El túnel (5 page)

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Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
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Esa noche, pues, mi desprecio por la humanidad parecía abolido o, por lo menos, transitoriamente ausente. Entré en el café Marzotto. Supongo que ustedes saben que la gente va allí a oír tangos, pero a oírlos como un creyente en Dios oye
La pasión según San Mateo
.

XI

A LA MAÑANA
siguiente, a eso de las diez, llamé por teléfono. Me atendió la misma mujer del día anterior. Cuando pregunté por la señorita María Iribarne me dijo que esa misma mañana había salido para el campo. Me quedé frío.

—¿Para el campo? —pregunté.

—Sí, señor. ¿Usted es el señor Castel?

—Sí, soy Castel.

—Dejó una carta para usted, acá. Que perdone, pero no tenía su dirección.

Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también
consecuencia de esa conversación?
Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día?

Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además,
eso probaba que ella era capaz de simular
. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como con ácido: "Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme." Pensé que alrededor de María existían muchas sombras.

Estas reflexiones me las hice por primera vez mientras corría a su casa. Era curioso que ella no hubiera averiguado mi dirección; yo, en cambio, conocía ya su dirección y su teléfono. Vivía en la calle Posadas, casi en la esquina de Seaver.

Cuando llegué al quinto piso y toqué el timbre, sentí una gran emoción.

Abrió la puerta un mucamo que debía de ser polaco o algo por el estilo y cuando di mi nombre me hizo pasar a una salita llena de libros: las paredes estaban cubiertas de estantes hasta el techo, pero también había montones de libros encima de dos mesitas y hasta de un sillón. Me llamó la atención el tamaño excesivo de muchos volúmenes.

Me levanté para echar un vistazo a la biblioteca. De pronto tuve la impresión de que alguien me observaba en silencio a mis espaldas. Me di vuelta y vi a un hombre en el extremo opuesto de la salita: era alto, flaco, tenía una hermosa cabeza. Sonreía mirando hacia donde yo estaba, pero
en general
, sin precisión. A pesar de que tenía los ojos abiertos, me di cuenta de que era ciego. Entonces me expliqué el tamaño anormal de los libros.

—¿Usted es Castel, no? —me dijo con cordialidad, extendiéndome la mano.

—Sí, señor Iribarne —respondí, entregándole mi mano con perplejidad, mientras pensaba qué clase de vinculación familiar podía haber entre María y él.

Al mismo tiempo que me hacía señas de tomar asiento, sonrió con una ligera expresión de ironía y agregó:

—No me llamo Iribarne y no me diga señor. Soy Allende, marido de María.

Acostumbrado a valorizar y quizá a interpretar los silencios, añadió inmediatamente:

—María usa siempre su apellido de soltera.

Yo estaba como una estatua.

—María me ha hablado mucho de su pintura. Como quedé ciego hace pocos años, todavía puedo imaginar bastante bien las cosas.

Parecía como si quisiera disculparse de su ceguera. Yo no sabía qué decir. ¡Cómo ansiaba estar solo, en la calle, para pensar en todo!

Sacó una carta de un bolsillo y me la alcanzó.

—Acá está la carta —dijo con sencillez, como si no tuviera nada de extraordinario.

Tomé la carta e iba a guardarla cuando el ciego agregó, como si hubiera visto mi actitud:

—Léala, no más. Aunque siendo de María no debe de ser nada urgente.

Yo temblaba. Abrí el sobre, mientras él encendía un cigarrillo, después de haberme ofrecido uno. Saqué la carta; decía una sola frase:

Yo también pienso en usted.

MARÍA

Cuando el ciego oyó doblar el papel, preguntó:

—Nada urgente, supongo.

Hice un gran esfuerzo y respondí:

—No, nada urgente.

Me sentí una especie de monstruo, viendo sonreír al ciego, que me miraba con los ojos bien abiertos.

—Así es María —dijo, como pensando para sí—. Muchos confunden sus impulsos con urgencias. María hace, efectivamente, con rapidez, cosas que no cambian la situación. ¿Cómo le explicaré?

Miró abstraído hacia el suelo, como buscando una explicación más clara. Al rato, dijo:

—Como alguien que estuviera parado en un desierto y de pronto cambiase de lugar con gran rapidez. ¿Comprende? La velocidad no importa, siempre se está en el mismo paisaje. Fumó y pensó un instante más, como si yo no estuviera. Luego agregó:

—Aunque no sé si es esto, exactamente. No tengo mucha habilidad para las metáforas.

