El último argumento de los reyes (23 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—Y que lo diga, Señoría —Glokta se levantó trabajosamente y su rostro dibujó una mueca de dolor al descansar su peso sobre su pierna atrofiada. Luego se dirigió hacia la puerta renqueando por el resonante espacio en penumbra.
Aunque también resulta extraño que nuestro amigo el Juez Supremo se tome con tanta filosofía la posibilidad de perder su cargo mañana. No recuerdo haber visto nunca a un hombre tan tranquilo
. Posó la mano sobre el picaporte y se detuvo.
Casi se diría que está al tanto de algo que nosotros desconocemos. Casi se diría que ya tiene forjado un plan en su mente
.

Se dio la vuelta.

—¿Puedo confiar en usted, Señoría?

Marovia, que había vuelto a coger el cuchillo y se disponía ya a usarlo, alzó de golpe la vista.

—Una pregunta verdaderamente chocante viniendo de un hombre que trabaja en una profesión como la suya. Me imagino que puede usted confiar en que siempre actuaré atendiendo a mis propios intereses. Del mismo modo que yo sólo puedo confiar en que ustedes harán lo mismo. Nuestro trato no va más allá. Y tampoco tendría por qué ser de otra manera. Es usted un hombre inteligente, Superior. Consigue hacerme reír —volvió la vista hacia el plato y pinchó con el tenedor el trozo de carne, que soltó un poco de jugo sanguinolento—. Debería buscarse otro señor.

Glokta salió de la sala arrastrando su pierna.
Una sugerencia encantadora. Pero resulta que ya tengo dos señores más de los que yo quisiera
.

El preso, un individuo canijo y nervudo, estaba desnudo, llevaba una bolsa en la cabeza y tenía las manos esposadas a la espalda. Mientras Frost lo metía a rastras en la sala abovedada tras haberlo sacado de la celda, Glokta observaba cómo avanzaba a trompicones por el frío suelo con los pies descalzos.

—No ha sido difícil agarrarlo —le estaba explicando Severard—. Se separó de los otros hace ya algún tiempo, pero desde entonces ha estado rondando por la ciudad con la misma persistencia que el olor a orina. Le pillamos ayer por la noche.

Frost arrojó al prisionero sobre la silla.
¿Dónde estoy? ¿Quién me ha capturado? ¿Qué quieren de mí? Ese horrible momento que tiene lugar justo antes de que nos pongamos manos a la obra. El terror, la indefensión, el morboso cosquilleo de la expectación. El otro día, sin ir más lejos, mi propio recuerdo de ello se vio avivado por obra y gracia de la encantadora Maestre Eider. Aunque ella me dejó marchar sin maltratarme
. El prisionero tenía la cabeza ladeada y la lona de la parte delantera de la bolsa subía y bajaba impulsada por su agitada respiración.
Dudo mucho que él tenga la misma suerte
.

Los ojos de Glokta ascendieron cansinos hacia los frescos que había encima de la cabeza encapuchada del preso.
Nuestro viejo amigo Kanedias
. Desde el techo abovedado, el rostro pintado miraba hacia abajo con gesto adusto y el fuego de vivos colores asomaba tras sus brazos en cruz.
El Creador cayó envuelto en llamas...
Cogió el pesado martillo y lo sopesó con desgana.

—Bueno, empecemos —Severard quitó la bolsa de un tirón, haciendo una floritura.

El Navegante escudriñó con los ojos entrecerrados la brillante luminosidad de los faroles. El rostro, bronceado y curtido; el cráneo, rapado, como el de los sacerdotes.
O el de los traidores confesos, por supuesto
.

—¿Es usted el Hermano Pielargo?

