Sin embargo, en cierto momento las fotos perdían a un protagonista: un Jeremiah adolescente y su madre mostraban tristes sonrisas de circunstancias; el cabeza de familia los había dejado dejó después de una breve enfermedad y ellos continuaron la tradición, no para perpetuar un recuerdo, sino como un antídoto para alejar de ellos la sombra de la muerte.
Una imagen en particular llamó la atención de Marcus por el hecho un poco macabro de posar con el difunto. De hecho, madre e hijo estaban de pie a los lados de una gran chimenea de arenisca, en cuya pared se erigía un cuadro al óleo que representaba al padre en actitud severa.
—No han encontrado nada que relacione a Jeremiah Smith con Lara —Clemente intervino a su espalda.
En la habitación eran evidentes los signos del registro que había llevado a cabo por la policía. Habían movido los objetos y hurgado en los muebles.
—De modo que todavía no saben que fue él quien la secuestró. No la buscarán.
—Ya basta —el tono de Clemente se volvió súbitamente duro.
Marcus estaba atónito, no era propio de él.
—Es increíble que todavía no lo entiendas. No eres un investigador improvisado, no se te permitiría serlo. Se te ha preparado de la mejor manera para afrontar todo esto. ¿Quieres que te diga la verdad? Es posible que al final la chica muera. Es más, diría que es más que probable. Pero no depende de eso si actuamos o no. Por eso, deja ya de sentirte culpable.
Marcus se concentró nuevamente en la foto de Jeremiah Smith posando bajo el retrato de su padre, serio y compungido, a la edad de veinte años.
—Y bien, ¿por dónde quieres empezar?
—Por la habitación donde lo encontraron agonizando.
En el comedor se percibía el rastro del paso de los técnicos de la Científica. Trípodes con focos halógenos para iluminar la escena, residuos de reactivos para detectar líquidos orgánicos y huellas esparcidos por todas partes, placas alfanuméricas que marcaban la posición de las pruebas que habían fotografiado y luego retirado.
En la habitación habían encontrado una cinta azul para el pelo, una pulsera de coral, una bufanda rosa tejida a mano y un patín rojo, que pertenecían a las cuatro víctimas de Jeremiah Smith. Aquellos fetiches eran la prueba irrefutable de su intervención; conservarlos había sido una temeridad. Pero Marcus podía imaginar cómo se sentía el asesino cada vez que acariciaba aquellos trofeos. Eran el símbolo de lo que mejor sabía hacer: matar. Al tenerlos entre las manos lo invadía aquella oscura energía, un estremecimiento vital, como si la muerte violenta tuviera el poder de fortalecer a quien la aplica. El escalofrío de un placer secreto.
Jeremiah los guardaba en el comedor porque quería tenerlos a su lado. De ese modo era como si aquellas chicas estuvieran también allí. Almas en pena, prisioneras de aquella casa junto a él.
Sin embargo, entre los objetos no había nada que perteneciera a Lara.
Marcus entró en la habitación, mientras que Clemente se quedó en la puerta. Los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas, excepto la butaca situada en el centro, delante de un viejo televisor. Había una mesita volcada y en el suelo se veía un cuenco hecho añicos, una taza de loza clara y ya seca y galletas desmigajadas.
«Lo tiró Jeremiah cuando se sintió mal», pensó Marcus. Por la noche cenaba, delante de la tele, leche con galletas. Aquella imagen reflejaba su soledad. El monstruo no se escondía. Su mejor refugio era la indiferencia de los demás. Si el mundo se hubiera ocupado un poco de él, tal vez lo habrían detenido antes.
—Jeremiah Smith era un asocial, sin embargo, se transformaba para embaucar a sus víctimas.
«A excepción de Lara, a las otras se las llevó de día», se recordó a sí mismo. ¿Cuál era su técnica para acercarse a ellas y ganarse su confianza? Era convincente, las chicas no lo temían. ¿Por qué no utilizaba esa misma habilidad para hacer amigos? La única razón que lo movía era el homicidio. El mérito era del mal, consideró Marcus. Porque el mal conseguía que pareciera una persona buena, alguien de quien fiarse. Pero había algo que Jeremiah Smith no había previsto: siempre hay un precio. El mayor miedo de todo ser humano, incluso el de aquel que ha elegido vivir como un eremita, no es la muerte, sino el hecho de morir solo. Hay una gran diferencia. Y es algo de lo que únicamente te das cuenta cuando está sucediendo.
La idea de que nadie llorará, de que nadie sentirá nuestra pérdida o se acordará de nosotros. «Es lo mismo que me estaba pasando a mí», pensó Marcus.
Observaba el punto de la habitación donde el personal de la ambulancia le practicó la reanimación: había guantes estériles esparcidos por todas partes, trozos de gasa, jeringuillas y cánulas. Todo había quedado cristalizado en aquellos frenéticos momentos.
