—Pues claro —correspondió él, repentinamente colaborador. Y le permitió el paso.
Entraron en un salón ricamente adornado con frescos, de altos techos adamascados, en el que había seis escritorios con otros tantos ordenadores. Todo el archivo se encontraba allí. Habían introducido las fichas en papel en una base de datos que se encontraba en un servidor dos pisos más abajo, en los sótanos.
El edificio de la comisaría se remontaba al siglo XIX. Era como trabajar en el interior de una obra de arte. «Una de las ventajas de Roma», consideró Sandra mientras se permitía echar una mirada hacia arriba.
Se sentó en uno de los terminales, los demás estaban vacíos. La única luz procedía de la lámpara que tenía al lado y a su alrededor se había creado una agradable penumbra. En aquel silencio, cualquier ruido resonaba en las paredes, mientras que fuera empezaba a oírse el fragor de una nueva tormenta.
Se concentró en el ordenador que tenía delante. Su colega pelirrojo empleó pocos minutos en explicarle cómo acceder al sistema. Una vez que le hubo proporcionado los códigos de seguridad provisionales, se volatilizó.
Sandra sacó del bolso la vieja agenda de David con las tapas de piel. Su marido pasó tres semanas en Roma y, en las páginas correspondientes a ese período, se podía contar una veintena de direcciones apuntadas y luego marcadas en un plano de la ciudad. Para eso le servía la radio que tenía sintonizada en la frecuencia de la policía. Cada vez que la central operativa avisaba de un crimen a las unidades, David, presumiblemente, se dirigía al lugar.
¿Por qué? ¿Qué estaba buscando?
Sandra localizó la página de la agenda en la que aparecía la primera dirección y la introdujo junto a la fecha en el motor de búsqueda del archivo. Pasaron pocos segundos antes de que el veredicto apareciera en la pantalla.
«Via Erode Attico. Homicidio de una mujer a manos de su pareja.»
Abrió el archivo y leyó el breve resumen del informe. Se trataba de una pelea doméstica que había acabado mal. El hombre, un italiano, apuñaló a su compañera peruana y huyó. Todavía había orden de captura contra él. Sin comprender el motivo por el cual David se había interesado por ese hecho, Sandra decidió introducir una nueva dirección, junto a la fecha, en el motor de búsqueda.
«Via dell’Assunzione. Robo y homicidio no intencionado.»
Una anciana había sufrido una agresión en su casa. Los ladrones la ataron y amordazaron, y la mujer murió ahogada. Por mucho que se esforzara, Sandra no conseguía ver la relación con lo ocurrido en la via Erode Attico. Tanto los lugares como los protagonistas eran distintos, así como las circunstancias en que se habían gestado aquellas muertes violentas. Siguió adelante: otra dirección, otra fecha.
«Corso Trieste. Homicidio a consecuencia de una reyerta.»
Había ocurrido de noche, en una parada de autobús. Dos desconocidos llegaron a las manos por alguna nadería. Después, uno de los dos sacó una navaja.
«Y, ahora, ¿qué tiene esto que ver?», se preguntó, cada vez más frustrada.
No pudo encontrar ningún nexo entre los tres episodios, ni tampoco con los que analizaba a medida que continuaba con la búsqueda. Todos ellos eran delitos de sangre con una o más víctimas. Un extraño mapa de crímenes. Algunos se habían resuelto, otros todavía no.
Sin embargo, todos contaban con documentación fotográfica.
Su trabajo se basaba en comprender la escena del crimen a través de las imágenes, por eso no era buena estudiando los informes mediante la lectura de los documentos escritos. Prefería una aproximación visual y, dado que existía un conjunto de fotografías de los distintos casos, decidió concentrarse en las tomas realizadas por sus compañeros fotógrafos.
El examen no era sencillo: veinte homicidios implicaban centenares de fotos. Empezó a mirarlas en el monitor. Sin poder determinar el objeto de la investigación, necesitaría días, y David ya no había dejado más indicaciones.
«Ostras, Fred, ¿por qué todo este misterio? ¿No podías escribirme una carta con las instrucciones? ¿Tan difícil era, cariño mío?»
Estaba nerviosa, hambrienta, llevaba más de veinticuatro horas despierta y, desde que había llegado a comisaría, estaba deseando ir al baño. En el último día, un funcionario de la Interpol había minado la confianza que tenía en su marido, había descubierto que David no murió en un accidente, sino que lo habían matado, el asesino la había amenazado transformando una canción que estaba unida al recuerdo más bello de su vida en un macabro canto fúnebre.
Decididamente, era demasiado para un solo día.
Fuera empezó a llover. Sandra se abandonó, apoyando la cabeza en la mesa. Cerró los ojos y, por un instante, dejó de pensar. Sentía sobre ella el peso de una enorme responsabilidad. Hacer justicia nunca era sencillo, por eso había escogido su profesión. Pero una cosa era formar parte del engranaje, aportar un grano de arena con su trabajo, y otra bien distinta que el resultado dependiera únicamente de ella.
