Comenzó a leer el informe de la policía sobre el desarrollo de los acontecimientos.
El asesino se introdujo por la puerta principal que Giorgia Noni había dejado imprudentemente abierta al volver de hacer la compra. Fígaro solía escoger a sus víctimas en los hipermercados y luego las seguía hasta su casa. Sin embargo, las demás siempre estaban solas en el momento de la agresión. En este caso, en la casa, junto a Giorgia, estaba su hermano Federico. Había sido un atleta con muchas posibilidades, pero un banal accidente de moto puso fin a su carrera y a la posibilidad de caminar. Según lo que contó el chico, Figaro lo sorprendió por la espalda. Volcó la silla de ruedas e hizo que el muchacho chocara contra el suelo, provocando que perdiera el sentido. A continuación el agresor arrastró a Giorgia hasta arriba, donde la sometió al trato que reservaba a todas sus mujeres.
Federico volvió en sí y descubrió que la silla de ruedas estaba irremediablemente rota. Por los gritos de su hermana comprendió que algo terrible estaba sucediendo en el piso de arriba. Después de tratar de pedir ayuda, quiso trepar por la escalera, haciendo fuerza con los brazos. Pero su cuerpo ya no estaba tan en forma como antes, además seguía aturdido por el fuerte golpe, y no lo consiguió.
Desde donde estaba, tuvo que oírlo todo, sin poder acudir en ayuda de la persona a la que más quería en el mundo. Su hermana, que se ocupaba de él y que, probablemente, habría seguido cuidándolo con cariño durante el resto de su vida. Se quedó lanzando imprecaciones, rabioso e impotente, a los pies de aquella maldita escalera.
Una vecina de la casa, que oyó los gritos que de allí procedían, dio la voz de alarma. Al oír la sirena de la patrulla, el asesino se dio a la fuga aprovechando una salida trasera que daba al jardín. Las huellas que sus zapatos dejaron durante la huida estaban marcadas en la tierra del jardín.
Cuando acabó de leer, Marcus vio que la niña del Happy Meal compartía diligentemente un
muffin
de chocolate con su hermanito, bajo la cariñosa mirada de los padres. Las dudas le nublaron la visión del idílico cuadro familiar.
¿Era esta vez Federico Noni la víctima destinada a cumplir la venganza? ¿Había alguien ya ayudándolo a encontrar al asesino que había salido impune del asesinato de su hermana? ¿Era su misión detener a ese chico?
Mientras se planteaba esos interrogantes, Marcus se encontró con una nota al final del expediente. Un detalle que probablemente ni su amigo Clemente conocía, porque lo había omitido en la explicación que le había dado mientras todavía estaban en casa de Jeremiah Smith.
No parecía posible ninguna venganza, porque Fígaro tenía nombre. Y el caso se había cerrado con su arresto.
07.26 h
Permaneció observando la estampa que estaba firmada con la palabra
Fred
durante al menos veinte minutos. Primero había sido la macabra ejecución de su canción que había encontrado en la grabadora oculta en las obras abandonadas, esa que reproducía la voz del hombre que había matado a su marido. Ahora se profanaba otra pieza de su intimidad. El apelativo cariñoso con el que llamaba a David ya no le pertenecía sólo a ella.
«Ha sido su asesino —se dijo apretando el papel que le había pasado por debajo de la puerta—. Sabe que estoy aquí. ¿Qué quiere de mí?»
En la habitación del hotel, Sandra intentaba encontrar una explicación que la tranquilizara. En la estampa de san Raimundo de Peñafort, junto a la oración, aparecía el lugar de culto dedicado al fraile dominico.
Una capilla de la basílica de Santa María sopra Minerva.
Sandra decidió llamar a De Michelis para pedirle información. Iba a usar el móvil, pero se dio cuenta de que no tenía batería. Lo puso a cargar y optó por el teléfono de la habitación. Pero se detuvo un instante antes de marcar el número, observando el auricular en su mano.
Después de descubrir que David había ido a Roma para llevar a cabo una investigación delicada, se preguntó si por casualidad se había puesto en contacto con alguien durante su estancia en la ciudad, una persona que pudiera haberle proporcionado cualquier tipo de ayuda. Pero en su
notebook
y en la memoria del móvil no figuraban correos ni llamadas durante todo ese tiempo.
Aquel aislamiento le pareció extraño.
En ese momento, Sandra se dio cuenta de que no había tenido en cuenta el teléfono del hotel.
«Estamos tan acostumbrados al exceso de tecnología —se dijo— que ya no sabemos razonar en términos elementales.»
Colgó y marcó el nueve para comunicarse con recepción. Solicitó hablar con el director, a quien pidió la lista de llamadas efectuadas por David mientras se alojó en el hotel. Una vez más, se sirvió indebidamente de su autoridad de funcionario público, pretextando que estaba investigando la muerte de su marido. A pesar de que no se lo creyó completamente, el hombre se avino. Poco después, un diligente botones le entregó una lista con un solo número.
