Authors: Ernesto Sábato
Cuando llegaba a esta situación descansaba por varios días de barajar combinaciones.
AL VERLA
caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron y revolvieron en mi cabeza. Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases íntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria: "¿Tiene mucho interés en el arte?", "¿Por qué miró sólo la ventanita?", etcétera. Con más insistencia que ninguna otra, surgía una frase que yo había desechado por grosera y que en ese momento me llenaba de vergüenza y me hacía sentir aun más ridículo: "¿Le gusta Castel?".
Las frases, sueltas y mezcladas, formaban un tumultuoso rompecabezas en movimiento, hasta que comprendí que era inútil preocuparme de esa manera, recordé que era ella quien debía tomar la iniciativa de cualquier conversación. Y desde ese momento me sentí estúpidamente tranquilizado, y hasta creo que llegué a pensar, también estúpidamente: "Vamos a ver ahora cómo se las arreglará."
Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si quería darle al menos la hipotética posibilidad de preguntarme una dirección tenía que cruzar la vereda y acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que suponerla pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección.
¿Qué haría? ¿Hasta cuándo duraría esa situación? Me sentí infinitamente desgraciado. Caminamos varías cuadras. Ella siguió caminando con decisión.
Estaba muy triste, pero tenía que seguir hasta el fin, no era posible que después de haber esperado este instante durante meses dejase escapar la oportunidad. Y el andar rápidamente mientras mi espíritu vacilaba tanto me producía una sensación singular, mi pensamiento era como un gusano ciego y torpe dentro de un automóvil a gran velocidad.
Dio vuelta en la esquina de San Martín, caminó unos pasos y entró en el edificio de la Compañía T. Comprendí que tenía que decidirme rápidamente y entré detrás, aunque sentí que en esos momentos estaba haciendo algo desproporcionado y monstruoso.
Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más audaz que yo pronunció desde mi interior esta pregunta increíblemente estúpida:
—¿Éste es el edificio de la Compañía T.?
Un cartel de varios metros de largo, que abarcaba todo el frente del edificio, proclamaba que, en efecto, ése era el edificio de la Compañía T.
No obstante, ella se dio vuelta con sencillez y me respondió afirmativamente. (Más tarde, reflexionando sobre mi pregunta y sobre la sencillez y tranquilidad con que ella me respondió, llegué a la conclusión de que, al fin y al cabo, sucede que muchas veces uno no ve carteles demasiado grandes; y que, por lo tanto, la pregunta no era tan irremediablemente estúpida como había pensado en los primeros momentos).
Pero en seguida, al mirarme, se sonrojó tan intensamente, que comprendí me había reconocido. Una variante que jamás había pensado y sin embargo muy lógica, pues mi fotografía había aparecido muchísimas veces en revistas y diarios.
Me emocioné tanto que sólo atiné a otra pregunta desafortunada; le dije bruscamente:
—¿Por qué se sonroja?
Se sonrojó aún más e iba a responder quizá algo cuando, ya completamente perdido el control, agregué atropelladamente:
—Usted se sonroja porque me ha reconocido. Y usted cree que esto es una casualidad, pero no es una casualidad, nunca hay casualidades. He pensado en usted varios meses. Hoy la encontré por la calle y la seguí. Tengo algo importante que preguntarle, algo referente a la ventanita, ¿comprende?
Ella estaba asustada:
—¿La ventanita? —balbuceó—. ¿Qué ventanita?
Sentí que se me aflojaban las piernas. ¿Era posible que no la recordara? Entonces no le había dado la menor importancia, la había mirado por simple curiosidad. Me sentí grotesco y pensé vertiginosamente que todo lo que había pensado y hecho durante esos meses (incluyendo esta escena) era el colmo de la desproporción y del ridículo, una de esas típicas construcciones imaginarias mías, tan presuntuosas como esas reconstrucciones de un dinosaurio realizadas a partir de una vértebra rota.
La muchacha estaba próxima al llanto. Pensé que el mundo se me venía abajo, sin que yo atinara a nada tranquilo o eficaz. Me encontré diciendo algo que ahora me avergüenza escribir .
—Veo que me he equivocado. Buenas tardes.
Salí apresuradamente y caminé casi corriendo en una dirección cualquiera. Habría caminado una cuadra cuando oí detrás una voz que me decía:
—¡Señor, señor!
Era ella, que me había seguido sin animarse a detenerme. Ahí estaba y no sabía cómo justificar lo que había pasado. En voz baja, me dijo:
—Perdóneme, señor... Perdone mi estupidez... Estaba tan asustada...
El mundo había sido, hacía unos instantes, un caos de objetos y seres inútiles. Sentí que volvía a rehacer y a obedecer a un orden. La escuché mudo.