Marcus trató de analizar lo que había sucedido antes de que Jeremiah Smith empezara a notar los síntomas del envenenamiento.
—Quien haya sido, conocía sus costumbres. Actuó de la misma manera que él hizo con Lara. Se introdujo en su vida y en su casa para observarlo. No escogió el azúcar para esconder la droga, pero tal vez añadió algo a la leche. Como una especie de ley del talión.
Clemente observaba a su alumno mientras se introducía completamente en la psique de quien lo había urdido todo.
—Por eso Jeremiah se siente mal y llama al número de emergencias.
—El Gemelli es el hospital más cercano, era normal que pasaran la llamada allí. Quien le hizo esto a Jeremiah Smith sabía perfectamente que Mónica, la hermana de su primera víctima, era la doctora de guardia de la ambulancia ayer por la noche. En caso de código rojo, sería ella quien subiera a la primera disponible.
Marcus parecía impresionado por la habilidad de quien había orquestado aquella especie de venganza.
—No actúa por casualidad, es meticuloso.
Había desarmado la escena del crimen. Pieza a pieza, había descubierto el entramado, los hilos de nailon, el decorado de cartón piedra, el truco del mago.
—De acuerdo, te ha salido bien —dijo, dirigiéndose al adversario como si estuviera presente—. Y ahora vamos a ver qué es lo que nos tienes reservado…
—¿Crees que habrá indicios que nos lleven al lugar donde Lara está prisionera?
—No, es demasiado listo. Y si los hubiera habido, los habría quitado. La chica es un premio, no lo olvides. Debemos merecérnoslo.
Marcus empezó a moverse por la habitación, seguro de que había algo que todavía se le escapaba.
—¿Qué tenemos que buscar, según
tú?
—preguntó
Clemente.
—Algo que no tenga nada que ver con todo lo demás. Para eludir la inspección de la policía, debía dejar una pista que sólo nosotros pudiéramos notar.
Tenía que determinar el punto exacto desde el que empezar a observar la escena. Estaba seguro de que desde allí se haría evidente la anomalía. Lo más lógico era inspeccionar el punto donde Jeremiah se encontraba exánime.
—Las contraventanas —le dijo a Clemente, que fue a cerrar las dos grandes ventanas que se asomaban a la parte posterior de la casa. En ese momento, Marcus descubrió el haz de la linterna y dejó que abarcara toda la habitación. Las sombras de los objetos se levantaban por turnos, como soldaditos obedientes, a medida que iba enfocándolos. Los sofás, el aparador, la mesa del comedor, el sillón; la chimenea, sobre la que destacaba un cuadro de tulipanes. Marcus tuvo una sensación de
déjá vu.
Volvió atrás e iluminó de nuevo el cuadro de las flores.
—No tendría que estar aquí.
Clemente no entendió a qué se refería. Pero recordaba perfectamente la chimenea de arenisca, porque aparecía en las fotos que había observado en el estudio: estaban Jeremiah y su madre bajo el retrato al óleo del difunto cabeza de familia.
—Lo ha cambiado de sitio.
Pero en la habitación no estaba. Marcus se acercó al cuadro de los tulipanes, separó el marco y comprobó que, en efecto, la marca dejada en la pared del cuadro a lo largo de los años era distinta. Iba a dejarlo como estaba cuando se dio cuenta de que, detrás de la tela, en la esquina inferior izquierda, aparecía el número «1».
—Lo he encontrado —Clemente reclamaba su atención desde el pasillo.
Marcus se reunió con él y vio el cuadro del padre de Jeremiah en la pared junto a la puerta.
—Los cuadros están invertidos.
También en esta ocasión, lo separó de la pared para examinar el dorso. El número que podía ver era el «2». Ambos miraron a su alrededor, con la misma idea en la cabeza. Se dividieron y empezaron a separar de la pared todos los cuadros, para identificar el tercero.
—Aquí —anunció Clemente.
Era un paisaje bucólico y estaba al fondo del pasillo, en la base de la escalera que conducía a la planta superior. Empezaron a subir y, cuando habían ascendido la mitad de los escalones, encontraron también el cuarto, cosa que les confirmó que estaban siguiendo la pista adecuada.
—Está indicándonos un camino… —dijo Marcus. Pero ninguno de los dos se imaginaba adónde los conduciría.
En el rellano de la segunda planta identificaron el quinto cuadro. A continuación, el sexto, en una pequeña antesala; el séptimo, en el pasillo que conducía a los dormitorios. El octavo era mucho más pequeño. La pintura con témpera representaba un tigre indio que parecía salido de un cuento de Salgari. Se encontraba junto a una puertecita que daba a la que debía de haber sido la habitación infantil de Jeremiah Smith. Sobre una repisa había un batallón de soldaditos de plomo en formación, también una caja con un mecano, un tirachinas y un caballito balancín.
