—El francotirador te habría dado si no hubiera intervenido: estabas a punto de pasarle justamente por delante, habrías sido un blanco perfecto.
—¿Y quién era?
—No tengo ni idea. Por suerte, yo estaba siguiéndote.
Ahora estaba completamente furiosa.
—¿Que me estabas qué? ¿Y desde cuándo?
—Llegué a la ciudad ayer por la noche. Esta mañana fui al hotel en el que se alojaba David, estaba seguro de que te encontraría allí. Te vi salir y coger un taxi.
—Entonces, la cita de hoy en Milán para tomar un café…
—Era un cuento: sabía que habías venido a Roma.
—Por eso las llamadas insistentes, tu petición de que examinara los petates de David… Has estado tomándome el pelo todo este tiempo.
Shalber se sentó frente a ella en la cama y suspiró.
—Tenía que hacerlo.
Sandra se dio cuenta de que el funcionario de la Interpol la había utilizado.
—¿Qué hay detrás de todo esto?
—Antes de contártelo, necesito hacerte algunas preguntas.
—No. Ahora vas a decirme qué está pasando.
—Te juro que lo haré, pero tengo que ver si todavía estamos en peligro.
Sandra miró a su alrededor y reconoció lo que parecía un sujetador, evidentemente, no el suyo, sobre el reposabrazos de un sillón.
—Un segundo, ¿dónde estoy? ¿Qué es esto?
Shalber interceptó su mirada y fue a retirar la prenda íntima.
—Perdona el desorden. Es una casa de la Interpol, la usamos como vivienda temporal. Aquí va y viene gente continuamente. Pero no te preocupes, estamos a salvo.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
—Tuve que hacer algún disparo, dudo que haya alcanzado al francotirador, pero conseguimos salir indemnes de la basílica. Fue duro sacarte de allí a cuestas. Por suerte, llovía a cántaros y pude cargarte en el coche sin que nadie lo advirtiera. Habría sido complicado dar explicaciones a un guardia municipal o a un policía de paso.
—¡Ah! ¿Ésa era tu única preocupación? —Entonces reflexionó—: Un momento, ¿por qué tendríamos que correr peligro todavía?
—Porque estoy seguro de que quien pretendía matarte volverá a intentarlo.
—Alguien me dejó una estampa con un mensaje debajo de la puerta de la habitación del hotel. ¿Qué había en la capilla de San Raimundo de Peñafort que fuera tan importante?
—Nada, era sólo una trampa.
—¿Y tú cómo puedes saberlo?
—Si hubiera sido una pista, David lo habría reflejado en los indicios que te dejó.
Aquella afirmación tuvo el poder de frenar cualquier objeción de Sandra. Estaba sorprendida.
—¿Sabes algo de la investigación de David?
—Sé muchas cosas, pero todo a su debido tiempo.
Shalber se levantó y se dirigió a la habitación de al lado. Sandra lo oyó batallar con utensilios de cocina. Poco después, regresó con una bandeja en la que había huevos revueltos, mermelada y tostadas, además de una cafetera humeante.
—Tienes que meterte algo en el estómago, de lo contrario no te recuperarás.
En efecto, hacía más de veinticuatro horas que no comía. Al ver la comida, se le despertó el apetito. Shalber la ayudó a sentarse y a que apoyara la espalda en un par de almohadas, y a continuación le colocó la bandeja en el regazo. Mientras ella comía, se sentó a su lado, estiró las piernas en la cama y se cruzó de brazos. Hasta hacía unas pocas horas mantenían una relación formal, ahora parecían tener más familiaridad. El descaro de ese hombre la molestaba, pero no dijo nada.
—Te arriesgaste mucho esta mañana. Te salvaste sólo porque el timbre de mi móvil puso nervioso al francotirador.
—Así que eras tú… —dijo con la boca llena.
—¿Cómo conseguiste este número? Siempre te he llamado desde otro teléfono.
—Lo descubrí porque David te llamaba desde el hotel.
—Tu marido era un tipo testarudo y no me gustaba nada —sentenció.
A Sandra le molestó oír hablar de él de ese modo.
—No puedes saber qué clase de tipo era.
—Era un pelmazo —insistió él—. Si me hubiera hecho caso, todavía estaría vivo.
Nerviosa, Sandra retiró la bandeja e hizo ademán de levantarse. La cólera había hecho que olvidara el vértigo.
—¿Adónde vas?
—No puedo soportar que un extraño diga según qué cosas —todavía vacilante, rodeó la cama para recoger las zapatillas de deporte.
—De acuerdo, eres libre de irte —dijo indicándole la puerta—. Pero dame las pistas que te ha dejado David.
Sandra lo miró estupefacta.
—¡No voy a darte nada!
—A David lo asesinaron porque descubrió a una persona.
—Creo que ya sé quién es.
Shalber se levantó y se acercó a ella, obligándola a mirarlo.
—¿Qué significa que ya sabes quién es?