—No advertí que usted preguntaba por la escena del cuadro —dijo temblorosamente.
Sin darme cuenta, la agarré de un brazo.
—¿Entonces la recuerda?
Se quedó un momento sin hablar, mirando al suelo. Luego dijo con lentitud:
—La recuerdo constantemente.
Después sucedió algo curioso, pareció arrepentirse de lo que había dicho porque se volvió bruscamente y echó casi a correr. Al cabo de un instante de sorpresa corrí tras ella, hasta que comprendí lo ridículo de la escena; miré entonces a todos lados y seguí caminando con paso rápido pero normal. Esta decisión fue determinada por dos reflexiones: primero, que era grotesco que un hombre conocido corriera por la calle detrás de una muchacha; segundo,
que no era necesario
. Esto último era lo esencial, podría verla en cualquier momento, a la entrada o a la salida de la oficina. ¿A qué correr como loco? Lo importante, lo verdaderamente importante, era que recordaba la escena de la ventana: "La recordaba constantemente." Estaba contento, me hallaba capaz de grandes cosas y solamente me reprochaba el haber perdido el control al pie del ascensor y ahora, otra vez, al correr como un loco detrás de ella, cuando era evidente que podría verla en cualquier momento en la oficina.
"
¿EN LA OFICINA
?", me pregunté de pronto en voz alta, casi a gritos, sintiendo que las piernas se me aflojaban de nuevo. ¿Y quién me había dicho que trabajaba en esa oficina? ¿Acaso sólo entra en una oficina la gente que trabaja allí? La idea de perderla por varios meses más, o quizá para siempre, me produjo un vértigo y ya sin reflexionar sobre las conveniencias corrí como un desesperado; pronto me encontré en la puerta de la Compañía T. y ella no se veía por ningún lado. ¿Habría tomado ya el ascensor? Pensé interrogar al ascensorista, pero ¿cómo preguntarle? Podían haber subido ya muchas mujeres y tendría entonces que especificar detalles: ¿qué pensaría el ascensorista? Caminé un rato por la vereda, indeciso. Luego crucé a la otra vereda y examiné el frente del edificio, no comprendo por qué. ¿Quizá con la vaga esperanza de ver asomarse a la muchacha por una ventana? Sin embargo era absurdo pensar que pudiera asomarse para hacerme señas o cosas por el estilo. Sólo vi el gigantesco cartel que decía:
COMPAÑÍA T.
Juzgué a ojo que debería abarcar unos veinte metros de frente; este cálculo aumentó mi malestar. Pero ahora no tenía tiempo de entregarme a ese sentimiento: ya me torturaría más tarde, con tranquilidad. Por el momento no vi otra solución que entrar. Enérgicamente, penetré en el edificio y esperé que bajara el ascensor; pero a medida que bajaba noté que mi decisión disminuía, al mismo tiempo que mi habitual timidez crecía tumultuosamente. De modo que cuando la puerta del ascensor se abrió ya tenía perfectamente decidido lo que debía hacer:
no diría una sola palabra
. Claro que, en ese caso, ¿para qué tomar el ascensor? Resultaba violento, sin embargo, no hacerlo, después de haber esperado visiblemente en compañía de varias personas. ¿Cómo se interpretaría un hecho semejante? No encontré otra solución que tomar el ascensor, manteniendo, claro, mi punto de vista de
no pronunciar una sola palabra
; cosa perfectamente factible y hasta más normal que lo contrario: lo corriente es que nadie tenga la obligación de hablar en el interior de un ascensor, a menos que uno sea amigo del ascensorista, en cuyo caso es natural preguntarle por el tiempo o por el hijo enfermo. Pero como yo no tenía ninguna relación y en verdad jamás hasta ese momento había visto a ese hombre, mi decisión de no abrir la boca no podía producir la más mínima complicación. El hecho de que hubiera varias personas facilitaba mi trabajo, pues lo hacía pasar inadvertido.
Entré tranquilamente al ascensor, pues, y las cosas ocurrieron como había previsto, sin ninguna dificultad; alguien comentó con el ascensorista el calor húmedo y este comentario aumentó mi bienestar, porque confirmaba mis razonamientos. Experimenté una ligera nerviosidad cuando dije "octavo", pero sólo podría haber sido notada por alguien que estuviera enterado de los fines que yo perseguía en ese momento.