«No puedo hacerlo», se dijo.
En ese momento, su móvil comenzó a vibrar. El ruido resonó en la sala vacía, y ella se sobresaltó.
—Soy De Michelis. Lo sé todo.
Por un instante temió que hubieran informado a su superior de que había utilizado indebidamente su nombre y se encontraba allí sin un motivo oficial.
—Puedo explicártelo —dijo ella en seguida.
—¿Cómo…? No, espera un momento déjame hablar. ¡He encontrado el cuadro!
La euforia en la voz del inspector tuvo el poder de calmarla.
—El niño que huye horrorizado es uno de los personajes de una pintura de Caravaggio:
El martirio de san Mateo.
Sandra confiaba en que ese detalle le aclararía las cosas. Se esperaba más, pero no tuvo el valor de apagar el entusiasmo de De Michelis.
—Fue pintado entre 1600 y 1601. Se lo habían encargado como fresco, pero luego el artista optó por un óleo sobre tela. Forma parte de un ciclo pictórico sobre san Mateo, junto con
Inspiración
y
Vocación.
Las tres pinturas se encuentran en Roma, colocadas en la Capilla Contarelli de la iglesia de San Luigi dei Francesi.
Pero todo eso no la ayudaba y no era suficiente. Necesitaba saber más. Abrió el navegador y buscó el cuadro entre las imágenes de Google.
Le apareció en la pantalla.
Representaba la escena en que asesinaban a san Mateo. Su verdugo lo miraba con odio, blandiendo una espada. El santo se encontraba tirado en el suelo. Trataba de detener a su asesino con un brazo, pero tenía el otro caído a un lado, casi aceptando el martirio que lo esperaba. A su alrededor había otros personajes, entre los que se hallaba el niño horrorizado.
—Una curiosidad sobre el cuadro —añadió De Michelis—. Caravaggio se pintó a sí mismo entre los que asisten a la escena.
Sandra reconoció el autorretrato del artista, arriba a la izquierda. De repente tuvo una intuición.
El cuadro representa la escena de un crimen.
—De Michelis, tengo que dejarte.
—Pero cómo, ¿ni siquiera vas a decirme cómo te va?
—Va todo bien, tranquilo.
El inspector dijo algo entre dientes.
—Te llamo mañana. Y gracias, eres un amigo.
Colgó sin esperar a que él contestara. Era demasiado importante. Ahora sabía qué buscar.
El procedimiento fotográfico de la policía preveía que, además de la escena del crimen, se inmortalizaran otras situaciones. El estado de los lugares y, sobre todo en los casos en que el responsable todavía no se hallaba en manos de la justicia, a la muchedumbre de curiosos que por lo general se agolpaba detrás del cordón policial. De hecho, podía suceder que, confundido entre los ciudadanos anónimos, se encontrara el artífice del crimen asistiendo al curso de las investigaciones.
La máxima según la cual el asesino regresa siempre al lugar del delito a veces funcionaba. Se había capturado a bastantes gracias a esa argucia.
Sandra hizo una selección de las fotos de los veinte crímenes anotados por David en la agenda y se concentró en buscar un rostro entre los curiosos que aparecían sólo en ese tipo de tomas. Alguien que, como Caravaggio en el cuadro, ocultaba su identidad entre la multitud.
Se detuvo en el homicidio de una prostituta: la foto representaba el momento en que se sacaba el cuerpo del estanque del EUR. Unos hombres se encargaban de arrastrarlo hacia la orilla. La ropa escueta y colorida de la mujer desentonaba con el gris de la muerte, que ya había cubierto como una pátina su joven piel. En la expresión del rostro, Sandra creyó atisbar angustia y vergüenza por esa exposición a la impúdica luz del día y por el examen al que la sometían las miradas de un puñado de espectadores. Sandra podía imaginar sus comentarios hirientes. «Se lo ha buscado. Si hubiera escogido otra vida, no habría acabado así.»
Entonces lo vio. El hombre quedaba un poco apartado de los demás. Estaba en la acera y de su mirada no se desprendía ningún juicio. Era neutra, directa al centro de la escena, mientras el personal de la funeraria se disponía a llevarse el cadáver.
Sandra reconoció en seguida ese rostro. El mismo hombre de la quinta foto de la Leica. Vestido de oscuro, con la cicatriz en la sien.
«¿Eres tú, hijo de puta? ¿Fuiste tú quien empujó a mi David al vacío?»
Siguió buscándolo, confiando en que lo encontraría en otros escenarios. De hecho, apareció en tres ocasiones más. Siempre entre la gente, permanentemente aparte.
David esperaba encontrarlo en los lugares donde se había producido un delito de sangre. Por eso tenía la radio sintonizada en la frecuencia de la policía y las direcciones en la agenda y en el mapa de la ciudad.