0039 328 39 567 XXX
Había dado en el clavo: David se puso varias veces en contacto con un número de móvil. A Sandra le habría gustado comprobar a quién correspondía, pero se habían omitido las tres últimas cifras con una X.
Era normal que la centralita del hotel, por motivos de privacidad, no registrara los números completos de las llamadas de entrada y salida. En el fondo, ese sistema sólo servía para tener una prueba de las llamadas que debían cobrar a los clientes.
Sin embargo, si David decidió telefonear a ese número desde su habitación del hotel, entonces quería decir que no temía a quien estuviera al otro lado. ¿Por qué iba a temerlo ella?
Observó una vez más la estampa con la firma de Fred.
¿Y si no se la hubiera enviado el asesino de su marido? ¿Y si fuera obra de un misterioso colaborador? La hipótesis era convincente. Quienquiera que fuese, debía de pensar que corría peligro después de lo que le había ocurrido a David. Por eso era lógico que actuara con prudencia. Tal vez lo que había encontrado debajo de la puerta era una invitación para dirigirse a la basílica de Santa María sopra Minerva, porque allí había algo que podía ayudarla. Había firmado como Fred sólo para tranquilizarla sobre el hecho de que conocía a David. En el fondo, si alguien hubiera querido hacerle daño, le habría convenido permanecer en la sombra para cogerla por sorpresa. Seguro que en ese caso no le habría dejado un mensaje.
Sandra sabía que no había certezas, sólo dudas que se añadían a otros interrogantes. Vio que se encontraba ante una encrucijada. Podía coger el primer tren y volverse a Milán, intentando buscar la manera de olvidar aquella historia, o decidir continuar y hacerlo a cualquier precio.
Tomó la determinación de seguir adelante. Pero antes debía comprobar qué le esperaba en la capilla de San Raimundo de Peñafort.
La basílica de Santa María sopra Minerva se encontraba a pocos pasos del Panteón y había sido edificada en 1280, cerca del antiguo templo dedicado a Minerva Calcídica.
Sandra llegó en taxi a la plaza de enfrente. En el centro, había un pequeño obelisco egipcio que Bernini había colocado en la espalda de un elefante. Una leyenda narraba que el arquitecto de los papas quería que el animal de piedra se colocara de espaldas al convento de frailes dominicos que había al lado para mofarse de su torpeza.
Sandra llevaba unos vaqueros y una sudadera gris con capucha, que podría ponerse en caso de que lloviera. La tormenta de aquella noche parecía sólo un recuerdo. El aire caliente había secado las calles. El taxista que la acompañó se sintió en la obligación de disculparse por aquella interminable sucesión de días de mal tiempo, asegurándole que en Roma siempre hacía sol. Pero las nubes negras ya habían empezado a extenderse como una gangrena sobre el cielo dorado.
Sandra atravesó el portal de la fachada románica y renacentista y descubrió que el interior escondía un inesperado estilo gótico medieval, con algunas discutibles aportaciones barrocas. Durante unos segundos, permaneció observando las bóvedas con frescos azules decoradas con figuras de apóstoles, profetas y doctores de la Iglesia.
La basílica acababa de abrir sus puertas a los fieles. Según el calendario que colgaba en la entrada, la primera misa de la mañana no iba a celebrarse hasta las diez. Aparte de una monja que arreglaba unas flores en el altar principal, Sandra era la única visitante. Sin embargo, la presencia de la religiosa hacía que se sintiera más tranquila.
Cogió la estampa con la figura de san Raimundo de Peñafort y se encaminó en busca del cuadro en perfecta soledad. Bordeó las capillas a lo largo de la nave. La iglesia albergaba unas veinte en total. Todas ellas suntuosas. Adornadas con diaspro rojo, tan veteado y palpitante que parecía cobrar vida, y mármol polícromo, que en ocasiones caía ligero como un paño de tela, formando suaves curvas de piedra, o se encarnaba en esculturas sacras de piel de marfil, lisa y luminosa.
La capilla que le interesaba era la última, al fondo a la derecha. La más pobre.
Sin frisos, embutida en un rincón oscuro, medía como máximo quince metros cuadrados. No había mármoles preciosos que revistieran la pared de obra, ennegrecida por el hollín. Sólo lucía una serie de monumentos funerarios.
Sandra cogió el móvil con la intención de fotografiarla, siguiendo el procedimiento habitual. De lo general a lo particular. Empezó a disparar desde arriba hacia abajo. Dedicó una especial atención a las obras que había en la capilla.
San Raimundo de Peñafort, con su hábito de dominico, estaba representado junto a san Pablo en el retablo que se erguía en el altar central. A la izquierda, había un cuadro al óleo con santa Lucía y santa Ágata. Pero a Sandra le impresionó especialmente el fresco que estaba a la derecha de la capilla.
Cristo juez entre dos ángeles.
Debajo se encontraban hacinadas numerosas velas votivas. Pequeñas llamas que danzaban al unísono con la mínima brisa conferían al angosto espacio un colorido rojizo.