No veía el momento de huir de aquella sala maldita. Pero el ciego no parecía tener apuro. "¿Qué abominable comedia es esta?", pensé.

—Ahora, por ejemplo —prosiguió Allende—, se levanta temprano y me dice que se va a la estancia.

—¿A la estancia? —pregunté inconscientemente.

—Sí, a la estancia nuestra. Es decir, a la estancia de mi abuelo. Pero ahora está en manos de mi primo Hunter. Supongo que lo conoce.

Esta nueva revelación me llenó de zozobra y al mismo tiempo de despecho: ¿qué podría encontrar María en ese imbécil mujeriego y cínico? Traté de tranquilizarme, pensando que ella no iría a la estancia por Hunter sino, simplemente, porque podría gustarle la soledad del campo y porque la estancia era de la familia. Pero quedé muy triste.

—He oído hablar de él —dije, con amargura. Antes de que el ciego pudiese hablar agregué, con brusquedad:

—Tengo que irme.

—Caramba, cómo lo lamento —comentó Allende—. Espero que volvamos a vernos.

—Sí, sí, naturalmente —dije.

Me acompañó hasta la puerta. Le di la mano y salí corriendo. Mientras bajaba en el ascensor, me repetía con rabia: "¿Qué abominable comedia es ésta?"

XII

NECESITABA
despejarme y pensar con tranquilidad. Caminé por Posadas hacia el lado de la Recoleta.

Mi cabeza era un pandemonio: una cantidad de ideas, sentimientos de amor y de odio, preguntas, resentimientos y recuerdos se mezclaban y aparecían sucesivamente.

¿Qué idea era esta, por ejemplo, de hacerme ir a la casa a buscar una carta y hacérmela entregar por el marido? ¿Y cómo no me había advertido que era casada? ¿Y qué diablos tenía que hacer en la estancia con el sinvergüenza de Hunter? ¿Y por qué no había esperado mi llamado telefónico? Y ese ciego, ¿qué clase de bicho era? Dije ya que tengo una idea desagradable de la humanidad; debo confesar ahora que los ciegos
no me gustan nada
y que siento delante de ellos una impresión semejante a la que me producen ciertos animales, fríos, húmedos y silenciosos, como las víboras. Si se agrega el hecho de leer delante de él una carta de la mujer que decía
Yo también pienso en usted
, no es difícil adivinar la sensación de asco que tuve en aquellos momentos.

Traté de ordenar un poco el caos de mis ideas y sentimientos y proceder con método, como acostumbro. Había que empezar por el principio, y el principio (por lo menos el inmediato) era, evidentemente, la conversación por teléfono. En esa conversación había varios puntos oscuros.

En primer término, si en esa casa era tan natural que ella tuviera relaciones con hombres, como lo probaba el hecho de la carta a través del marido, ¿por qué emplear una voz neutra y oficinesca hasta que la puerta estuvo cerrada? Luego, ¿qué significaba esa aclaración de que "cuando está la puerta cerrada saben que no deben molestarme"? Por lo visto, era frecuente que ella se encerrara para hablar por teléfono. Pero no era creíble que se encerrase para tener conversaciones triviales con personas amigas de la casa: había que suponer que era para tener conversaciones semejantes a la nuestra. Pero entonces había en su vida otras personas como yo. ¿Cuántas eran? ¿Y quiénes eran?

Primero pensé en Hunter, pero lo excluí en seguida: ¿a qué hablar por teléfono si podía verlo en la estancia cuando quisiera? ¿Quiénes eran los otros, en ese caso?

Pensé si con esto liquidaba el asunto telefónico. No, no quedaba terminado: subsistía el problema de su contestación a mi pregunta precisa. Observé con amargura que cuando yo le pregunté si había pensado en mí, después de tantas vaguedades sólo contestó: "¿no le he dicho que he pensado en todo?" Esto de contestar con una pregunta no compromete mucho. En fin, la prueba de que esa respuesta no fue clara era que ella misma, al otro día (o esa misma noche) creyó necesario responder en forma bien precisa con una carta.

"Pasemos a la carta", me dije. Saqué la carta del bolsillo y la volví a leer:

Yo también pienso en usted,

MARÍA

La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma:
María
. Simplemente
María
. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.

¡Ay! Mis sentimientos de felicidad son tan poco duraderos... Esa impresión, por ejemplo, no resistía el menor análisis: ¿acaso el marido no la llamaba también María? Y seguramente Hunter también la llamaría así, ¿de qué otra manera podía llamarla? ¿Y las otras personas con las que hablaba a puertas cerradas? Me imagino que nadie habla a puertas cerradas a alguien que respetuosamente dice "señorita Iribarne".

