El último argumento de los reyes (17 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—El coronel quiere decir delante de esos setos, por supuesto —terció con toda tranquilidad Bayaz—. Despliegue la infantería en doble fila a cada lado de ese mojón. La caballería ligera en esos árboles de allí, la pesada en cuña en el flanco derecho, donde contaran con la ventaja de estar en campo abierto —mostraba una asombrosa familiaridad con el argot militar—. Los ballesteros formando una sola fila detrás de los setos, de ese modo en un primer momento permanecerán ocultos a los ojos del enemigo y podrán hacer fuego desde lo alto —guiñó un ojo a Jezal—. Una excelente estrategia, Coronel, si me permite decirlo.

—Ciertamente —dijo con sorna Opker, y acto seguido se dio la vuelta y fue a dar las órdenes.

Jezal apretó con fuerza el bastón a su espalda mientras se rascaba la mandíbula con la otra mano. Era evidente que ostentar una alta graduación militar tenía otras atribuciones además de que le llamaran a uno «señor» todo el rato. Estaba claro que iba tener que leerse unos cuantos libros cuando volviese a Adua. Si es que volvía.

Tres pequeños puntos se separaron de la hormigueante masa humana que cubría el valle y comenzaron a ascender por la pendiente. Protegiéndose los ojos con una mano, Jezal vio ondear sobre sus cabezas un trozo de tela blanca. Querían parlamentar. Sintió en un hombro el peso nada reconfortante de la mano de Bayaz.

—No se preocupe, muchacho, estamos preparados para la violencia. Pero tengo plena confianza en que no habrá que llegar a eso —sonrió y echó un vistazo a la masa humana que llenaba el valle—. Plena confianza.

Jezal hubiera deseado fervientemente poder decir lo mismo.

Para ser un famoso demagogo, traidor e incitador a la revuelta, el hombre conocido como el Curtidor no tenía nada de extraordinario. En ese momento se encontraba tranquilamente sentado en una silla plegable a la mesa de la tienda de Jezal. Un hombre de rostro vulgar, mediana estatura y con una mata de pelo rizado, que vestía un chaquetón de color y estilo bastante normales y lucía una sonrisa en la cara que daba a entender que sabía muy bien que tenía las de ganar.

—Me llaman el Curtidor y he sido elegido para hablar en nombre de la alianza de los oprimidos, los sometidos y los explotados que aguardan abajo en el valle. Estos son dos de mis compañeros en tan justa y patriótica empresa. Mis dos generales, podríamos decir. Goodman Hood —y señaló con la cabeza a un hombre fornido, de tez rubicunda y gesto torvo— y Cotter Holst —y volvió la cabeza hacia un tipo con pinta de comadreja que tenía una larga cicatriz en una mejilla y un ojo vago.

—Es un honor —dijo Jezal con cautela, aunque a él le parecían bandoleros más que generales—. Yo soy el coronel Luthar.

—Lo sé. Le vi ganar el Certamen. Excelente manejo de la espada el suyo, amigo, excelente.

—Hombre... gracias —había pillado desprevenido a Jezal—. Este es mi ayudante, el comandante Opker y éste es... Bayaz, el Primero de los Magos.

Goodman Hood hizo un gesto de incredulidad, pero el Curtidor se limitó a acariciarse los labios con expresión pensativa.

—Bien. ¿Y ha venido a luchar o a negociar?

—Venimos para cualquiera de las dos cosas —dijo Jezal, disponiéndose a soltar su parrafada—. Aunque el Consejo Cerrado condena los métodos empleados, reconoce que algunas de sus demandas pueden ser legítimas y...

Hood soltó un sonoro resoplido.

—¿Qué remedio les queda a los muy cabrones?

Jezal siguió hablando.

—En fin, yo... bueno, me han ordenado que les ofrezca estas concesiones —y alzó un documento que Hoff le había entregado, un rollo de pergamino con aparatosas asas talladas y un sello del tamaño de un plato—. No obstante, debo advertirles que si se niegan a aceptarlas —añadió esforzándose por mostrarse tranquilo—, estamos dispuestos a combatir y que cuento con los hombres mejor entrenados, mejor armados y mejor preparados que tiene el Rey a su servicio. Cada uno de ellos vale por veinte de sus plebeyos.

El granjero corpulento rió con gesto amenazador.

—Lord Finster pensaba lo mismo y nuestros plebeyos le corrieron a patadas en el trasero de un extremo a otro de sus tierras. Le habríamos ahorcado si no llega a tener un caballo que volaba. ¿Su caballo es rápido, coronel?

El Curtidor le dio un toquecito en un hombro.

—Tengamos paz, mi fiero amigo. Hemos venido para hablar de condiciones y ver si podemos llegar a un acuerdo que nos resulte aceptable. ¿Por qué no nos enseña lo que tiene ahí, Coronel? Así veremos si las amenazas son necesarias.

Jezal le tendió el pesado documento y Hood se lo arrancó iracundo de la mano y lo abrió de golpe. El pergamino crujía mientras lo iba desenrollando, y cuanto más leía, más pronunciado se volvía su ceño.