¿Por qué estaba investigándolo? ¿Quién era ese hombre? ¿De qué modo estaba implicado en aquellas muertes violentas? ¿Y en la de David?
Ahora Sandra ya sabía qué hacer: tenía que encontrarlo. Pero ¿dónde? Tal vez ella también debería usar el mismo método: esperar las llamadas de la central a las unidades a través de la emisora y acudir corriendo al lugar.
Inesperadamente, empezó a ponderar un aspecto que antes no había tomado en consideración. Por el momento la pregunta no tenía relación con los hechos, pero de todos modos era una duda que exigía una respuesta.
David no había fotografiado el cuadro completo de Caravaggio, sino sólo un detalle. No tenía sentido: si estaba dirigiéndola, ¿por qué complicarle la vida?
Sandra activó de nuevo la pantalla del ordenador en la que aparecía el cuadro. David podría haber recuperado la imagen de internet, incluso fotografiarla en el monitor. Sin embargo, inmortalizando el detalle del niño, quería decirle que había estado allí en persona.
«Hay cosas que tienes que ver con tus propios ojos, Ginger.»
Recordó lo que le había dicho De Michelis. El cuadro estaba en Roma, en la iglesia de San Luigi dei Francesi.
23.39 h
La primera vez que estuvo con Clemente en la escena de un crimen fue precisamente en Roma, en el EUR. La primera víctima a la que miró a los ojos era una prostituta que habían sacado del estanque. Desde entonces, había habido otros cadáveres, y todos tenían en común aquella mirada. Ocultaba una pregunta.
«¿Por qué a mí?»
Todos sentían la misma sorpresa, el mismo estupor. Incredulidad acompañada del deseo irrealizable de volver atrás, rebobinar la cinta, tener una segunda oportunidad.
Marcus estaba seguro de ello, el asombro no era por la muerte, sino por la intuición fulminante de su irreversibilidad. Aquellas víctimas no pensaban nunca: «Oh, Dios mío, estoy muriéndome.» Sino: «Oh, Dios mío, estoy muriéndome y no puedo hacer nada.»
Tal vez esa idea también pasó por su mente cuando alguien le disparó en la habitación del hotel de Praga. ¿Sintió miedo o se vio embargado por un confortable sentido de lo inevitable? La amnesia había empezado a borrarlo todo a su paso, comenzando por ese último recuerdo. La primera imagen que se clavó en su nueva memoria fue el crucifijo de madera de la pared blanca que había delante de su cama en el hospital. Estuvo observándolo durante días, preguntándose qué ocurría mientras tanto a su alrededor. La bala no había afectado a las zonas del cerebro donde residían los centros del lenguaje o del movimiento. Por eso era capaz de hablar y caminar. Pero no sabía qué decir ni adónde ir. Después apareció la sonrisa de Clemente. Aquel rostro joven e imberbe, con el pelo muy oscuro y la raya al lado, aquellos ojos buenos.
—Te he encontrado, Marcus —fueron sus primeras palabras, una esperanza, y su nombre.
Clemente no lo reconoció por su rostro, porque nunca lo había visto antes. Sólo Devok conocía su identidad, eran las normas. Clemente simplemente le había seguido la pista hasta Praga. Fue su amigo y mentor quien lo salvó, incluso una vez muerto. Aquélla fue la noticia más amarga que Marcus tuvo que aceptar. No recordaba nada de Devok, como de todo lo demás, por otra parte. Pero ahora sabía que lo habían asesinado. En aquella ocasión, Marcus comprendió que el dolor es la única emoción humana que no necesita atarse a un recuerdo. Un hijo sufrirá siempre por la pérdida de un padre, incluso si sucede antes de que él nazca o cuando es demasiado pequeño para comprender lo que significa la muerte. Raffaele Altieri era un ejemplo.
«Necesitamos la memoria sólo para ser felices», pensó Marcus.
Clemente tuvo mucha paciencia con él. Esperó a que se repusiera y luego se lo llevó a Roma. En los meses que siguieron, se ocupó de instruirlo en las pocas cosas que sabía de su pasado. Sobre su país de origen, Argentina. Sobre sus padres, que ya habían muerto. Sobre el motivo por el que estaba en Italia y, al final, sobre su labor. Clemente no lo definía como un trabajo.
Lo instruyó, igual que había hecho Devok muchos años antes. No resultó difícil, fue suficiente con hacerle entender que ciertas cosas ya estaban presentes en él, sólo tenía que hacerlas aflorar.
—Es tu talento —decía.
A veces Marcus no quería ser como era. De vez en cuando habría preferido ser normal. Pero era suficiente con mirarse a un espejo para ver que nunca lo sería, por eso los evitaba. La cicatriz era un fatal recordatorio. La persona que intentó matarlo le había dejado un souvenir en la sien, así que la muerte era algo de lo que nunca podría olvidarse. Cada vez que Marcus veía a una víctima, sabía que había pasado por la misma experiencia. Creía ser similar a ellas, estaba condenado a sentir su misma soledad.