¿Tu qué? ¿Quieres decir tu labio leporino?

—Sí —dijo el hombre con mucho esfuerzo. No debía de gustarle que nadie se refiriera a su disminución de ese modo retrógrado y ofensivo.

—Siempre la misma historia, ¿verdad, Nicola? Nada ha cambiado desde que eras pequeño. ¿Cómo te llamaban los compañeros de colegio? Tenían un mote para ti, ¿no es así?

Costa se movió en el banco y emitió un sonido que parecía una carcajada.

—Cara de liebre —contestó divertido—. No era nada del otro mundo, podrían haberse esforzado más.

—Tienes razón, mejor Fígaro —lo provocó Marcus.

Estaba irritado, se limpió nuevamente la boca con el pañuelo.

—¿Qué quieres de mí?

—Yo no te absolveré por tus falsos pecados, Costa.

—Quiero marcharme.

Se volvió para llamar a los celadores.

Pero Marcus se acercó de nuevo, le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos.

—Si siempre te han tratado como a un monstruo, después resulta fácil habituarse a la idea. Y, con el tiempo, comprendes que, en el fondo, es lo único que te hace realmente especial: ya no eres una nulidad. Tu cara sale en los periódicos. Cuando te sientas en la sala del tribunal la gente te mira. Una cosa es que no le gustes a nadie, y otra distinta es que les provoques miedo. Estabas acostumbrado a la indiferencia o al desprecio de todos, pero ahora tienen la obligación de verte. No se vuelven hacia otro lado, porque necesitan mirar lo que más temen. No a ti, sino a convertirse en seres iguales que tú. Y cuanto más te observan, más distintos se sienten. Te has convertido en su coartada para creerse mejores. Para eso, por otra parte, sirven los monstruos.

Marcus cogió del bolsillo de la sotana el dibujo que encontró en el desván. Lo desplegó con cuidado sobre el respaldo del banco, luego lo dejó delante de Nicola Costa. El niño y la niña sonrientes en medio de una exuberante naturaleza. Ella ataviada con el vestido manchado de sangre, y el niño con las tijeras en la mano.

—¿Quién lo ha hecho? —preguntó el detenido.

—El verdadero Fígaro.

—Yo soy el único Figaro.

—No, tú eres un mitómano. Sólo has confesado para dar sentido a tu insulsa existencia. Te ha salido bien, te has aprendido bien los detalles. Y muy buena idea lo de tu conversión religiosa, te hace parecer más creíble. Supongo que a la policía ya le hacía falta cerrar un caso que amenazaba con estallarle en las manos: tres mujeres agredidas, una asesinada y ningún culpable.

—Y, entonces, ¿cómo te explicas que desde que me arrestaron no haya habido más víctimas? —afirmó Costa, convencido de haber sacado a la luz un punto crucial a su favor.

Marcus había previsto aquella objeción.

—Apenas ha pasado un año, pero es sólo cuestión de tiempo. Volverá a actuar. Por ahora le resulta más cómodo que tú estés aquí dentro. Apuesto a que incluso ha pensado en dejarlo, pero no podrá resistirlo mucho tiempo.

Nicola Costa sorbió por la nariz mientras paseaba la mirada de un sitio a otro de la iglesia, sin acabar de resignarse.

—No sé quién eres, cura, ni por qué has venido hoy aquí. Pero nadie te creerá.

—Admítelo: no tienes el valor que se necesita para ser un monstruo. Estás aprovechándote de los méritos de otra persona.

Costa parecía a punto de perder la calma.

—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no podría ser yo el niño de ese dibujo?

Marcus se lo acercó.

—Mira su sonrisa y lo entenderás.

Nicola Costa bajó los ojos hacia la hoja de papel y vio que en el rostro del niño no había ninguna malformación.

—Eso no prueba nada —dijo con un hilo de voz.

—Lo sé —respondió Marcus—. Pero para mí es suficiente.

10.04 h

La despertó un intenso dolor en el pómulo derecho. Abrió los ojos lentamente, con un miedo que casi le impedía mirar. Estaba tendida en una cama. Bajo ella había una suave colcha roja. Alrededor, muebles corrientes de Ikea y una ventana con los postigos cerrados. Debía de ser todavía de día, porque se filtraba un poco de luz.

No estaba atada, como se hubiera esperado. Todavía llevaba los vaqueros y la sudadera, pero alguien le había quitado las zapatillas de deporte.

Distinguió una puerta en el fondo de la habitación. Sólo estaba entornada. Había amabilidad en ese gesto, lo percibió claramente. La habían dejado así para no molestarla.

Lo primero que hizo fue palparse la cadera para buscar la pistola. Pero la funda estaba vacía.

Intentó sentarse, y en seguida descubrió que tenía vértigo. Se dejó caer nuevamente y se mantuvo mirando al techo hasta que los muebles y los objetos dejaron de dar vueltas.

«Tengo que irme de aquí.»

Empujó las piernas hasta el borde de la cama, dejó caer la primera y luego también la otra, y palpó el suelo. Cuando estuvo segura de que había apoyado ambos pies, intentó ayudarse con los brazos para incorporarse. Debía tener los ojos abiertos para no perder el equilibrio. Lo intentó, consiguió sentarse. Extendió los brazos para sujetarse con las manos a la pared y luego usó una mesilla para darse el impulso necesario. Estaba de pie. Pero no aguantó. Sintió que las rodillas cedían bajo el empuje de una onda invisible que se abatía sobre ella, haciendo que se tambaleara. Intentó resistir, pero fue inútil. Cerró los ojos y estaba casi a punto de caer, cuando alguien la sujetó por detrás y la tendió de nuevo en la cama.

—Todavía no —dijo el hombre.

Sandra se agarró a aquellos fuertes brazos. Quienquiera que fuese, olía bien. Se puso boca abajo, con la cabeza hundida en la almohada.

—Deja que me vaya —murmuró.

—No estás en condiciones. ¿Cuánto hace que no comes?

Sandra se dio la vuelta. Sus ojos eran apenas dos rendijas, pero aun así pudo escrutar aquella figura masculina en la penumbra. El pelo rubio ceniza, largo en el cuello. De líneas delicadas y a la vez masculinas. Estaba segura de que tenía los iris verdes, porque emanaban una luz propia, como los gatos. Estaba a punto de preguntarle si por casualidad era un ángel, pero por desgracia le había parecido reconocer aquella insoportable voz de chiquillo y el acento alemán.

—Shalber —dijo decepcionada ante su plácida sonrisa.

—Lo lamento, no pude sujetarte y te resbalaste.

—¡Joder, entonces eras tú el de la iglesia!

—Intenté decírtelo, pero pataleabas.

—¿Pataleaba? —La rabia hizo que se olvidara de su malestar.

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