—¡En efecto! ¡Un miembro de la noble Orden de los Navegantes! ¡Le aseguro que no soy culpable de ningún delito! —las palabras brotaron atropelladas de sus labios—. No he hecho nada ilegal, no señor. Eso no sería propio de mí. Soy un hombre respetuoso con las leyes y siempre lo he sido. ¡No veo ninguna razón que justifique el trato que se me está dando! ¡Absolutamente ninguna! —Bajó los ojos y vio el yunque, que refulgía entre Glokta y él en el trozo de suelo que solía ocupar la mesa. Su voz subió de golpe una octava entera—. ¡La Orden de los Navegantes es una institución muy respetada y yo gozó de gran prestigio dentro de ella! ¡De un prestigio excepcional! El arte de la Orientación es el principal de mis muy notables dones, de hecho, es el principal...

Glokta descargó el martillo contra el yunque produciendo un estruendo capaz de despertar a un muerto.

—¡Pare de hablar! —el hombrecillo pestañeó y boqueó un poco, pero no llegó a articular ninguna palabra. Glokta se echó hacia atrás en su asiento, se masajeó su muslo atrofiado y sintió que un doloroso hormigueo le subía por la espalda—. ¿Se hace usted idea de lo cansado que estoy? ¿De la cantidad de cosas que tengo que hacer? El suplicio que me supone levantarme de la cama todas las mañanas me deja convertido en una piltrafa cuando el día casi no ha empezado aún, y eso hace que a estas alturas me sienta profundamente tenso. Así pues, me es del todo indiferente si puede usted volver a andar en su vida o no, si puede volver a ver en su vida o no, si puede volver a controlar su mierda o no durante el resto de su extremadamente corta y extremadamente dolorosa existencia. ¿Me entiende?

El Navegante miró con los ojos muy abiertos a Frost, cuya figura se alzaba sobre él como una descomunal sombra.

—Le entiendo —susurró.

—Bien —dijo Severard.

—Eztupendo —apostilló Frost.

—Muy bien, en efecto —continuó Glokta—. Y ahora dígame, Hermano Pielargo, ¿se cuenta entre sus muy notables dones una resistencia sobrehumana al dolor?

El prisionero tragó saliva.

—No.

—Pues bien, las reglas de este juego son bastante sencillas. Yo hago las preguntas y usted las responde de forma precisa, correcta y, por encima de todo, breve. ¿Me he expresado con suficiente claridad?

—Lo he entendido perfectamente. Sólo hablaré para...

El puño de Frost se le hundió en la tripa y el prisionero se dobló hacia delante con los ojos desorbitados.

—¿Ve como tenía que haberse limitado a responder,

? —siseó Glokta. El albino agarró una pierna del asfixiado Navegante y le puso el pie sobre el yunque.
Ah, el tacto del frío metal sobre la sensible piel de la planta del pie. Una sensación bastante desagradable, aunque las hay muchísimo peores. Y algo me dice que vamos a tener ocasión de ver alguna de ellas
. Frost cerró un grillete sobre el tobillo de Pielargo.

—Debo pedirle disculpas por nuestra falta de imaginación —suspiró Glokta—. Aunque debo decir en nuestro descargo que no siempre es fácil pensar en algo nuevo. No sé si me explico. Machacarle a un hombre el pie con un martillo es algo tan...

—¿Pedeztre? —aventuró Frost.

Glokta oyó una carcajada salir de detrás de la máscara de Severard y se dio cuenta de que él mismo había esbozado una sonrisa.
Realmente este muchacho debería haber sido cómico en vez de torturador
.

—¡Pedestre! Bien dicho. Pero no se preocupe. Si no encontramos lo que buscamos, una vez que le hayamos hecho papilla todo cuanto se encuentre por debajo de la rodilla, veremos si se nos ocurre algo un poco más imaginativo para el resto de sus piernas. ¿Le parece bien?

—¡Pero si yo no he hecho nada! —chilló Pielargo, que acababa de recobrar el aliento—. ¡No sé nada! ¡No he...!

—Olvídese... de todo eso. Ya no sirve de nada —Glokta se inclinó con dolorosa lentitud hacia delante y dejó que la cabeza del martillo golpeara suavemente la superficie de hierro situada junto al pie descalzo del Navegante—. Lo que quiero es que se concentre en... mis preguntas... en los dedos de sus pies... y en este martillo. Pero si al principio le cuesta trabajo, no se preocupe. Créame: cuando el martillo empiece a caer le resultará muy sencillo olvidarse de todo lo demás.

