El túnel (10 page)

Read El túnel Online

Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Demasiado original para mi gusto —comentó Mimí—. ¿Y cómo concluye? ¿No decías que debía haber un cuarto asesinato?

—La conclusión es evidente —dijo Hunter, con pereza—: el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo
detective
, como en un vulgar asesinato. ¿No te gusta?

—Me parece divertido. Pero una cosa es contarla así y otra escribir la novela.

—En efecto —admitió Hunter, con tranquilidad.

Después la mujer empezó a hablar de un quiromántico que había conocido en Mar del Plata y de una señora vidente. Hunter hizo un chiste y Mimí se enojó:

—Te imaginarás que tiene que ser algo serio —dijo—. El marido es profesor en la facultad de ingeniería.

Siguieron discutiendo de telepatía y yo estaba desesperado porque María no aparecía. Cuando los volví a atender, estaban hablando del estatuto del peón.

—Lo que pasa —dictaminó Mimí, empuñando la boquilla como una batuta— es que la gente no quiere trabajar más.

Hacia el final de la conversación tuve una repentina iluminación que me disipó la inexplicable tristeza: intuí que la tal Mimí había llegado a último momento y que María no bajaba para no tener que soportar las opiniones (que seguramente conocía hasta el cansancio) de Mimí y su primo. Pero ahora que recuerdo, esta intuición no fue completamente irracional sino la consecuencia de unas palabras que me había dicho el chofer mientras íbamos a la estancia y en las que yo no puse al principio ninguna atención; algo referente a una prima del señor que acababa de llegar de Mar del Plata, para tomar el té. La cosa era clara: María, desesperada por la llegada repentina de esa mujer, se había encerrado en su dormitorio pretextando una indisposición; era evidente que no podía soportar a semejantes personajes. Y el sentir que mi tristeza se disipaba con esta deducción me iluminó bruscamente la causa de esa tristeza: al llegar a la casa y ver que Hunter y Mimí eran unos hipócritas y unos frívolos, la parte más superficial de mi alma se alegró, porque veía de ese modo que no había competencia posible en Hunter; pero mi capa más profunda se entristeció al pensar (mejor dicho,
al sentir)
que María formaba también parte de ese círculo y que, de alguna manera, podría tener atributos parecidos.

XXV

CUANDO
nos levantamos de la mesa para caminar por el parque, vi que María se acercaba a nosotros, lo que confirmaba mi hipótesis: había esperado ese momento para acercársenos, evitando la absurda conversación en la mesa.

Cada vez que María se aproximaba a mí en medio de otras personas, yo pensaba: "Entre este ser maravilloso y yo hay un vínculo secreto" y luego, cuando analizaba mis sentimientos, advertía que ella había empezado a serme indispensable (como alguien que uno encuentra en una isla desierta) para convertirse más tarde, una vez que el temor de la soledad absoluta ha pasado, en una especie de lujo que me enorgullecía, y era en esta segunda fase de mi amor en que habían empezado a surgir mil dificultades; del mismo modo que cuando alguien se está muriendo de hambre acepta cualquier cosa, incondicionalmente, para luego, una vez que lo más urgente ha sido satisfecho, empezar a quejarse crecientemente de sus defectos e inconvenientes. He visto en los últimos años emigrados que llegaban con la humildad de quien ha escapado a los campos de concentración, aceptar cualquier cosa para vivir y alegremente desempeñar los trabajos más humillantes; pero es bastante extraño que a un hombre no le baste con haber escapado a la tortura y a la muerte para vivir contento: en cuanto empieza a adquirir nueva seguridad, el orgullo, la vanidad y la soberbia, que al parecer habían sido aniquilados para siempre, comienzan a reaparecer, como animales que hubieran huido asustados; y en cierto modo a reaparecer con mayor petulancia, como avergonzados de haber caído hasta ese punto. No es difícil que en tales circunstancias se asista a actos de ingratitud y de desconocimiento.

Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, pienso que hubo algo de eso en mis relaciones con María y siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.

En ese momento, al ver venir a María, ese orgulloso sentimiento estaba casi abolido por una sensación de culpa y de vergüenza provocada por el recuerdo de la atroz escena en mi taller, de mi estúpida, cruel y hasta vulgar acusación de "engañar a un ciego". Sentí que mis piernas se aflojaban y que el frío y la palidez invadían mi rostro. ¡Y encontrarme así, en medio de esa gente! ¡Y no poder arrojarme humildemente para que me perdonase y calmase el horror y el desprecio que sentía por mí mismo!

María, sin embargo, no pareció perder el dominio y yo comencé inmediatamente a sentir que la vaga tristeza de esa tarde comenzaba a poseerme de nuevo.

