La prostituta que sacaron del estanque era como el espejo que intentaba evitar.
Le recordó en seguida un cuadro de Caravaggio.
La muerte de la Virgen.
En el cuadro podía verse a la Virgen María sin vida, tendida sobre lo que parecía una mesa mortuoria. No había símbolos religiosos a su alrededor y no estaba envuelta por ninguna aura mística. Lejos de las representaciones en las que solía aparecer como una criatura suspendida entre lo divino y lo humano, María era un cuerpo abandonado, pálido, con el vientre hinchado. Se decía que el artista se había inspirado en el cadáver de una prostituta sacado de un río, por eso la pintura fue rechazada por su cliente.
Caravaggio tomaba una escena del horror cotidiano y le superponía un significado sacro. Proporcionando a los personajes un papel distinto, los convertía en santos o en vírgenes moribundos.
Cuando Clemente acompañó a Marcus a la iglesia de San Luigi dei Francesi por primera vez, le dijo que observara
El martirio de san Mateo.
Luego lo invitó a desnudar aquellas figuras de cualquier carácter sagrado que pudieran tener, como si se tratara de gente anónima involucrada en la escena de un crimen.
—Ahora, ¿qué ves? —le preguntó.
—Un homicidio —fue la respuesta.
Era su primera lección. La instrucción, para los que eran como él, siempre empezaba delante de ese cuadro.
—Los perros son daltónicos —dijo su nuevo maestro—. En cambio, nosotros vemos demasiados colores. Quítalos, deja que sólo queden el blanco y el negro. El bien y el mal.
Pero Marcus pronto se dio cuenta de que también podía ver otros matices. Tonalidades que ni perros ni hombres podían percibir. Ése era su verdadero talento.
Ahora, al volver a pensar en ello, le invadió una repentina nostalgia. En realidad no sabía por qué. Pero a veces le ocurría, tenía sensaciones que no procedían de ninguna explicación razonable.
Era tarde, pero no quería volver a casa. No quería dormir para no tener que volver a enfrentarse al sueño que lo llevaba hacia atrás, a Praga, al momento en que murió.
«Porque me muero cada noche», se dijo.
Al contrario, quería quedarse allí, en aquella iglesia que se había convertido en su refugio secreto. La visitaba a menudo.
Aquella noche no estaba solo. Esperaba junto a un grupo de personas a que dejara de llover. Hacía poco que había finalizado un concierto de cuerda, pero los curas no se habían atrevido a poner en la calle al poco público que todavía permanecía en el interior. Así que los músicos empezaron a tocar para ellos nuevas melodías, prolongando de manera inesperada la delicia de aquella velada. Mientras la tormenta se esforzaba en averiguar su escondite, las notas se oponían al fragor de los truenos y propagaban la alegría entre los presentes.
Marcus se mantenía alejado, como siempre. Él, en San Luigi dei Francesi, disfrutaba del espectáculo añadido de la obra maestra de Caravaggio.
El martirio de san Mateo.
Por una vez se permitió mirarla con los ojos de un hombre normal. En la penumbra de la capilla lateral, notó que la luz que iluminaba la escena estaba ya dentro del cuadro. Envidió el talento de Caravaggio: percibía luz donde otros veían tinieblas. Exactamente al contrario de lo que le sucedía a él.
Pero, justo mientras disfrutaba del efecto de aquella intuición, volvió ligeramente la mirada a su izquierda.
En el fondo de la nave, una mujer joven empapada por la lluvia estaba observándolo.
En ese instante, algo se desplomó en su interior. Era la primera vez que alguien violaba su invisibilidad.
Apartó la mirada y se dirigió a paso ligero hacia la sacristía. Ella se movió para seguir sus pasos. Tendría que despistarla. Recordaba que por esa zona había una segunda salida. Avanzó hacia aquella dirección, pero podía oír sus zapatos de goma crujiendo sobre el suelo de mármol mientras intentaba alcanzarlo. Un trueno retumbó en su cabeza y le hizo perder aquella referencia sonora. ¿Qué podía querer de él aquella mujer? Entró en el vestíbulo que conducía a la parte trasera de la iglesia y vio la puerta. Se acercó, la abrió, estaba a punto de introducirse en aquel sudario de lluvia, cuando ella habló.
—Alto —lo dijo sin gritar. Al contrario, su tono era frío.
Marcus se detuvo.
—Ahora date la vuelta.
Él lo hizo. Sólo entraba la luz amarillenta de las farolas de la calle, que llegaba hasta el filo del umbral. Pero el resplandor era suficiente para ver que ella empuñaba una pistola.
—¿Tú me conoces? ¿Sabes quién soy?
Marcus reflexionó antes de responder.
—No.
—Y a mi marido, ¿lo conocías? —en sus palabras no había cólera—. ¿Lo mataste tú? —Había desesperación en su tono—. Si sabes algo tienes que decírmelo. O juro que te mataré.
Era sincera.
