El último argumento de los reyes (20 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—De acuerdo. Pero este plan no nos va a traer más que muerte a no ser que los de la Unión estén dispuestos a cumplir su parte del plan y a su debido tiempo. Hablaremos con Furioso para que le haga saber al jefe Burr lo que vamos a hacer.

—¿Furioso? —preguntó Logen.

Tul sonrió.

—Es una larga historia.

Flores y aplausos

Jezal seguía sin tener ni la más remota idea de por qué era necesario que llevara puesto su mejor uniforme. Estaba tan tieso como una tabla y tenía tal cantidad de cordones que, al moverse, crujía. Había sido diseñado para estar en posición de firmes más que para montar a caballo, y de ahí que se le clavara dolorosamente en el estómago con cada movimiento de su montura. Pero Bayaz había insistido, y aunque se suponía que era Jezal quien estaba al mando de la expedición, resultaba increíblemente difícil decirle que no a ese viejo imbécil. Al final le había parecido que era más sencillo hacer lo que le decía. En vista de lo cual, marchaba al frente de la larga columna aquejado de una relativa incomodidad, dándose constantes tirones a la guerrera y sudando profusamente bajo un sol de justicia. El único consuelo era que al menos él podía respirar aire fresco. Todos los demás tenían que tragar polvo.

Para contribuir aún más a su malestar, Bayaz estaba empeñado en seguir dándole la lata con los mismos temas que habían aburrido soberanamente a Jezal durante todo el trayecto de ida y vuelta a los confines del Mundo.

—...es fundamental que un rey goce de la consideración de sus súbditos. Y no es algo difícil de conseguir. Las aspiraciones del pueblo llano suelen ser bastante modestas y se conforma con poco. No hace falta que se les trate con justicia. Basta con que ellos crean que es así...

Jezal descubrió que llegado un momento era posible ignorar el runruneo de la voz del anciano, del mismo modo que se puede ignorar a un perro que no para de ladrar. Se echó hacia delante sobre su silla de montar y dejó que su mente volara. ¿Y adónde iba a ir a parar sino a Ardee?

Se había metido en un auténtico berenjenal. Allá en la llanura, todo parecía muy sencillo. Regresaba, se casaba con ella, eran felices y comían perdices. Pero ahora que había vuelto a Adua, ahora que había vuelto a estar entre los poderosos, ahora que había vuelto a sus viejos hábitos, las cosas se complicaban día a día. El perjuicio que podía causar a su reputación y a sus expectativas era una cuestión que no se podía pasar por alto así como así. Era un coronel de la Guardia Real y eso implicaba que debía respetar ciertas normas de conducta.

—...Harod el Grande siempre se mostró respetuoso con el hombre del pueblo. Y en más de una ocasión esa fue la clave de su triunfo sobre sus pares...

Y, por si fuera poco, Ardee resultaba mucho más complicada en persona que como un simple recuerdo mudo. Nueve partes de ella correspondían a una persona ingeniosa, inteligente, audaz y atractiva. La otra parte a una borracha mezquina y destructiva. Cada momento con ella era una lotería, aunque tal vez fuera esa sensación de peligro lo que encendía la chispa cuando se tocaban, lo que le producía un cosquilleo en la piel, lo que hacía que se le secara la boca... de hecho, sólo de pensarlo, ya notaba un cosquilleo en la piel. Nunca había sentido eso por una mujer, nunca. Sin duda era amor. Tenía que serlo. ¿Pero bastaba con el amor? ¿Cuánto duraría? El matrimonio, a fin de cuentas, era para toda la vida, y eso era muchísimo tiempo.