Pielargo miró fijamente el yunque con los orificios nasales dilatados por la velocidad con que tomaba y expulsaba aire.
Por fin se ha dado cuenta de la gravedad de la situación
.

—Vamos con las preguntas —dijo Glokta—. ¿Conoce usted a un hombre que se hace llamar Bayaz, el Primero de los Magos?

—¡Sí! ¡Por favor! ¡Claro que sí! Si hasta hace muy poco estuve a su servicio.

—Bien —Glokta se revolvió un poco en su asiento tratando de encontrar una postura que le resultara más cómoda mientras estaba inclinado hacia delante—. Muy bien. Le acompañó en un viaje, ¿no es así?

—¡Fui su guía!

—¿Cuál era su punto de destino?

—La isla de Shabulyan, un lugar situado en los confines del Mundo.

Glokta dejó que la cabeza del martillo rozara de nuevo el yunque.

—Vamos, vamos. ¿Los confines del Mundo? Eso no es más que una fantasía.

—¡No! ¡No! ¡Yo mismo lo vi! ¡Pisé esa isla con mis propios pies!

—¿Quiénes iban con usted?

—Estaban... Logen Nuevededos, del lejano Norte.
Ah, ya. El tipo de las cicatrices y los labios sellados
. Ferro Maljinn, una mujer kantic.
La que causó tantos problemas a nuestro amigo el Superior Goyle
. Jezal dan Luthar, un... un oficial de la Unión.
Ese asno presuntuoso
. Malacus Quai, el aprendiz de Bayaz.
El mentiroso flacucho con pinta de troglodita
. Y el propio Bayaz, por supuesto.

—¿Seis personas?

—¡Seis nada más!

—Un viaje muy largo y azaroso. ¿Qué había en los confines del Mundo, además de agua, que justificara tamaño esfuerzo?

A Pielargo le temblaron los labios.

—¡Nada! —Glokta torció el gesto y empujó suavemente el dedo gordo del pie del Navegante con la cabeza del martillo—. ¡No estaba allí! ¡Lo que buscaba Bayaz no estaba allí! ¡Dijo que le habían engañado!

—¿Y qué era eso que él creía que estaba allí?

—¡Dijo que era una piedra!

—¿Una piedra?

—La mujer se lo preguntó. Y él dijo que era una piedra... una piedra del Otro Lado —el Navegante sacudió su sudorosa cabeza—. ¡Una idea impía! Me alegro de no haber encontrado semejante cosa. ¡Bayaz la llamaba la Semilla!

Glokta notó que la sonrisa se le borraba de la cara.
La Semilla. ¿Son imaginaciones mías o de pronto hace más frío en esta sala?

—¿Qué más dijo sobre ella?

—¡Nada más que leyendas y tonterías!

—Póngame a prueba.

—¡No sé qué historias sobre Glustrod y las ruinas de Aulcus! Sobre adopciones de formas y apropiación de rostros. Sobre la comunicación con los demonios y su invocación. Sobre el Otro Lado.

—¿Qué más? —Glokta propinó a los dedos de Pielargo un golpe un poco más duro.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Dijo que la Semilla estaba hecha de la misma materia que el Mundo Inferior! ¡Que era un vestigio de los Viejos Tiempos, de cuando los demonios andaban sueltos por la tierra! ¡Dijo que era un arma muy poderosa! ¡Que pretendía emplearla contra los gurkos! ¡Contra el Profeta!
Un arma anterior a los Viejos Tiempos. Adopción deformas, invocación de demonios
—Kanedias parecía mirar desde arriba con un gesto más adusto que nunca, y Glokta se estremeció. Se acordó de su pesadillesco recorrido por la Casa del Creador, de los motivos luminosos del suelo, de los anillos que cambiaban en la oscuridad. Se acordó de cómo habían llegado a unos tejados que se alzaban muy por encima de la ciudad sin haber subido ni una sola escalera.

