—¡No es verdad! —gritó Federico Noni, llorando.
Sandra se levantó, cogió a Shalber por el brazo e intentó llevárselo.
—Ya basta, déjalo en paz.
Pero él no cejaba.
—¿Por qué no nos dice cómo fueron realmente las cosas? ¿Por qué no intervino para ayudar a Giorgia?
—Yo, yo…
—¿Qué? Adelante, compórtese como un hombre esta vez.
—Yo… —Federico Noni balbucía entre lágrimas—. Yo no… Yo no quería…
Shalber se ensañaba con él, sin ninguna piedad.
—Demuestre que tiene huevos, no como hizo aquella noche.
—Por favor, Shalber —intentó hacerlo razonar Sandra.
—Yo… Tuve miedo.
En la habitación cayó un silencio que sólo rompían los sollozos del chico. Shalber, al final, dejó de atormentarlo. Le dio la espalda y se dispuso a salir. Antes de seguirlo, Sandra permaneció todavía un momento observando a Federico Noni sacudido por el llanto, con los ojos bajos sobre las piernas inútiles. Le habría gustado consolarlo, pero fue incapaz de hablar.
—Lamento lo que le ha ocurrido, señor Noni —dijo el funcionario al cruzar la puerta—. Buenos días.
Mientras Shalber se apresuraba hacia el coche, Sandra corrió tras él y lo obligó a detenerse.
—Pero ¿cómo se te ocurre? No era necesario tratarlo de ese modo.
—Si no te parecen bien mis métodos, siempre puedes dejarme trabajar en paz.
Era ofensivo incluso con ella, no podía permitirlo.
—¡No puedes tratarme así!
—Ya te lo dije: mi especialidad son los mentirosos. No puedo evitarlo, los detesto.
—¿Y tú has sido honesto allí dentro? —preguntó, señalando la casa a sus espaldas—. ¿Cuántas mentiras has dicho desde que hemos llegado? ¿O ya has perdido la cuenta?
—¿Nunca has oído hablar de que el fin justifica los medios? —Shalber se metió una mano en el bolsillo, cogió un paquete de chicles y se introdujo uno en la boca.
—¿Y cuál era el fin, humillar a un chico parapléjico?
Estiró los brazos.
—Oye, lo siento si el destino se ha ensañado con Federico Noni, probablemente no se lo merezca. Pero a todos nos suceden cosas malas, eso no debería exonerarnos de nuestras responsabilidades. Tú, más que nadie, deberías saberlo.
—¿Por lo que le ocurrió a David, quieres decir?
—Eso es: tú no utilizas su muerte como una coartada.
Mascaba el chicle con la boca abierta, le alteraba los nervios.
—¿Y tú qué sabes?
—Podrías dedicarte a llorar todo el tiempo, nadie te diría nada si lo hicieras, y en cambio estás luchando. Matan a tu marido, te disparan y no retrocedes ni un centímetro.
Le volvió la espada para llegar al coche, y también porque estaba empezando a llover otra vez.
Sin que le preocupara mojarse, Sandra esperó antes de rebatir:
—Eres realmente desagradable.
Shalber se detuvo, volvió sobre sus pasos.
—Con su falso testimonio, ese capullo de Federico Noni mandó a la cárcel a un inocente, sólo por no querer admitir que era un cagado. ¿Eso no te desagrada?
—Ya lo entiendo: tú eres el que determina quién es culpable y quién no. ¿Y desde cuándo funciona así, Shalber?
Él resopló, agitando los brazos.
—Mira, no me apetece discutir en medio de la calle. Lamento ser tan duro, pero yo soy así. ¿Crees que la muerte de David no me hace sentir mal? ¿Crees que en parte no me siento responsable por no haberla impedido?
Sandra se calló. No había considerado ese aspecto. Tal vez ella también había juzgado a Shalber demasiado a la ligera.
—No éramos amigos, pero se fiaba de mí, y eso me basta para sentirme culpable —concluyó él.
Sandra se sosegó. Su tono se volvió razonable.
—¿Qué hacemos con lo del chico? ¿Tenemos que informar a alguien?
—Ahora no. Todavía tenemos muchas cosas que hacer: de mo— mentó podemos suponer con cierta seguridad que los penitenciarios están buscando al verdadero Figaro. Tenemos que adelantarnos a ellos.
15.53 h
Una llovizna fina y persistente hacía caótico el tráfico de Roma. En cuanto llegó a la entrada del gran jardín, Marcus se detuvo unos segundos, recordando el correo electrónico que Zini había recibido.
Él no es como tú. Busca en el parque de Villa Glori.
¿Quién era el verdadero Figaro? ¿A quién le tocaría interpretar esta vez el papel de vengador? Quizá la respuesta se escondiera allí.
El parque era uno de los pulmones verdes de la capital. No era el más extenso, pero aun así ocupaba veinticinco hectáreas: demasiado grande para explorarlo entero antes de que se pusiera el sol. Y, encima, Marcus no sabía qué tenía que buscar.
