El túnel (13 page)

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Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
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Desgraciadamente, María me falló una vez más. A las cinco y media, alarmado, enloquecido, volví a llamarla por teléfono. Me dijeron que se había vuelto repentinamente a la estancia. Sin advertir lo que hacía, le grité a la mucama:

—¡Pero si habíamos quedado en vernos a las cinco!

—Yo no sé nada, señor —me respondió algo asustada—. La señora salió en auto hace un rato y dijo que se quedaría allá una semana por lo menos.

¡Una semana por lo menos! El mundo parecía derrumbarse, todo me parecía increíble e inútil. Salí del café como un sonámbulo. Vi cosas absurdas: faroles, gente que andaba de un lado a otro, como si eso sirviera para algo. ¡Y tanto como le había pedido verla esa tarde, tanto como la necesitaba! ¡Y tan poco que estaba dispuesto a pedirle, a mendigarle! Pero, —pensé con feroz amargura— entre consolarme a mí en un parque y acostarse con Hunter en la estancia no podía haber lugar a dudas. Y en cuanto me hice esta reflexión se me ocurrió una idea. No, mejor dicho, tuve la certeza de algo. Corrí las pocas cuadras que faltaban para llegar a mi taller y desde allí llamé nuevamente por teléfono a la casa de Allende. Pregunté si la señora no había recibido un llamado telefónico de la estancia, antes de ir.

—Sí —respondió la mucama, después de una pequeña vacilación.

—¿Un llamado del señor Hunter, no? —La mucama volvió a vacilar. Tomé nota de las dos vacilaciones.

—Sí —contestó finalmente.

Una amargura triunfante me poseía ahora como un demonio. ¡Tal como lo había intuido! Me dominaba a la vez un sentimiento de infinita soledad y un insensato orgullo: el orgullo de no haberme equivocado.

Pensé en Mapelli.

Iba a salir, corriendo, cuando tuve una idea. Fui a la cocina, agarré un cuchillo grande y volví al taller. ¡Qué poco quedaba de la vieja pintura de Juan Pablo Castel! ¡Ya tendrían motivos para admirarse esos imbéciles que me habían comparado a un arquitecto! ¡Como si un hombre pudiera cambiar de verdad! ¿Cuántos de esos imbéciles habían adivinado que debajo de mis arquitecturas y de "la cosa intelectual" había un volcán pronto a estallar? Ninguno. ¡Ya tendrían tiempo de sobra para ver estas columnas en pedazos, estas estatuas mutiladas, estas ruinas humeantes, estas escaleras infernales! Ahí estaban, como un museo de pesadillas petrificadas, como un Museo de la Desesperanza y de la Vergüenza. Pero había algo que quería destruir sin dejar siquiera rastros. Lo miré por última vez, sentí que la garganta se me contraía dolorosamente, pero no vacilé: a través de mis lágrimas vi confusamente cómo caía en pedazos aquella playa, aquella remota mujer ansiosa, aquella espera. Pisoteé los jirones de tela y los refregué hasta convertirlos en guiñapos sucios. ¡Ya nunca más recibiría respuesta aquella espera insensata! ¡Ahora sabía más que nunca que esa espera era completamente inútil!

Corrí a la casa de Mapelli pero no lo encontré: me dijeron que debía de estar en la librería Viau. Fui hasta la librería, lo encontré, lo llevé aparte de un brazo, le dije que necesitaba su auto. Me miró con asombro: me preguntó si pasaba algo grave. No había pensado nada pero se me ocurrió decirle que mi padre estaba muy grave y que no tenía tren hasta el otro día. Se ofreció a llevarme él mismo, pero rehusé: le dije que prefería ir solo. Volvió a mirarme con asombro, pero terminó por darme las llaves.

XXXIV

ERAN LAS SEIS
de la tarde. Calculé que con el auto de Mapelli podía llegar en cuatro horas, de modo que a las diez estaría allá. "Buena hora", pensé.

En cuanto salí al camino a Mar del Plata, lancé el auto a ciento treinta kilómetros y empecé a sentir una rara voluptuosidad, que ahora atribuyo a la certeza de que realizaría por fin algo concreto con ella. Con ella, que había sido como alguien detrás de un impenetrable muro de vidrio, a quien yo podía ver, pero no oír ni tocar; y así, separados por el muro de vidrio, habíamos vivido ansiosamente, melancólicamente.

En esa voluptuosidad aparecían y desaparecían sentimientos de culpa, de odio y de amor: había simulado una enfermedad y eso me entristecía; había acertado al llamar por segunda vez a lo de Allende y eso me amargaba. ¡Ella, María, podía reírse con frivolidad, podía entregarse a ese cínico, a ese mujeriego, a ese poeta falso y presuntuoso! ¡Qué desprecio sentía entonces por ella! Busqué el doloroso placer de imaginar esta última decisión suya en la forma más repelente: por un lado estaba yo, estaba el compromiso de verme esa tarde; ¿para qué?, para hablar de cosas oscuras y ásperas, para ponernos una vez más frente a frente a través del muro de vidrio, para mirar nuestras miradas ansiosas y desesperanzadas, para tratar de entender nuestros signos, para vanamente querer tocarnos, palparnos, acariciarnos a través del muro de vidrio, para soñar una vez más ese sueño imposible. Por el otro lado estaba Hunter y le bastaba tomar el teléfono y llamarla para que ella corriera a su cama. ¡Qué grotesco, qué triste era todo!