Sandra fotografiaba aquellas obras con la esperanza de que le aportaran la respuesta prometida, del mismo modo que le había ocurrido con el cuadro del
Martirio de san Mateo
en San Luigi dei Francesi. Estaba segura de que a través del filtro de un objetivo fotográfico todo le parecería más claro, al igual que le sucedía cuando intervenía con el equipo científico en la escena de un crimen. Sin embargo, no conseguía deshacer el enigma. Era la segunda vez que le pasaba esa mañana, después de descubrir el misterioso número de móvil memorizado en la centralita del hotel, cuyas últimas cifras, lamentablemente, desconocía. Era descorazonador saber que se estaba tan cerca de una verdad y no se podía dar el paso último y definitivo.
¿Era posible que entre las fotos de David no hubiera nada que remitiera a ese lugar?
Volvió a pensar en las dos imágenes que quedaban. Dejando de lado una vez más la que estaba oscura, se concentró en la otra. David aparecía delante del espejo de la habitación del hotel, con el torso desnudo. Con una mano se fotografiaba, con la otra saludaba al objetivo. Podía parecer un posado alegre, pero a causa de su expresión seria no había nada divertido en la imagen.
Mientras pensaba en ello, dejó de sacar fotos y se concentró en los objetos que tenía entre las manos. Móvil y foto, hasta ahora no los había puesto uno junto al otro. Foto y móvil.
—No —dijo, como si la hubiera asaltado la más estúpida de las intuiciones—. No puede ser.
La solución estaba al alcance de la mano y no la había visto hasta entonces. Buscó en el bolso la hoja con el número de móvil que le habían entregado en el hotel.
0039 328 39 567 XXX
David no estaba saludando al espejo. Lo que estaba haciendo con la mano levantada era comunicarle un número. Exactamente el que faltaba en el registro telefónico. Sandra compuso la secuencia en el móvil, sustituyendo las X que ocultaban las últimas cifras con la serie «555».
Esperó.
Fuera, el cielo estaba de nuevo cubierto. Una luz cenicienta penetraba furtivamente en la basílica a través de las vidrieras. Arrastrándose por las naves, había colmado cada esquina, cada recoveco.
La señal del otro lado de la línea daba llamada.
Un instante después, oyó sonar un móvil en el eco de la iglesia.
No podía tratarse de un fortuito sincronismo. Estaba allí. Y estaba observándola.
Después de tres llamadas, el sonido cesó y también se cortó la línea. Sandra se volvió hacia el altar principal para comprobar si la monja que había visto al llegar estaba todavía allí. Pero no la vio. Entonces miró a su alrededor, esperando que una presencia se manifestara. No sucedió. Comprendió que estaba en peligro un instante antes de que un silbido cortara el aire por encima de su cabeza e impactara en la pared. Reconoció el disparo silenciado y se agachó, dirigiendo la mano a su pistola reglamentaria. Todos sus sentidos estaban alerta, pero no podía impedir que su corazón latiera aterrorizado. Un segundo proyectil falló por pocos metros. No era capaz de establecer la posición del francotirador, pero estaba segura de que allí donde estaba no podía alcanzarla. Sin embargo, aprovechando su invisibilidad, en seguida cambiaría de lugar para tener mejor ángulo.
Tenía que apartarse de allí.
Extendió el arma ante ella y giró sobre sus talones, como le habían enseñado en la academia, cubriendo con la mirada el área circundante. Identificó otra salida a pocos metros de donde se encontraba. Para alcanzarla, tendría que aprovechar el escudo que le ofrecían las columnas de la nave.
Se había equivocado al confiar en la estampa. ¿Cómo había podido cometer una ligereza similar con el asesino de David todavía dando vueltas?
Se dio diez segundos de tiempo para llegar a la salida. Empezó a contar y, al mismo tiempo, saltó hacia adelante. Uno, ningún disparo. Dos, llevaba un par de metros de ventaja. Tres, la débil luz de una vidriera la asaltó por un momento. Cuatro, de nuevo estaba al abrigo de la penumbra. Cinco, faltaban pocos pasos, podría conseguirlo en menos tiempo. Seis y siete, sintió que la aferraban por la espalda, alguien la atrajo hacia una de las capillas. Ocho, nueve y diez, era una fuerza imprevista y no conseguía oponer resistencia. Once, doce y trece, se revolvió, luchando e intentando liberarse de aquel abrazo. Catorce, lo consiguió, pero por poco tiempo. Se le cayó la pistola y ella, en la desesperada tentativa de reemprender la huida, resbaló. Quince, se dio cuenta que iba a golpearse la cabeza contra el pavimento de mármol y, con una especie de sexto sentido, notó el dolor un instante antes de tocar el suelo. Extendió los brazos hacia adelante para frenar la caída, pero fue inútil. Lo único que pudo hacer fue girar la cabeza para mitigar el golpe con el perfil de la cara. La mejilla golpeó el frío suelo, que en un momentó se volvió ardiente. Una punzada la recorrió como un calambre eléctrico. Dieciséis, sus ojos estaban abiertos, pero sintió que ya había perdido el sentido. Era una situación extraña, en la que estaba ausente de sí misma y presente a la vez. Diecisiete, notó dos manos que la aferraban por la espada.