Me saludó con una expresión muy medida, como queriendo probar ante los dos primos que entre nosotros no había más que una simple amistad. Recordé, con un malestar de ridículo, una actitud que había tenido con ella unos días antes. En uno de esos arrebatos de desesperación, le había dicho que algún día quería, al atardecer, mirar, desde una colina, las torres de San Gemignano. Me miró con fervor y me dijo: "¡Qué maravilloso, Juan Pablo!" Pero cuando le propuse que nos escapásemos esa misma noche, se espantó, su rostro se endureció y dijo, sombríamente: "No tenemos derecho a pensar en nosotros solos. El mundo es muy complicado." Le pregunté qué quería decir con eso. Me respondió, con acento aún más sombrío: "La felicidad está rodeada de dolor." La dejé bruscamente, sin saludarla. Más que nunca, sentí que jamás llegaría a unirme con ella en forma total y que debía resignarme a tener frágiles momentos de comunión, tan melancólicamente inasibles como el recuerdo de ciertos sueños, o como la felicidad de algunos pasajes musicales.

Y ahora llegaba y controlaba cada movimiento, calculaba cada palabra, cada gesto de su cara. ¡Hasta era capaz de sonreír a esa otra mujer!

Me preguntó si había traído las manchas.

—¡Qué manchas! —exclamé con rabia, sabiendo que malograba alguna complicada maniobra, aunque fuera en favor nuestro.

—Las manchas que prometió mostrarme —insistió con tranquilidad absoluta—. Las manchas del puerto.

La miré con odio, pero ella mantuvo serenamente mi mirada y, por un décimo de segundo, sus ojos se hicieron blandos y parecieron decirme: "Compadéceme de todo eso." ¡Querida, querida María! ¡Cómo sufrí por ese instante de ruego y de humillación! La miré con ternura y le respondí:

—Claro que las traje. Las tengo en el dormitorio.

—Tengo mucha ansiedad por verlas —dijo, nuevamente con la frialdad de antes.

—Podemos verlas ahora mismo —comenté adivinando su idea.

Temblé ante la posibilidad de que se nos uniera Mimí. Pero María la conocía más que yo, de modo que añadió en seguida algunas palabras que impedían cualquier intento de entrometimiento:

—Volvemos pronto —dijo.

Y apenas pronunciadas, me tomó del brazo con decisión y me condujo hacia la casa. Observé fugazmente a los que quedaban y me pareció advertir un relámpago intencionado en los ojos con que Mimí miró a Hunter.

XXVI

PENSABA
quedarme varios días en la estancia pero sólo pasé una noche. Al día siguiente de mi llegada, apenas salió el sol, escapé a pie, con la valija y la caja. Esta actitud puede parecer una locura, pero se verá hasta qué punto estuvo justificada.

Apenas nos separamos de Hunter y Mimí, fuimos adentro, subimos a buscar las presuntas manchas y finalmente bajamos con mi caja de pintura y una carpeta de dibujos, destinada a simular las manchas. Este truco fue ideado por María.

Los primos habían desaparecido, de todos modos. María comenzó entonces a sentirse de excelente humor, y cuando caminamos a través del parque, hacia la costa, tenía verdadero entusiasmo. Era una mujer diferente de la que yo había conocido hasta ese momento, en la tristeza de la ciudad: más activa, más vital. Me pareció, también, que aparecía en ella una sensualidad desconocida para mí, una sensualidad de los colores y olores: se entusiasmaba extrañamente (extrañamente para mí, que tengo una sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación) con el color de un tronco, de una hoja seca, de un bichito cualquiera, con la fragancia del eucalipto mezclada al olor del mar. Y lejos de producirme alegría, me entristecía y desesperanzaba, porque intuía que esa forma de María me era casi totalmente ajena y que, en cambio, de algún modo debía pertenecer a Hunter o a algún otro.

La tristeza fue aumentando gradualmente; quizá también a causa del rumor de las olas, que se hacía a cada instante más perceptible. Cuando salimos del monte y apareció ante mis ojos el cielo de aquella costa, sentí que esa tristeza era ineludible; era la misma de siempre ante la belleza, o por lo menos ante cierto género de belleza. ¿Todos sienten así o es un defecto más de mi desgraciada condición?

Nos sentamos sobre las rocas y durante mucho tiempo estuvimos en silencio, oyendo el furioso batir de las olas abajo, sintiendo en nuestros rostros las partículas de espuma que a veces alcanzaban hasta lo alto del acantilado. El cielo, tormentoso, me hizo recordar el del Tintoretto en el salvamento del sarraceno.

—Cuántas veces —dijo María— soñé compartir con vos este mar y este cielo.

Después de un tiempo, agregó:

—A veces me parece como si esta escena la hubiéramos vivido siempre juntos. Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. Desde aquel día pensé constantemente en vos, te soñé muchas veces acá, en este mismo lugar donde he pasado tantas horas de mi vida. Un día hasta pensé en buscarte y confesártelo. Pero tuve miedo de equivocarme, como me había equivocado una vez, y esperé que de algún modo fueras vos el que buscara. Pero yo te ayudaba intensamente, te llamaba cada noche, y llegué a estar tan segura de encontrarte que cuando sucedió, al pie de aquel absurdo ascensor, quedé paralizada de miedo y no pude decir nada más que una torpeza. Y cuando huiste, dolorido por lo que creías una equivocación, yo corrí detrás como una loca. Después vinieron aquellos instantes de la plaza San Martín, en que creías necesario explicarme cosas, mientras yo trataba de desorientarte, vacilando entre la ansiedad de perderte para siempre y el temor de hacerte mal. Trataba de desanimarte, sin embargo, de hacerte pensar que no entendía tus medias palabras, tu mensaje cifrado.