Sandra estaba anudándose los cordones, pero se detuvo.
—Ayer por la noche.
—¿Dónde?
—¡Vaya pregunta! El sitio más fácil para encontrarse con un cura es una iglesia.
—Ese hombre no es un simple cura —con aquella afirmación Shalber recuperó toda su atención—. Es un penitenciario.
Shalber se acercó a las contraventanas. Las abrió y vio las nubes negras que de nuevo intentaban invadir Roma.
—¿Cuál es el archivo criminal más grande del mundo? —le preguntó.
Sandra estaba desconcertada.
—No sabría decirlo… El de la Interpol, supongo.
—Incorrecto —rebatió Shalber, volviéndose con una sonrisa satisfecha.
—¿FBI?
—Tampoco. Está en Italia. Más concretamente, en el Vaticano.
Sandra todavía no lo entendía. Pero tenía la impresión de que en seguida lo haría.
—¿Para qué necesita la Iglesia, un archivo criminal?
Shalber la invitó a que volviera a sentarse mientras buscaba las palabras para explicárselo.
—El catolicismo es la única fe religiosa que cuenta con el sacramento de la confesión: los hombres explican sus pecados a un ministro de Dios y a cambio reciben el perdón. A veces, sin embargo, la culpa es tan grave que un simple sacerdote no puede impartir la absolución. Ocurre con los llamados «pecados mortales», es decir, con los que están relacionados con un tema grave y se realizan con plena conciencia y deliberado consenso.
—Como el asesinato, por ejemplo.
—Exacto. En esos casos el sacerdote transcribe el texto de la confesión y lo transmite a una autoridad superior: un colegio de altos prelados que, en Roma, está llamado a juzgar estas materias.
Sandra estaba sorprendida.
—Un órgano que juzga los pecados de los hombres.
—El Tribunal de las Almas.
El nombre transmitía la gravedad de la tarea, pensó Sandra. A saber qué secretos habrían pasado por aquella institución. Finalmente, comprendió el interés de David en lo que estaba investigando.
Shalber prosiguió.
—Fue instituido en el siglo XII con el nombre de
Paenitentiaria Apostólica
con un objetivo menor: en aquella época, se asistió a una extraordinaria afluencia de peregrinos que acudían a la Ciudad Eterna para visitar sus basílicas, pero también para obtener la absolución de sus pecados.
—Lo que acabaría siendo el período de las Indulgencias.
—Eso es. Había sanciones reservadas exclusivamente al Sumo Pontífice, así como dispensas y gracias que sólo la más alta autoridad de la Iglesia podía conceder. Pero para el papa era una tarea descomunal. Así que empezó a delegar en algunos cardenales que luego dieron vida al ministerio de la Penitenciaría.
—No entiendo qué interés tiene todo esto en la actualidad…
—Al principio, una vez que el tribunal emitía el responso, quemaban los textos de las confesiones. Pero unos años después, los penitenciarios decidieron crear un archivo secreto… Y su obra ya no se ha detenido.
Sandra empezaba a comprender el calibre de esa empresa.
Shalber prosiguió:
—Desde hace casi mil años, allí se custodian los peores pecados cometidos por la humanidad. A veces se trata de crímenes de los que nunca nadie ha oído hablar. Además, a eso hay que añadir que la confesión del penitente no es un acto provocado, sino espontáneo y, por tanto, siempre sincero. En consecuencia, la
Paenitentiaria Apostólica
no es una simple base de datos que recoge una serie de casos, como puede serlo la de cualquier policía del mundo.
—Entonces, ¿qué es?
Los ojos verdes de Shalber brillaban.
—Es el archivo existente más vasto y actualizado del mal.
Sandra era más bien escéptica.
—¿Es algo que tiene relación con el diablo? ¿Qué son esos curas, exorcistas?
—No, te equivocas —se apresuró a corregirla él—. Los penitenciarios no están interesados en la existencia del demonio. Tienen un interés científico: son verdaderos
profilers,
se encargan de trazar perfiles psicológicos. Su experiencia va madurando con los años gracias al archivo. Con el tiempo, aparte de las confesiones de los penitentes, también empezaron a recoger una casuística detallada de todos los episodios criminales. Los estudian, los analizan e intentan descifrarlos justo como lo haría un moderno criminólogo.
—¿Quieres decir que también resuelven casos?
—A veces ocurre.
—Y la policía no sabe nada de todo esto…
—Saben proteger su secreto, la verdad es que han estado haciéndolo durante siglos.
Sandra se acercó a la bandeja de la comida y se sirvió una abundante taza de café.
—¿Cómo operan?
—En cuanto encuentran la solución de un misterio, buscan la manera de comunicarla de forma anónima a las autoridades. Otras veces, intervienen.
Shalber fue a coger un maletín que había en un rincón de la habitación y lo abrió para buscar algo. A Sandra le volvieron a la cabeza las direcciones que David había recogido en su agenda después de recabarlas escuchando la frecuencia de la policía: por eso su marido buscaba a ese cura en las escenas del crimen.