—¿No la encontraron? —susurró con la boca seca.

—No. ¡No estaba allí!

—¿Y entonces?

—¡Eso fue todo! Emprendimos el camino de vuelta a través de las montañas. Fabricamos una embarcación y descendimos por el proceloso Aos hasta llegar al mar. ¡En Calcis tomamos un barco y aquí me tiene ahora!

Glokta entornó los ojos y estudió detenidamente la cara del prisionero.
Hay algo más. Lo veo
.

—¿Qué es lo que no me está contando?

—¡Se lo he contado todo! ¡No tengo talento para el disimulo!
Eso por lo menos es cierto. Sus mentiras son evidentes
.

—Si su contrato ha finalizado, ¿por qué sigue en la ciudad?

—Porque... porque... —los ojos del Navegante recorrieron como una centella la sala—. ¡No, por favor, no!

Empleando a fondo sus mermadas fuerzas, Glokta echó hacia abajo el martillo, que impactó sobre el dedo gordo de Pielargo dejándolo completamente machacado. El Navegante desorbitó los ojos y lanzó un grito ahogado.
Ah, qué maravilloso momento el que media entre el golpe en un dedo del pie y la sensación de dolor. Ahí viene ya
. Pielargo soltó un alarido y se retorció en la silla con el rostro contraído de dolor.

—Sé lo que se siente —dijo Glokta haciendo una mueca mientras movía en el interior sudado de su bota los pocos dedos que le quedaban—. Sí, lo sé muy bien, y le compadezco. Primero una sacudida atroz de dolor, luego la mareante y enfermiza sensación de desfallecimiento que produce el machaque del hueso, a continuación esas lentas pulsaciones que parecen extraer todo el agua de los ojos y hacen que el cuerpo entero tiemble —Pielargo, con las mejillas relucientes de lágrimas, jadeaba y gimoteaba—. ¿Y qué viene luego? ¿Varias semanas cojeando? ¿Varios meses renqueando como un lisiado? ¿Y si el siguiente golpe fuera en el tobillo? —Glokta pinchó un poco la espinilla de Pielargo con el extremo del martillo—. ¿O en plena rótula? ¿Qué pasaría entonces? ¿Podría volver a andar alguna vez? Sé muy bien lo que se siente, créame.
Entonces, ¿cómo puedo infligir semejante sufrimiento a otra persona?
—encogió sus hombros contrahechos.
Uno de los misterios de la existencia
—. ¿Le apetece otro? —y alzó de nuevo el martillo.

—¡No! ¡No! ¡Espere! —aulló Pielargo—. ¡El sacerdote! ¡Dios me asista, un sacerdote acudió a la Orden! ¡Un sacerdote gurko! ¡Dijo que tal vez un día el Primero de los Magos solicitara los servicios de un Navegante y que quería ser informado de ello! ¡Y también quería que se le informara de lo que sucediera después! ¡Profirió amenazas, unas amenazas terribles, y no tuvimos más remedio que obedecer! ¡Estaba en la ciudad aguardando la llegada de otro Navegante, que se encargaría de transmitir la información! ¡Esta misma mañana se lo conté todo! ¡Le conté exactamente lo mismo que le he contado a usted! ¡Estaba a punto de irme de Adua, se lo juro!

—¿Cuál era el nombre de ese sacerdote? —Pielargo permaneció en silencio, con los ojos acuosos muy abiertos y expulsando aire por la nariz,
¿Oh, por qué se empeñan en ponerme a prueba?
Glokta bajó la mirada hacia el dedo del Navegante. Ya empezaba a hincharse y a oscurecerse; dos filas de ampollas sanguinolentas se extendían por cada uno de sus lados y la uña rehundida había adquirido un preocupante color morado con ribetes de un rojo intenso. Glokta incrustó brutalmente el extremo del mango del martillo en la herida—. ¡El nombre del sacerdote! ¡Quiero su nombre! ¡Su nombre! ¡Su...!

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