Una prolongación indefinida de su no del todo secreta relación actual habría sido su opción preferida, pero Glokta había metido su pie deforme en el asunto y había acabado con esa posibilidad. Yunques, bolsas, canales. Jezal no se había olvidado del monstruoso gigante albino al que vio metiéndole una bolsa por la cabeza a un prisionero en plena vía pública, y el solo hecho de recordarlo hizo que se estremeciera. Aun así, tenía que reconocer que el maldito tullido tenía razón. Las visitas de Jezal no hacían ningún bien a la reputación de Ardee. Hay que dar a los demás el mismo trato que uno querría recibir, suponía, o al menos, eso era lo que le había dicho una vez Nuevededos. Aunque la verdad es que era un auténtico engorro.

—¿...me está prestando atención, muchacho?

—¿Eh? Ejem... sí, claro. Harod el Grande. El enorme respeto que sentía por el pueblo llano y tal.

—Que aparentaba sentir —refunfuñó Bayaz—. Y además él sí que sabía recibir una lección.

A medida que se acercaban a Adua las tierras de cultivo eran sustituidas por grandes aglomeraciones de casuchas, viviendas improvisadas, posadas baratas y burdeles aún más baratos que habían surgido en torno a cada una de las puertas de la gran urbe y se apiñaban al borde de los caminos hasta formar casi una ciudad por derecho propio. Pronto se encontraron bajo la alargada sombra de la Muralla de Casamir, la primera línea defensiva de la ciudad. Adustos centinelas hacían guardia a ambos lados del imponente pasadizo de entrada, en cuyas puertas abiertas lucía el sol dorado de la Unión. Se internaron en la oscuridad y luego salieron de nuevo a la luz. Jezal parpadeó deslumhrado.

Un número bastante considerable de personas se había congregado en el espacio adoquinado que se abría al otro lado y se apretujaban a ambos lados del camino contenidos por un contingente de la guardia urbana. Nada más aparecer su caballo por la puerta, prorrumpieron en un coro de vítores. Por un instante, Jezal se preguntó si no se habrían equivocado de persona, si no estarían aguardando a alguien verdaderamente importante. Por lo que él sabía, lo mismo podrían haber estado esperando al mismísimo Harod el Grande. Pero pronto empezó a distinguir en medio del griterío el nombre de «Luthar» repetido una y otra vez. Una muchacha de la primera fila le arrojó una flor, que desapareció entre los cascos de su caballo, y le gritó algo que no consiguió entender. Pero su actitud sirvió para despejar las dudas de Jezal. Toda esa gente estaba allí por él.

—¿Qué pasa aquí?— le susurró al Primero de los Magos.

Bayaz sonrió como si él, al menos, sí que se lo hubiera esperado.

—Me imagino que el pueblo de Adua desea celebrar su victoria sobre los rebeldes.

—¿Ah, sí? —hizo una mueca y agitó lánguidamente una mano, provocando un considerable aumento del volumen de los vítores. Conforme se iban adentrando en la ciudad la multitud crecía y el espacio era cada vez más reducido. Había gente ocupando de arriba abajo las callejuelas, gente asomada a las ventanas de los primeros pisos, y a los de más arriba, que no paraban de aclamarle y darle vivas. Desde un balcón que se elevaba sobre el camino cayeron más flores. Una de ellas se le quedó enganchada en la silla y Jezal la cogió y se puso a darla vueltas en la mano.

—¿Todo esto es... por mí?

—¿Acaso no ha salvado la ciudad? ¿Acaso no ha parado los pies a los rebeldes sin que se haya producido derramamiento de sangre en ninguno de los dos bandos?

—Pero cedieron sin ninguna razón aparente. ¡Yo no hice nada!

Bayaz se encogió de hombros, le quitó la flor de la mano, la olisqueó un instante y luego la tiró y le señaló con la cabeza un grupo de comerciantes que se apelotonaban en una esquina profiriendo vítores.

—No parece que ellos sean de la misma opinión. Mantenga la boca cerrada y sonría. Es lo más aconsejable en estos casos.