¡"Señorita Iribarne"! Ahora caía en la cuenta de la vacilación que había tenido la mucama la primera vez que hablé por teléfono: ¡Qué grotesco! Pensándolo bien, era una prueba más de que ese tipo de llamado no era totalmente novedoso: evidentemente, la primera vez que alguien preguntó por la "señorita Iribarne" la mucama, extrañada, debió forzosamente haber corregido, recalcando lo de
señora
. Pero, naturalmente, a fuerza de repeticiones, la mucama había terminado por encogerse de hombros y pensar que era preferible no meterse en rectificaciones. Vaciló, era natural; pero no me corrigió.

Volviendo a la carta, reflexioné que había motivo para una cantidad de deducciones. Empecé por el hecho más extraordinario: la forma de hacerme llegar la carta. Recordé el argumento que me transmitió la mucama: "Que perdone, pero no tenía la dirección." Era cierto: ni ella me había pedido la dirección ni a mí se me había ocurrido dársela; pero lo primero que yo habría hecho en su lugar era buscarla en la guía de teléfonos. No era posible atribuir su actitud a una inconcebible pereza, y entonces era inevitable una conclusión:
María deseaba que yo fuera a la casa y me enfrentase con el marido
. Pero ¿por qué? En este punto se llegaba a una situación sumamente complicada: podía ser que ella experimentara placer en usar al marido de intermediario; podía ser el marido el que experimentase placer; podían ser los dos. Fuera de estas posibilidades patológicas quedaba una natural: María había querido hacerme saber que era casada para que yo viera la inconveniencia de seguir adelante.

Estoy seguro de que muchos de los que ahora están leyendo estas páginas se pronunciarán por esta última hipótesis y juzgarán que sólo un hombre como yo puede elegir alguna de las otras. En la época en que yo tenía amigos, muchas veces se han reído de mi manía de elegir siempre los caminos más enrevesados: Yo me pregunto
por qué la realidad ha de ser simple
. Mi experiencia me ha enseñado que, por el contrario, casi nunca lo es y que cuando hay algo que parece extraordinariamente claro, una acción que al parecer obedece a una causa sencilla, casi siempre hay debajo móviles más complejos. Un ejemplo de todos los días: la gente que da limosnas; en general, se considera que es más generosa y mejor que la gente que no las da. Me permitiré tratar con el mayor desdén esta teoría simplista. Cualquiera sabe que no se resuelve el problema de un mendigo (de un mendigo auténtico) con un peso o un pedazo de pan: solamente se resuelve el problema psicológico del señor que compra así, por casi nada, su tranquilidad espiritual y su título de generoso. Júzguese hasta qué punto esa gente es mezquina cuando no se decide a gastar más de un peso por día para asegurar su tranquilidad espiritual y la idea reconfortante y vanidosa de su bondad. ¡Cuánta más pureza de espíritu y cuánto más valor se requiere para sobrellevar la existencia de la miseria humana sin esta hipócrita (y usuaria) operación!

Pero volvamos a la carta.

Solamente un espíritu superficial podría quedarse con la misma hipótesis, pues se derrumba al menor análisis. "María quería hacerme saber que era casada para que yo viese la inconveniencia de seguir adelante." Muy bonito. Pero ¿por qué en ese caso recurrir a un procedimiento tan engorroso y cruel? ¿No podría habérmelo dicho personalmente y hasta por teléfono? ¿No podría haberme escrito, de no tener valor para decírmelo? Quedaba todavía un argumento tremendo: ¿por qué la carta, en ese caso, no decía que era casada, como yo lo podía ver, y no rogaba que tomara nuestras relaciones en un sentido más tranquilo? No, señores. Por el contrario, la carta era una carta destinada a consolidar nuestras relaciones, a alentarlas y a conducirlas por el camino más peligroso.

Quedaban, al parecer, las hipótesis patológicas. ¿Era posible que María sintiera placer en emplear a Allende de intermediario? ¿O era él quien buscaba esas oportunidades? ¿O el destino se había divertido juntando dos seres semejantes?

De pronto me arrepentí de haber llegado a esos extremos, con mi costumbre de analizar indefinidamente hechos y palabras. Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria. Sentí lo que muchas veces había sentido desde aquel momento del salón: que era un ser semejante a mí.

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