—Aquí está —anunció el funcionario de la Interpol con una carpeta entre las manos—. El caso del pequeño Matteo Ginestra, en Turín. El niño desapareció, la madre pensó que su padre lo había secuestrado: estaban separados y el marido no estaba de acuerdo con lo que el juez había establecido respecto a la custodia. El hombre, al principio, estaba ilocalizable, luego negó haber escondido a su hijo para quitárselo a su madre.
—Y, entonces, ¿quién fue?
—Mientras la policía se empeñaban en seguir esa pista, el niño reapareció sano y salvo. Se descubrió que lo había raptado un grupo de chicos mayores, todos de buena familia. Lo tuvieron aislado en una casa abandonada, tenían la intención de matarlo. Sólo para divertirse, por curiosidad. El niño contó que lo salvó alguien que se introdujo en la vivienda para sacarlo de allí.
—Podía tratarse de cualquiera, ¿por qué precisamente un cura?
—A poca distancia del lugar donde se le encontró, se localizaron unas hojas que contenían la explicación detallada de todo lo que había sucedido. Uno de los adolescentes implicados tuvo remordimientos de conciencia y se confió a un sacerdote de su parroquia. En esas hojas había una confesión, y alguien las había extraviado —Shalber le tendió el documento—. Lee lo que hay escrito al margen.
Sandra leyó:
—Hay un código: «c.g. 764-9-44». ¿Qué es?
—Es el método de registro de los penitenciarios. Creo que los números son convencionales, pero esas siglas significan
culpa gravis.
—No lo entiendo: ¿de dónde surgió la investigación de David?
—Reuters lo envió a Turín para que realizara un reportaje sobre lo sucedido. Fue él quien encontró los documentos mientras sacaba fotografías. Allí empezó todo.
—Y la Interpol, ¿qué tiene que ver?
—Aunque pueda parecerte algo bueno, lo que hacen los penitenciarios es ilegal. Su actividad no tiene fronteras ni reglas.
Sandra fue a servirse una segunda taza de café y se quedó observando a Shalber mientras se la bebía. Tal vez él esperaba que dijera algo más.
—Fue él quien os lo sugirió, ¿verdad?
—Nos conocimos hace años, en Viena: él hacía un reportaje, yo le pasaba algún soplo. Cuando comenzó a indagar sobre los penitenciarios, se dio cuenta de que su actividad se extendía más allá de las fronteras italianas, por eso podía interesarle a la Interpol. Me llamó algunas veces desde Roma, explicándome lo que había descubierto hasta el momento. Luego murió. Pero si ha sido capaz de que tú pudieras llegar hasta mi número de teléfono, significa que quería que contactaras conmigo. Yo puedo acabar su trabajo. Y, ahora, ¿dónde están las pruebas?
Sandra estaba segura de que Shalber la había registrado mientras estaba desmayada, al igual que le había quitado la pistola, y que, por tanto, ya sabía que no las llevaba consigo. Pero no quería entregárselas tan fácilmente.
—Debemos continuar juntos.
—Ni hablar, quítatelo de la cabeza. Cogerás el primer tren y regresarás a Milán. Alguien te quiere muerta y no estás a salvo en esta ciudad.
—Soy agente de policía: sé cuidar de mí misma y sé cómo sacar adelante una investigación, si es eso lo que te preocupa.
Shalber empezó a caminar nerviosamente por la habitación.
—Yo me muevo mejor solo.
—Bueno, esta vez tendrás que revisar tus métodos.
—Cabezota —se plantó delante de ella, levantando el índice—. Con una sola condición.
Sandra levantó los ojos al cielo.
—Sí, lo sé: el jefe eres tú y siempre hay que hacer lo que tú digas.
Shalber estaba perplejo.
—¿Cómo sabías…?
—Conozco los efectos de la testosterona en el ego de los hombres. Y bien, ¿por dónde empezamos?
Shalber se acercó a un cajón, de allí cogió la pistola que le había quitado y se la devolvió.
—Les interesan las escenas del crimen, ¿no es así? Cuando llegué a la ciudad ayer por la noche, estuve cerca de una casa que la policía estaba registrando. Coloqué micrófonos, con la esperanza de que los penitenciarios aparecieran en cuanto la Científica hubiera despejado el camino. Antes del amanecer, grabé una conversación. Iban dos, no sé quiénes eran. Hablaban refiriéndose a un asesino en serie llamado Figaro.
—De acuerdo, te mostraré las pistas de David. Y luego intentaremos descubrir algo sobre ese Figaro.
—Me parece un excelente plan.
Sandra contempló a Shalber, ya no actuaba a la defensiva.
—Alguien mató a mi marido y han intentado hacer lo mismo conmigo esta mañana. No sé si se trata de la misma mano ni qué tiene que ver todo esto con los penitenciarios. Tal vez David llegó demasiado lejos en su investigación.