Jezal se esforzó por complacerle, pero la verdad es que le costaba mucho trabajo sonreír. Tenía muy fundadas razones para sospechar que a Logen Nuevededos no le hubiera parecido bien aquello. No había nada que se pudiera parecer menos a aquella idea suya de aparentar menos de lo que se es. Miró nervioso a su alrededor, convencido de que de pronto la multitud descubriría en él al impostor que él mismo se sentía y sustituirían las flores y los gritos de admiración por airadas burlas y el contenido de sus orinales.

Pero no fue así. Los vítores prosiguieron cuando Jezal y su larga columna de soldados comenzaron a abrirse paso por el distrito de las Tres Granjas. Con cada bocacalle que dejaba atrás, Jezal se iba sintiendo más relajado. Poco a poco empezó a tener la impresión de que en realidad sí que debía de haber hecho algo que le hiciera merecedor de tales honores. A preguntarse si después de todo no habría actuado como un intrépido jefe militar y un magistral negociador. Si las gentes de la ciudad querían venerarle como a un héroe, tal vez fuera una grosería por su parte negarse a aceptarlo.

Franquearon una de las puertas de la muralla de Arnault y accedieron al distrito central de la ciudad. Jezal se irguió en la silla y sacó pecho, mientras Bayaz se rezagaba para colocarse a una respetuosa distancia, dejándole a él solo a la cabeza de la columna. Los vítores crecieron al marchar por la amplia Vía Media y al cruzar las Cuatro Esquinas para dirigirse al Agriont. Era una sensación de victoria parecida a la del Certamen, sólo que en este caso le había costado mucho menos esfuerzo. ¿Qué tenía eso de malo? ¿Qué mal podía hacer? Al diablo con Nuevededos y su humildad. Jezal se había ganado la atención que despertaba. Emplastó una sonrisa radiante en su rostro, alzó un brazo con ufana seguridad y se puso a agitarlo.

Las grandes murallas del Agriont surgieron ante él. Jezal cruzó el foso para dirigirse a la imponente barbacana y cabalgó por el largo pasadizo que conducía al interior de la fortaleza entre el repiqueteo de los cascos y el pisotear de las botas de los soldados de la Guardia Real que marchaban detrás él en la oscuridad. Desfiló por la Vía Regia, entre altos edificios atestados de curiosos y bajo la mirada aprobatoria de las pétreas efigies de los grandes monarcas de la antigüedad y de sus consejeros, y por fin llegó a la Plaza de los Mariscales.

Las masas habían sido dispuestas cuidadosamente a uno y otro lado del vasto espacio abierto, dejando en el medio un largo paseo de losas desnudas. Al fondo se alzaban unas amplias tribunas, repletas de bancos, en cuyo centro se destacaba un palio carmesí que denotaba la presencia de la realeza. El estruendo y la pompa eran impresionantes.

Jezal se acordó del recibimiento triunfal que se dio al Mariscal Varuz cuando regresó de su victoria sobre los gurkos y también se acordó de sí mismo, de niño, contemplándolo todo con los ojos como platos. Había divisado fugazmente la figura del mariscal, sentado en lo alto de un corcel gris, pero jamás se imaginó que un día sería él quien ocuparía ese lugar de honor. A decir verdad, aún le resultaba extraño. Al fin y al cabo, él había derrotado a una banda de campesinos y no a la nación más poderosa del Círculo del Mundo. ¿Pero acaso le correspondía a él decidir quién era digno de un recibimiento triunfal y quién no?

Así pues, Jezal espoleó su montura y pasó entre filas de rostros sonrientes y brazos agitados envuelto en una atmósfera cargada de aliento y aprobación. En la primera fila de bancos vio a los grandes hombres del Consejo Cerrado. Reconoció al Archilector Sult, vestido de un blanco reluciente, y al Juez Marovia, que iba de solemne negro. También estaba allí su antiguo maestro de esgrima, el Lord Mariscal Varuz, y a su lado, el Lord Chambelán Hoff. Todos aplaudían, aunque en su mayoría con una tibieza desdeñosa que a Jezal le pareció muy poco cortés. Justo en el centro, convenientemente recostado en un trono dorado, estaba el Rey en persona.