Llegué a la estancia a las diez y cuarto. Detuve el auto en el camino real, para no llamar la atención con el ruido del motor y caminé. El calor era insoportable, había una agobiadora calma y sólo se oía el murmullo del mar. Por momentos, la luz de la luna atravesaba los nubarrones y pude caminar, sin grandes dificultades, por el callejón de entrada, entre los eucaliptos. Cuando llegué a la casa grande, vi que estaban encendidas las luces de la planta baja; pensé que todavía estarían en el comedor.

Se sentía ese calor estático y amenazante que precede a las violentas tempestades de verano. Era natural que salieran después de comer. Me oculté en un lugar del parque que me permitía vigilar la salida de gente por la escalinata y esperé.

XXXV

FUE UNA ESPERA
interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí, como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.

¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que los separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que
en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida
. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome? ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado.

XXXVI

DESPUÉS
de este inmenso tiempo de mares y túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo.

Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. "¿Apuro de qué?", pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella
sabía
que en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones. ¡Qué implacable, que fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras.

¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría hablar María con ese infecto personaje? ¿Y en qué lenguaje?

¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo hombre del túnel y de los mensajes secretos?

Caminaron largamente por el parque. La tormenta estaba ya sobre nosotros, negra, desgarrada por los relámpagos y truenos. El pampero soplaba con fuerza y comenzaron las primeras gotas. Tuvieron que correr a refugiarse en la casa. Mi corazón comenzó a latir con dolorosa violencia. Desde mi escondite, entre los árboles, sentí que asistiría, por fin, a la revelación de un secreto abominable pero muchas veces imaginado.

Vigilé las luces del primer piso, que todavía estaba completamente a oscuras. Al poco tiempo vi que se encendía la luz del dormitorio central, el de Hunter. Hasta ese instante, todo era normal: el dormitorio de Hunter estaba frente a la escalera y era lógico que fuera el primero en ser iluminado. Ahora debía encenderse la luz de la otra pieza. Los segundos que podía emplear María en ir desde la escalera hasta la pieza estuvieron tumultuosamente marcados por los salvajes latidos de mi corazón.

Pero la otra luz no se encendió.

¡Dios mío, no tengo fuerzas para decir qué sensación de infinita soledad vació mi alma! Sentí como si el último barco que podía rescatarme de mi isla desierta pasara a lo lejos sin advertir mis señales de desamparo. Mi cuerpo se derrumbó lentamente, como si le hubiera llegado la hora de la vejez.

XXXVII

DE PIE
entre los árboles agitados por el vendaval, empapado por la lluvia, sentí que pasaba un tiempo implacable. Hasta que, a través de mis ojos mojados por el agua y las lágrimas, vi que una luz se encendía en otro dormitorio.

Lo que sucedió luego lo recuerdo como una pesadilla. Luchando con la tormenta, trepé hasta la planta alta por la reja de una ventana. Luego, caminé por la terraza hasta encontrar una puerta. Entré a la galería interior y busqué su dormitorio: la línea de luz debajo de su puerta me la señaló inequívocamente. Temblando empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Y cuando ella me miró con ojos alucinados, yo estaba de pie, en el vano de la puerta. Me acerqué a su cama y cuando estuve a su lado, me dijo tristemente:

—¿Qué vas a hacer, Juan Pablo?

Poniendo mi mano izquierda sobre sus cabellos, le respondí:

—Tengo que matarte, María. Me has dejado solo.

Entonces, llorando, le clavé el cuchillo en el pecho. Ella apretó las mandíbulas y cerró los ojos y cuando yo saqué el cuchillo chorreante de sangre, los abrió con esfuerzo y me miró con una mirada dolorosa y humilde. Un súbito furor fortaleció mi alma y clavé muchas veces el cuchillo en su pecho y en su vientre.

Después salí nuevamente a la terraza y descendí con un gran ímpetu, como si el demonio ya estuviera para siempre en mi espíritu. Los relámpagos me mostraron, por última vez, un paisaje que nos había sido común.

Corrí a Buenos Aires. Llegué a las cuatro o cinco de la madrugada. Desde un café telefoneé a la casa de Allende, lo hice despertar y le dije que debía verlo sin pérdida de tiempo.

Luego corrí a Posadas. El polaco estaba esperándome en la puerta de calle. Al llegar al quinto piso, vi a Allende frente al ascensor, con los ojos inútiles muy abiertos. Lo agarré de un brazo y lo arrastré dentro. El polaco, como un idiota, vino detrás y me miraba asombrado. Lo hice echar. Apenas salió, le grité al ciego:

—¡Vengo de la estancia! ¡María era la amante de Hunter!

La cara de Allende se puso mortalmente rígida.

—¡Imbécil! —gritó entre dientes, con un odio helado. Exasperado por su incredulidad, le grité:

—¡Usted es el imbécil! ¡María era también mi amante y la amante de muchos otros!

Sentí un horrendo placer, mientras el ciego, de pie, parecía de piedra.

—¡Sí! —grité—. ¡Yo lo engañaba a usted y ella nos engañaba a todos! ¡Pero ahora ya no podrá engañar a nadie! ¿Comprende? ¡A nadie! ¡A nadie!

—¡Insensato! —aulló el ciego con una voz de fiera y corrió hacia mí con unas manos que parecían garras.

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