«A menudo se olvida que los monstruos también fueron niños —consideró Marcus—. Algunas cosas las llevamos encima desde la infancia.» A saber dónde tenía su origen la necesidad de matar.
Clemente abrió la puertecita y descubrió una empinada escalera que, aparentemente, conducía al desván.
—Puede que los policías todavía no hayan mirado bien aquí arriba.
Ambos estaban seguros de que el noveno cuadro sería el último de la serie. Subieron con cuidado los escalones irregulares; el techo era tan bajo que los obligaba a avanzar encorvados. Al final de aquel vientre de piedra había una estancia repleta de muebles viejos, libros y baúles. Algunos pájaros habían hecho su nido entre las vigas del tejado. Asustados por su presencia, empezaron a revolotear a su alrededor y a debatirse en busca de una vía de escape. La encontraron en una claraboya abierta.
—No podemos quedarnos mucho, dentro de poco amanecerá —lo apremió Clemente después de consultar el reloj.
Así que se pusieron rápidamente a buscar el cuadro. Había varias telas amontonadas en un rincón. Clemente se acercó para revisarlas.
—Nada —anunció poco después, sacudiéndose el polvo de la ropa.
Marcus vio un friso dorado que sobresalía detrás de un arcón. Lo rodeó y se encontró frente a un marco ricamente decorado, colgado en la pared. No fue necesario darle la vuelta para comprobar que se trataba del noveno cuadro. El contenido era lo bastante insólito para confirmarles que se trataba de la meta de aquella caza del tesoro.
Era el dibujo de un niño.
Estaba hecho con lápices de colores en una hoja de libreta y lo habían colocado posteriormente en aquel marco tan pomposo, de manera que no pasaba inadvertido a la atención del observador.
Representaba un día de verano o de primavera, con un sol que vigilaba, sonriente, una naturaleza exuberante. Árboles, golondrinas, flores y un riachuelo. Los protagonistas eran dos niños, una niñita que llevaba un vestido de lunares rojos y un chaval que portaba algo en la mano. A pesar de la alegría de los colores y la absoluta inocencia del tema, Marcus tuvo una extraña sensación.
Había algo malvado en ese dibujo.
Dio un paso adelante para verlo mejor. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el estampado del vestido de la niña no era de lunares, sino de heridas sanguinolentas. Y de que el niño empuñaba unas tijeras.
Leyó la fecha que aparecía en el margen: era de veinte años atrás. En esa época Jeremiah Smith era ya demasiado adulto para ser su autor. Pertenecía a la fantasía enfermiza de otra persona. Le volvió a la cabeza
El martirio de san Mateo
de Caravaggio: lo que tenía enfrente era la representación de la escena de un crimen, pero cuando se ejecutó ese horror todavía tenía que ocurrir.
«Los monstruos también han sido niños», se repitió. Mientras tanto, el que aparecía en el dibujo se había hecho mayor. Y Marcus comprendió que tenía que encontrarlo.
06.04 h
El primer día en la Policía Científica te enseñaban que en la escena de un crimen las coincidencias no existen. Después te lo repetían en cualquier ocasión, por si lo hubieras olvidado. Te explicaban que no sólo despistaban, sino que podían convertirse en nocivas o contraproducentes. Y te citaban diversos casos extremos en los que habían complicado irremediablemente la investigación.
Gracias a este sistema de recordatorio, Sandra no daba mucho crédito a las coincidencias. Pero, en la vida real, podía llegar a admitir que las conexiones accidentales entre acontecimientos a veces resultan útiles, por lo menos sirven para llamar nuestra atención sobre cosas que, de otro modo, no veríamos.
Había llegado a la conclusión de que algunas de ellas no nos afectan. De hecho, normalmente las liquidamos como «simples coincidencias». Otras, en cambio, parecen estar destinadas a imprimir en nuestra vida la fuerza de un cambio. Y entonces adoptamos para ellas un nombre distinto. Empezamos a denominarlas «pistas». A menudo imprimen en nosotros la idea de que somos destinatarios de un mensaje exclusivo, como si el cosmos o un ente superior nos hubiera elegido. En otras palabras, nos hacen sentir especiales.
Sandra recordaba que Cari Gustav Jung definió como
sincronicidad
precisamente las coincidencias de este último tipo y les atribuyó tres características fundamentales. Debían ser absolutamente casuales, es decir, que no estuvieran coligadas por un nexo causa— efecto; tenían que coincidir con una profunda experiencia emocional y, por último, debían poseer un fuerte valor simbólico.
Jung opinaba que la vida de ciertos individuos transcurre buscando un significado profundo para cada acontecimiento extraordinario que les sucede.
Ella no era así. Pero había tenido que replanteárselo. A este cambio contribuyó David al contarle la extraordinaria cadena de sucesos que provocó que se conocieran.