Metido ya de lleno en su papel de héroe conquistador, Jezal tiró con fuerza de la brida e hizo que su corcel se alzara sobre sus patas traseras y agitara en el aire sus pezuñas con gran teatralidad. Luego se bajó de la silla de un salto, se acercó al estrado regio y, en medio del griterío de la multitud, dobló con gran elegancia una rodilla y agachó la cabeza para aguardar la gratitud del Rey. ¿Sería una vana ilusión esperar un nuevo ascenso? ¿Quizá un título nobiliario propio? De pronto le costaba creer que hace no tanto tiempo hubiera llegado a plantearse la posibilidad de llevar una vida oscura y anodina.

—Alteza... —oyó que decía Hoff, y aprovechó para echar un vistazo por debajo de las cejas. El Rey dormía con los ojos muy apretados y la boca abierta. Tampoco es que le extrañara, hacía tiempo que el hombre no andaba demasiado bien, pero aun así Jezal no pudo evitar sentirse molesto. A fin de cuentas, ya era la segunda vez que se quedaba dormido durante uno de sus momentos de gloria. Hoff le dio un codazo con la máxima delicadeza posible, pero, al ver que no se despertaba, se vio obligado a inclinarse sobre él para susurrarle al oído.

—Su Alteza... —y no pudo decir nada más. El cuerpo del Rey se inclinó de lado, la cabeza se le desplomó y, para gran consternación de todos los miembros del Consejo Cerrado, cayó despatarrado desde el trono dorado como si fuera una ballena varada. Su manto escarlata se abrió, dejando al descubierto una gran mancha de humedad que atravesaba sus pantalones, y la corona se le cayó de la cabeza, rebotó en el suelo y rodó estrepitosamente por el enlosado.

Se produjo una exhalación colectiva de asombro, acompañada del chillido de una dama que se sentaba en las filas de atrás. Jezal no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando boquiabierto mientras el Lord Chambelán se apresuraba a ponerse de rodillas y se inclinaba sobre la figura fulminada del Rey. Se produjo un breve momento de silencio, durante el cual todos los presentes en la Plaza de los Mariscales contuvieron la respiración. Luego, Hoff se puso de pie muy despacio. Su tez había perdido su habitual rubicundez.

—¡El Rey ha muerto! —gimió. Y el eco atribulado de su voz resonó entre las torres y los edificios que circundaban la plaza. Jezal torció el gesto. Maldita suerte la suya. Ahora ya nadie le vitorearía.

Suficientes cuchillos

Logen estaba sentado en una roca a unas veinte zancadas del empinado sendero por el que les estaba guiando Crummock. Crummock-i-Phail se conocía todos los caminos del Norte. Eso se rumoreaba, y Logen tenía la esperanza de que fuera cierto. No le hacía ninguna gracia que le condujeran de cabeza a una emboscada. Se dirigían hacia el norte, hacia las montañas, con la esperanza de sacar a Bethod de sus colinas y llevarlo hacia las Altiplanicies. Con la esperanza de que la Unión lo siguiera pudieran conseguir que cayera en una trampa. Demasiadas esperanzas eran esas.

Hacía un día cálido y soleado. Por debajo de los árboles el suelo estaba horadado de sombras y acuchillado con brillantes manchas de luz que oscilaban al mecer el viento las ramas; de cuando en cuando, algún rayo de sol atravesaba el follaje y apuñalaba el rostro de Logen. Los pájaros gorjeaban y trinaban, los árboles crujían y susurraban, los insectos flotaban en el aire en calma y el lecho del bosque estaba sembrado de pequeñas agrupaciones de flores blancas y azules. Así era el verano en el Norte. Pero nada de ello hacía que Logen se sintiera mejor. El verano era la estación ideal para las masacres; había visto morir a muchísimos más hombres con buen tiempo que con mal tiempo. Por eso mantenía los ojos bien abiertos y oteaba entre los árboles, aguzando la vista y aún más el oído.

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