Yo no decía nada. Hermosos sentimientos y sombrías ideas daban vueltas en mi cabeza, mientras oía su voz, su maravillosa voz. Fui cayendo en una especie de encantamiento. La caída del sol iba encendiendo una fundición gigantesca entre las nubes del poniente. Sentí que ese momento mágico no se volvería a repetir
nunca
. "Nunca más, nunca más", pensé, mientras empecé a experimentar el vértigo del acantilado y a pensar qué fácil sería arrastrarla al abismo, conmigo.

Oí fragmentos: "Dios mío... muchas cosas en esta eternidad que estamos juntos... cosas horribles... no sólo somos este paisaje, sino pequeños seres de carne y huesos, llenos de fealdad, de insignificancia..."

El mar se había ido transformando en un oscuro monstruo. Pronto, la oscuridad fue total y el rumor de las olas allá abajo adquirió sombría atracción: ¡Pensar que era tan fácil! Ella decía que éramos seres llenos de fealdad e insignificancia; pero, aunque yo sabía hasta qué punto era yo mismo capaz de cosas innobles, me desolaba el pensamiento de que también ella podía serlo, que
seguramente
lo era. ¿Cómo? —pensaba—, ¿con quiénes, cuándo? Y un sordo deseo de precipitarme sobre ella y destrozarla con las uñas y de apretar su cuello hasta ahogarla y arrojarla al mar iba creciendo en mí. De pronto oí otros fragmentos de frases: hablaba de un primo, Juan o algo así; habló de la infancia en el campo; me pareció oír algo de hechos "tormentosos y crueles", que habían pasado con ese otro primo. Me pareció que María me había estado haciendo una preciosa confesión y que yo, como un estúpido, la había perdido.

—¡Qué hechos, tormentosos y crueles! —grité.

Pero, extrañamente, no pareció oírme: también ella había caído en una especie de sopor, también ella parecía estar sola.

Pasó un largo tiempo, quizá media hora.

Después sentí que acariciaba mi cara, como lo había hecho en otros momentos parecidos. Yo no podía hablar. Como con mi madre cuando chico, puse la cabeza sobre su regazo y así quedamos un tiempo quieto, sin transcurso, hecho de infancia y de muerte:

¡Qué lástima que debajo hubiera hechos inexplicables y sospechosos! ¡Cómo deseaba equivocarme, cómo ansiaba que María no fuera más que ese momento! Pero era imposible: mientras oía los latidos de su corazón junto a mis oídos y mientras su mano acariciaba mis cabellos, sombríos pensamientos se movían en la oscuridad de mi cabeza, como en un sótano pantanoso; esperaban el momento de salir, chapoteando, gruñendo sordamente en el barro.

XXVII

PASARON
cosas muy raras. Cuando llegamos a la casa encontramos a Hunter muy agitado (aunque es de esos que creen de mal gusto mostrar las pasiones); trataba de disimularlo, pero era evidente que algo pasaba. Mimí se había ido y en el comedor todo estaba dispuesto para la comida, aunque era claro que nos habíamos retardado mucho, pues apenas llegamos se notó un acelerado y eficaz movimiento de servicio. Durante la comida casi no se habló. Vigilé las palabras y los gestos de Hunter porque intuí que echarían luz sobre muchas cosas que se me estaban ocurriendo y sobre otras ideas que estaban por reforzarse. También vigilé la cara de María; era impenetrable. Para disminuir la tensión, María dijo que estaba leyendo una novela de Sartre. De evidente mal humor, Hunter comentó:

—Novelas en esta época. Que las escriban, vaya y pase... ¡pero que las lean!

Nos quedamos en silencio y Hunter no hizo ningún esfuerzo por atenuar los efectos de esa frase. Concluí que tenía algo contra María. Pero como antes que saliéramos para la costa no había nada de particular, inferí que
ese algo
contra María había nacido durante nuestra larga conversación; era muy difícil admitir que no fuera
a causa
de esa conversación o, mejor dicho, a causa del largo tiempo que habíamos permanecido allá. Mi conclusión fue: Hunter está celoso y eso prueba que entre él y ella hay algo más que una simple relación de amistad y de parentesco. Desde luego, no era necesario que María sintiese amor por él; por el contrario: era más fácil que Hunter se irritase al ver que María daba importancia a otras personas. Fuera como fuese, si la irritación de Hunter era originada por celos, tendría que mostrar hostilidad hacia mí, ya que ninguna otra cosa había entre nosotros. Así fue. Si no hubieran existido otros detalles, me habría bastado con una mirada de soslayo que me echó Hunter a propósito de una frase de María sobre el acantilado.

Other books

Wild Night by Nalini Singh
The Rat and the Serpent by Stephen Palmer
Night's Touch by Amanda Ashley
The Last Girl by Kitty Thomas
The First Week by Margaret Merrilees
Embraced by Darkness by Keri Arthur
Lady John by Madeleine E. Robins
The Clover House by Henriette Lazaridis Power