«El mensaje iba dirigido a un ciego», pensó. Así que debía de tratarse de una señal evidente, tal vez sonora. Pero en seguida se corrigió: no, el mensaje estaba remitido a los penitenciarios. El hecho de que se lo hubieran mandado a Zini era completamente accidental.
«La pista está pensada para nosotros.»
Traspasó la gran verja negra que daba entrada al parque y se encaramó por la subida: Villa Glori ocupaba una colina. En seguida se cruzó con un temerario que hacía
footing
en pantalones cortos e impermeable, seguido de un boxer que acompasaba perfectamente el ritmo con el de su amo. Marcus se levantó las solapas de su chaqueta, empezaba a hacer frío. Miraba a su alrededor con la esperanza de que algo llamara su atención.
Anomalías.
A diferencia de los demás parques de Roma, en Villa Glori la vegetación era tremendamente densa. Árboles de tronco alto se recortaban sobre el cielo creando extraños juegos de luces y sombras. El sotobosque estaba formado por arbustos y matorrales, el suelo estaba cubierto de ramas y hojas secas.
Una mujer rubia estaba sentada en un banco. En una mano llevaba un paraguas, en la otra sostenía un libro abierto. A su alrededor se agitaba un labrador. El animal parecía querer jugar, pero su ama seguía ignorándolo, absorta en la lectura. Marcus intentó evitar su mirada, pero cuando pasó a su lado, la mujer levantó los ojos por encima del libro, tratando de adivinar si aquel extraño constituía un peligro potencial. La dejó atrás sin disminuir el paso y el perro comenzó a seguirlo moviendo la cola. Quería hacer amistad con él. Marcus se detuvo y dejó que se acercara. Le acarició la cabeza.
—Venga, guapo, vuelve con ella.
El labrador pareció entenderlo y volvió atrás corriendo.
Necesitaba un asidero al que agarrarse para iniciar la búsqueda. Y sólo podía encontrarse oculto en la misma naturaleza de aquel lugar.
Era un bosque, el parque de Roma con la vegetación más densa. No muy adecuado para hacer un picnic, pero excelente para hacer
footing
o ir en bicicleta… y perfecto para que los perros pudieran correr.
Los perros, ésa era la respuesta. «Si aquí hay algo, seguro que ellos lo han olido», se dijo Marcus.
Subió por el sendero que llevaba a la cima de la colina, escrutando atentamente la tierra que tocaba al asfalto. Después de recorrer un centenar de metros, vio que en el suelo fangoso había dibujada una especie de pista.
Estaba marcada por decenas de huellas de patas.
No podían ser el resultado del paso de un solo animal, sino la obra de muchos perros que habían ido a curiosear en el tupido bosque.
Marcus dejó el camino principal y empezó a adentrarse en los arbustos. Sólo se oía el sonido infinitesimal de la lluvia y el de sus pasos sobre las hojas empapadas. Prosiguió durante un centenar de metros, intentando no perder de vista las pisadas de las patas que, a pesar de las tormentas de esos últimos días, habían vuelto a formarse en seguida. No habían dejado de pasar por allí, pensó. Pero no conseguía distinguir ninguna señal a su alrededor.
La pista se acabó de repente. De allí en adelante las huellas se desperdigaban por todas partes, marcando una zona bastante amplia, como si los animales hubieran perdido la señal olfativa. O como si ese olor fuera tan agresivo que no lograran distinguir su procedencia.
El cielo estaba cubierto. Los ruidos y las luces de la ciudad se habían desvanecido más allá de la cortina oscura de la maleza. Era como estar en un lugar muy alejado de la civilización, sombrío y primitivo. Marcus rescató la linterna de su bolsillo y la encendió. Recorrió el lugar con el foco, maldiciendo su suerte. Tendría que volver sobre sus pasos y regresar a la mañana siguiente, con el riesgo de que el parque estuviera más transitado y ello le impidiera llevar a cabo su tarea. Estaba a punto de desistir definitivamente cuando, por un instante, iluminó un punto a un par de metros de distancia. Al principio le pareció que era una rama caída. Pero era demasiado recta, demasiado perfecta. Lo enfocó mejor con la linterna y supo lo que tenía que hacer.
Apoyada en uno de los árboles había una pala.
Dejó la linterna en el suelo, de manera que iluminara la porción de terreno sobre la que se hallaba la herramienta. Después se puso los guantes de látex que siempre llevaba consigo y empezó a cavar.
Los ruidos del bosque se amplificaban con la oscuridad. Cada sonido se volvía amenazador, pasaba por su lado como un espectro y se desvanecía con el viento que agitaba las ramas. La lama se hundía en la tierra mojada. Marcus se ayudaba con el pie para hundirla, luego lanzaba a un lado esa mezcla de barro y hojarasca, sin preocuparse de adónde iba a parar. Tenía prisa por ver lo que había sepultado allí debajo, pero una parte de él conocía ya la respuesta. Era más fatigoso de lo que pensaba. Empezó a sudar, la ropa se le pegaba, y jadeaba. Pero no se detuvo. Quería confirmar que no estaba en lo cierto.