Al llegar al piso octavo, vi que otra persona salía conmigo, lo que computaba un poco la situación; caminando con lentitud esperé que el otro entrara en una de las oficinas mientras yo todavía caminaba a lo largo del pasillo. Entonces respiré tranquilo; di unas vueltas por el corredor, fui hasta el extremo, miré el panorama de Buenos Aires por una ventana, me volví y llamé por fin el ascensor. Al poco rato estaba en la puerta del edificio sin que hubiera sucedido ninguna de las escenas desagradables que había temido (preguntas raras del ascensorista, etcétera). Encendí un cigarrillo y no había terminado de encenderlo cuando advertí que mi tranquilidad era bastante absurda: era cierto que no había pasado nada desagradable, pero también era cierto que
no había pasado nada en absoluto
. En otras palabras más crudas: la muchacha estaba perdida, a menos que trabajase regularmente en esas oficinas; pues si había entrado para hacer una simple gestión podía ya haber subido y bajado, desencontrándose conmigo. "Claro que —pensé— si ha entrado por una gestión es también posible que no la haya terminado en tan corto tiempo." Esta reflexión me animó nuevamente y decidí esperar al pie del edificio.
Durante una hora estuve esperando sin resultado. Analicé las diferentes posibilidades que se presentaban:
1. La gestión era larga; en ese caso había que seguir esperando.
2. Después de lo que había pasado, quizá estaba demasiado excitada y habría ido a dar una vuelta antes de hacer la gestión; también correspondía esperar.
3. Trabajaba allí; en este caso había que esperar hasta la hora de salida.
"De modo que esperando hasta esa hora —razoné— enfrento las tres posibilidades."
Esta lógica me pareció de hierre y me tranquilizó bastante para decidirme a esperar con serenidad en el café de la esquina, desde cuya vereda podía vigilar la salida de la gente. Pedí cerveza y miré el reloj: eran las tres y cuarto.
A medida que fue pasando el tiempo me fui afirmando en la última hipótesis: trabajaba allí. A las seis me levanté, pues me parecía mejor esperar en la puerta del edificio: seguramente saldría mucha gente de golpe y era posible que no la viera desde el café.
A las seis y minutos empezó a salir el personal.
A las seis y media habían salido casi todos, como se infería del hecho de que cada vez raleaban más. A las siete menos cuarto no salía casi nadie: solamente, de vez en cuando, algún alto empleado; a menos que ella fuera un alto empleado ("Absurdo", pensé) o secretaria de un alto empleado ("Eso sí", pensé con una débil esperanza). A las siete todo había terminado.
MIENTRAS
volvía a mi casa profundamente deprimido, trataba de pensar con claridad. Mi cerebro es un hervidero, pero cuando me pongo nervioso las ideas se me suceden como en un vertiginoso ballet; a pesar de lo cual, o quizá por eso mismo, he ido acostumbrándome a gobernarlas y ordenarlas rigurosamente; de otro modo creo que no tardaría en volverme loco.
Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura.
O ella entró en la oficina para hacer una gestión, o trabajaba allí; no había otra posibilidad. Desde luego, esta última era la hipótesis más favorable. En este caso, al separarse de mí se habría sentido trastornada y decidiría volver a su casa. Era necesario esperarla, pues, al otro día, frente a la entrada.
Analicé luego la otra posibilidad: la gestión. Podría haber sucedido que, trastornada por el encuentro, hubiera vuelto a la casa y decidido dejar la gestión para el otro día. También en este caso correspondía esperarla en la entrada.
Estas dos eran las posibilidades favorables. La otra era terrible: la gestión había sido hecha mientras yo llegaba al edificio y durante mi aventura de ida y vuelta en el ascensor. Es decir, que nos habíamos cruzado sin vernos. El tiempo de todo este proceso era muy breve y era muy improbable que las cosas hubieran sucedido de este modo, pero era posible: bien podía consistir la famosa gestión en entregar una carta, por ejemplo. En tales condiciones creí inútil volver al otro día a esperar.
Había, sin embargo, dos posibilidades favorables y me aferré a ellas con desesperación.
Llegué a mi casa con una mezcla de sentimientos. Por un lado, cada vez que pensaba en la frase que ella había dicho ("La recuerdo constantemente"), mi corazón latía con violencia y sentí que se me abría una oscura pero vasta y poderosa perspectiva; intuí que una gran fuerza, hasta ese momento dormida, se desencadenaría en mí. Por otro lado imaginé que podía pasar mucho tiempo antes de volver a encontrarla. Era necesario encontrarla. Me encontré diciendo en alta voz, varias veces: "¡Es necesario, es necesario!"
AL OTRO DÍA
, temprano, estaba ya parado frente a la puerta de entrada de las oficinas de T. Entraron todos los empleados, pero ella no apareció: era claro que no trabajaba allí, aunque restaba la débil hipótesis de que hubiera enfermado y no fuese a la oficina por varios días.
Quedaba, además, la posibilidad de la gestión, de manera que decidí esperar toda la mañana en el café de la esquina.