Marcus no dijo nada. Permanecía con los brazos tendidos a ambos lados, inmóvil. Le devolvía la mirada, pero no tenía miedo de ella. Más bien sentía compasión.
Los ojos de la mujer empezaron a brillar.
—¿Quién eres tú?
En ese momento el resplandor de un rayo muy cercano anunció la llegada de un trueno más fuerte que los demás, ensordecedor. La luz de las farolas tembló por un instante, luego se apagó. La calle y la sacristía se quedaron a oscuras.
Pero Marcus no huyó en seguida.
—Soy cura.
Cuando la luz de las farolas volvió a encenderse, Sandra vio que ya no estaba.
Ciudad de México
El taxi avanzaba lentamente entre el tráfico congestionado de la hora punta. La música latina que transmitía la radio se mezclaba con la que provenía de otros coches de la cola, todos con las ventanillas bajadas por el calor. El resultado era una cacofonía insoportable, pero el cazador advirtió que cada uno conseguía distinguir, de todos modos, su propio estribillo. Pidió al taxista que encendiera el aire acondicionado, pero él le contestó que estaba estropeado.
Había treinta grados en Ciudad de México y estaba previsto que el índice de humedad aumentara aquella noche. Todo ello se agravaba por culpa de la capa de contaminación que recubría la metrópoli. Por eso no tenía ganas de prolongar su estancia. Llevaría a cabo el trabajo y regresaría en seguida. A pesar de las molestias, se sentía excitado por el hecho de estar allí.
Tenía que verlo con sus propios ojos.
En París, la presa se le había escapado por muy poco y luego, como era previsible, había borrado cualquier rastro. Pero en aquella ciudad el cazador tenía una esperanza. Si quería volver a empezar la cacería, necesitaba estudiar mejor a quién se enfrentaba.
El taxi lo dejó delante de la entrada principal del Hospicio de Santa Lucía. El cazador levantó la cabeza hacia el edificio de cinco plantas, blanco y ruinoso. A pesar de su bonita arquitectura colonial, las rejas de las ventanas no dejaban ninguna duda sobre el uso de aquel lugar.
En el fondo, aquélla era precisamente la función de los hospitales psiquiátricos, pensó. Quien entraba allí ya no volvía a salir, nunca más.
La doctora Florinda Valdés fue a recibirlo al mostrador de la entrada. Se habían intercambiado algunos mails en los que él utilizó por primera vez la falsa identidad de un profesor de psicología forense de Cambridge.
—Hola, doctor Foster —sonreía y le tendía la mano.
—Buenos días, Florinda… Pero ¿no nos tuteábamos?
El cazador vio en seguida que aquella mujer rolliza, de unos cuarenta años, se dejaría seducir por las maneras elegantes y afables del doctor Foster. Aunque sólo fuera porque todavía no había encontrado marido. Estuvo haciendo minuciosas indagaciones antes de ponerse en contacto con ella.
—Y bien, ¿has tenido buen viaje?
—Siempre había deseado conocer Ciudad de México.
—Ah, por eso no te preocupes: he pensado en un itinerario perfecto para nuestro fin de semana.
—Bien —exclamó él fingiendo entusiasmo—. Entonces será mejor que nos pongamos a trabajar, así tendremos más tiempo para lo demás.
—¡Oh, sí, por supuesto! —trinó, ignorando la verdad—. Sígueme, por aquí.
El cazador se había puesto en contacto con Florinda Valdés después de ver su intervención en un congreso de psiquiatría de Miami en YouTube. Se tropezó con ella mientras buscaba información sobre trastornos de personalidad. Había sido uno de esos golpes de suerte que le hacían creer que al final conseguiría su objetivo y que compensaban tanta dedicación.
La ponencia de Valdés en el congreso llevaba el título de
El caso de la chica en el espejo.
—Naturalmente, no permitimos verla a cualquiera —quiso precisar mientras recorrían los pasillos del hospital, dejándole entender que tal vez esperaba una compensación del mismo nivel por su parte.
—¿Sabes? Mi curiosidad de estudioso ha podido conmigo: he dejado las maletas en el hotel y he venido corriendo. Si no te molesta, más tarde podríamos volver allí juntos antes de ir a cenar.
—¡Oh, claro! —Se sonrojó, presagiando cómo podría acabar la velada. Pero él no tenía ninguna habitación de hotel. Su vuelo partía a las ocho.
La alegría de la mujer desentonaba con los lamentos que provenían de las habitaciones del hospital. Al pasar por delante, el cazador tuvo ocasión de mirar hacia su interior. Quienes las habitaban ya no eran personas. Blancos de cara como la ropa con la que iban vestidos, el cráneo rapado por culpa de los piojos, a merced del efecto de los sedantes: vagaban descalzos, chocando los unos contra los otros, como desechos a la deriva, cada uno cargado con sus propias angustias y venenos farmacéuticos. Otros estaban atados con correas de cuero a sucias camas. Se revolvían, dando alaridos con la voz de los demonios. O permanecían inmóviles, esperando una muerte que, sin piedad, se hacía esperar. Había viejos que parecían niños, o quizá eran niños que habían envejecido demasiado de prisa.