«Señor, haz que no sea lo que creo.»
Pero poco después empezó a percibir el olor. Era penetrante y dulzón. Tenía la capacidad de llenar la nariz y los pulmones en cada inspiración. Poseía una consistencia casi líquida, parecía que pudiera beberse. Entraba en contacto con sus jugos gástricos provocándole conatos de vómito. Marcus tuvo que hacer una pausa para llevarse la manga del impermeable a la altura de la boca, para intentar filtrar un poco de aire limpio. Volvió en seguida al trabajo. A sus pies había un pequeño hoyo, de unos cincuenta centímetros de ancho y casi un metro de profundidad. Pero la pala continuaba ahondando en el suelo fangoso. Medio metro más. Habían transcurrido más de veinte minutos.
Hasta que vio aflorar un líquido negruzco, viscoso como el petróleo. El residuo de la descomposición. Marcus se arrodilló delante de la fosa y empezó a escarbar con las manos. Parte de aquel aceite oscuro le manchó la ropa, pero no le importaba. Empezó a notar bajo los dedos algo más sólido que la tierra. Era liso y un poco fibroso. Estaban tocando un hueso. Intentó limpiar el contorno y descubrió un miembro de carne lívida.
No había duda, era humano.
Volvió a coger la pala e intentó liberar el cuerpo todo lo que pudo. Asomó una pierna, luego la cadera. Era una mujer, y estaba desnuda. Los procesos de putrefacción estaban en fase avanzada; a pesar de ello el cadáver se encontraba en buen estado de conservación. Marcus no podía determinar cuántos años tenía, pero estaba seguro de que era joven. Presentaba cortes profundos en todo el tórax, otros a la altura del pubis, provocados probablemente por un arma blanca.
Tijeras.
Finalmente, Marcus se sosegó. Se dejó caer hacia atrás, observando, agazapado, aquella escena de muerte y violencia, inspirando profundas bocanadas de aire.
Se santiguó y juntó las manos. Empezó a rezar por aquella desconocida. Podía imaginar sus sueños de juventud, la alegría de vivir. A su edad, la muerte debía de ser algo indefinido y lejano. Algo que afecta a los demás. Marcus suplicó a Dios que acogiera esa alma, sin saber si alguien lo escuchaba o si estaba hablando solo. La verdad terrible de Marcus era que, junto a sus recuerdos, la amnesia se había llevado también su fe. No sabía cómo tenía que sentirse un hombre de Iglesia, qué sentimientos tenía que albergar por ser lo que era. Pero la plegaria por aquella pobre alma tenía el poder de confortarlo. Porque la existencia de Dios, en ese momento, era su único consuelo frente al mal.
Marcus no podía determinar con seguridad cuánto tiempo había pasado desde su muerte. Pero, por la naturaleza del lugar de la sepultura y el estado de conservación del cuerpo, no podía ser demasiado. Concluyó que el cadáver que tenía delante era la prueba de que Nicola Costa no era Figaro, porque lo más probable era que el hombre del labio leporino ya estuviera en la cárcel cuando la chica fue asesinada.
«El responsable es otro», se dijo.
Hay individuos que prueban el gusto de la sangre humana por casualidad y descubren un antiguo instinto depredador, reminiscencia de la lucha por la supervivencia, el eco de una ancestral necesidad de matar que se perdió con la evolución. Así fue como el asesino en serie descubrió un nuevo placer, con el homicidio de Giorgia Noni. Algo que estaba presente en él, pero de lo que todavía no era consciente.
Marcus estaba seguro. Volvería a matar.
El teléfono daba señal al otro lado. Tenía el auricular apoyado en el hombro mientras esperaba que se apresurara a responder. Estaba en una de las casas estafeta, poco distante de Villa Glori.
Por fin, Marcus reconoció la voz del viejo Zini.
—Diga…
—Es lo que me imaginaba —empezó a decir en seguida.
El policía murmuró algo y después preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace?
—Un mes, tal vez más. No sabría decirlo con seguridad, no soy forense.
Zini sopesó aquella información.
—Si esta vez se ha tomado la molestia de esconder el cuerpo, volverá a hacerlo pronto. Creo que tendría que denunciar los hechos.
—Primero intentemos comprender qué ha pasado.
A Marcus le hubiera gustado revelarle lo que sabía y sus preocupaciones. Lo que habían descubierto no iba a servir para que se hiciera justicia. La persona que había enviado el mail anónimo a Zini y había dejado la pala en Villa Glori para indicar el punto exacto donde excavar quería ofrecer a Federico Noni la posibilidad de vengarse. O tal vez estuviera dándole la oportunidad a una de las tres mujeres agredidas antes del asesinato de Giorgia. Marcus sentía que le quedaba poco tiempo. ¿Tenía que decírselo a la policía para que se pusieran en contacto con las demás víctimas e impedir así que sucediera lo peor? Estaba convencido de que alguien más iba tras la pista del verdadero Figaro.
—Zini, necesito saber una cosa. La primera parte del mensaje que recibiste: «Él no es como tú.» ¿Qué significa?