Mientras el cazador cruzaba aquel infierno, el mal oscuro que los mantenía encerrados en sí mismos lo escrutaba a través de sus ojos en blanco.
Llegaron a la que Valdés definió como «sección especial». Era un ala aislada de las demás, donde como máximo había dos pacientes por habitación.
—Aquí tenemos a los sujetos violentos, pero también a los casos clínicos más interesantes… Angelina es uno de ellos —añadió la psiquiatra con orgullo.
Una vez delante de la puerta de hierro, que se parecía a la de una celda, Valdés hizo una señal a un enfermero para que abriera. Dentro estaba oscuro, la poca luz se filtraba por una pequeña ventana situada en lo alto, y el cazador tardó un poco en distinguir aquel cuerpo, delgado como un palo, acurrucado en un rincón entre la pared y la cama. La chica tendría unos veinte años como mucho. En los rasgos endurecidos por el sufrimiento todavía podía adivinarse una cierta gracia.
—Aquí es, ésta es Angelina —anunció la doctora, señalándola con gesto teatral como si estuviera presentando un fenómeno de feria.
El cazador dio algunos pasos, ansioso por encontrarse cara a cara con el motivo que lo había empujado hasta allí. Pero la paciente parecía no darse cuenta de su presencia.
—La descubrió la policía al irrumpir en un burdel de un pueblo cerca de Tijuana. Buscaban a un narcotraficante y, en cambio, la encontraron a ella. Sus padres eran alcohólicos, y su padre la vendió a la mafia de la prostitución cuando apenas tenía cinco años.
«Al principio debió de ser un artículo reservado a los clientes dispuestos a pagar mucho dinero por satisfacer su vicio», pensó el cazador.
—Al crecer fue perdiendo su valor y los hombres podían tenerla por pocos pesos. Los del burdel la reservaban para los campesinos borrachos y los camioneros. Podía llegar a tener decenas de relaciones en un día.
—Una esclava.
—Nunca salió de ese lugar, siempre estuvo recluida. Una mujer se ocupaba de ella, la maltrataba. No ha hablado nunca, dudo que entienda realmente lo que ocurre a su alrededor. Es como si estuviera en estado catatónico.
Perfecta para desahogar los peores instintos de esos depravados, estaba a punto de comentar el cazador, pero se contuvo. Tenía que parecer que su interés era meramente profesional.
—Cuéntame cuándo os disteis cuenta de su… talento.
—Cuando la trajeron aquí, compartía habitación con una paciente anciana. Pensamos ponerlas juntas porque ambas estaban desconectadas del mundo. De hecho, ni siquiera se comunicaban entre ellas.
El cazador apartó la mirada de la chica para cruzarla con la de Valdés.
—Y después, ¿qué ocurrió?
—Al principio Angelina desarrolló extraños síntomas motores. Sus articulaciones estaban rígidas y desencajadas, se movía con dificultad. Creímos que se trataba de una forma de artritis. Pero después empezó a perder los dientes.
—¿Los dientes?
—Y no sólo eso: la sometimos a exámenes y descubrimos un grave debilitamiento de los órganos internos.
—¿Y cuándo supisteis realmente lo que estaba ocurriendo?
Una sombra pasó por el rostro de Florinda Valdés.
—Cuando empezaron a salirle canas.
El cazador se volvió de nuevo hacia la paciente. Por lo que podía distinguir, el pelo, que llevaba casi completamente rasurado, tenía un inconfundible color azabache.
—Para que los síntomas desaparecieran bastó con sacarla de la habitación de la mujer anciana.
El cazador observaba a la chica tratando de adivinar si todavía había algo humano escondido en la profundidad de sus ojos inexpresivos.
—Síndrome del camaleón o del espejo —concluyó.
Durante mucho tiempo, Angelina estuvo obligada a ser lo que los hombres que la violaban querían que fuera. Su objeto de placer, nada más. Así que se adaptó. Como resultado, se perdió a sí misma en aquellos encuentros. Un trocito cada vez, habían ido llevándosela. Años y años de abusos extirparon de aquella criatura cualquier rastro de identidad. Por eso la tomaba prestada de las personas que la rodeaban.
—Aquí no estamos frente a un caso de personalidad múltiple o ante un enfermo mental que cree ser Napoleón o la reina de Inglaterra, como sucede en los tebeos —rió Valdés—. Los sujetos aquejados de síndrome del camaleón tienden a imitar perfectamente a quienquiera que esté a su lado. Con un médico se convierten en médicos, con un cocinero afirman que saben cocinar. Si se les pregunta por su profesión, responden de manera genérica pero apropiada.
El cazador recordaba a un paciente que se identificaba con el cardiólogo con el que estaba dialogando y, a la pregunta trampa de éste sobre el diagnóstico de una anomalía cardíaca concreta, rebatió que no podía pronunciarse sin realizar exámenes médicos exhaustivos.