—¡Esto es un insulto! —dijo cuando acabó de leer mirando fijamente a Jezal—. ¿Menos impuestos y no sé qué palabrería sobre el uso de las tierras comunes? ¡Y lo más seguro es que ni siquiera lo cumplan!

Entregó el pergamino al Curtidor, y Jezal tragó saliva. Como es natural, no entendía nada sobre las concesiones ni sobre sus posibles deficiencias, pero la reacción de Hood no hacía presagiar que fueran a llegar rápidamente a un acuerdo.

Los ojos del Curtidor recorrieron perezosamente el pergamino. Jezal advirtió que eran de diferente color, uno azul y otro verde. Cuando llegó al final, dejó el documento sobre la mesa y lanzó un suspiro bastante teatral.

—Estas concesiones son aceptables.

—¿Ah, sí? —sorprendido, Jezal abrió mucho los ojos, pero no tanto como Goodman Hood.

—¡Pero si son peores que las que nos ofrecieron la última vez! —gritó el granjero—. ¡Antes de que pusiéramos en fuga a los hombres de Finster! ¡Entonces dijiste que no aceptaríamos nada más que tierras para todos!

El Curtidor arrugó el semblante.

—Eso fue entonces.

—¿Eso fue entonces? —masculló Hood con la respiración ahogada por la incredulidad—. ¿Dónde quedó aquello de salarios justos por un trabajo justo? ¿Dónde quedó el compartir beneficios? ¿Dónde quedaron los mismos derechos costara lo que costara? ¡Tú me lo prometiste! —y señaló el valle con la mano—. ¡Nos lo prometiste a todos! ¿Qué ha cambiado, excepto que Adua está a nuestro alcance? ¡Podemos quedarnos con lo que queramos! Podemos...

—¡He dicho que estas condiciones son aceptables! —rugió el Curtidor con repentina ira—. ¡A no ser que quieras luchar contra las tropas del Rey tú solo! Nuestros hombres me siguen a mí, Hood, no a ti, por si no lo has notado.

—¡Pero tú nos prometiste la libertad para todos! ¡Y yo confié en ti! —el granjero le miraba con la cara desencajada—. ¡Todos confiamos en ti!

Jezal nunca había visto a un hombre con tal expresión de indiferencia como la del Curtidor en ese momento.

—Supongo que tengo una de esas caras que inspiran confianza —soltó con voz monocorde. Su amigo Holst se encogió de hombros y se puso a mirarse las uñas.

—¡Maldito seas, entonces! ¡Malditos seáis todos! —y acto seguido, Hood se levantó, apartó de golpe la solapa de la tienda y salió hecho una furia.

Jezal vio que Bayaz se inclinaba para susurrarle algo al oído al comandante Opker.

—Haga arrestar a ese hombre antes de que abandone el campamento.

—¿Qué le arreste, señor? ¿Bajo la bandera de una negociación?

—Arréstele, póngale unos hierros y mándelo al Pabellón de los Interrogatorios. Un trozo de tela blanca no puede servir para esconderse de la justicia del Rey. Creo que es el Superior Goyle quien lleva las investigaciones.

—Ejem... muy bien.

Opker se levantó para seguir a Goodman, y Jezal sonrió nervioso. No cabía duda de que el Curtidor lo había oído todo, pero aun así seguía sonriendo como si el futuro de su antiguo compañero ya no fuera de su incumbencia.

—Pido disculpas en su nombre. En un asunto como éste no se puede dar gusto a todo el mundo —hizo un florido ademán con la mano—. Pero no se preocupe. Pronunciaré un gran discurso ante esas buenas gentes, les diré que hemos conseguido todo aquello por lo que luchábamos y pronto estarán de vuelta en sus casas y aquí no ha pasado nada. Es posible que algunos intenten montar un poco de follón, pero estoy seguro de que usted sabrá meterlos en cintura sin problemas, ¿eh, coronel Luthar?

—Esto... pues... —murmuró Jezal, que no entendía nada de lo que estaba pasando—. Supongo que nosotros...

—Estupendo —el Curtidor se puso en pie de un salto—. En fin, le ruego que me disculpe, pero tengo que marcharme. Aún me quedan muchas cosas que hacer. No hay forma de tener un poco de paz ¿eh, coronel Luthar? No hay forma de tener un poco de paz —intercambió una larga mirada con Bayaz y luego se agachó para salir a la luz del sol y desapareció.

—Si alguien me pregunta —murmuró el Primero de los Magos al oído de Jezal—, le diré que ha sido una negociación muy dura, con unos oponentes astutos y decididos a todo, pero que usted mantuvo en todo momento el tipo, les recordó sus deberes para con su Patria y su Rey y les convenció para que volvieran a sus campos.

—Pero... —Jezal casi tenía ganas de llorar de lo desconcertado que estaba. Totalmente desconcertado, pero también bastante aliviado—. Pero si yo...

—Si alguien me pregunta... —la voz cortante de Bayaz indicaba que daba el asunto por zanjado.

El amado de la luna

Con los ojos entrecerrados para protegerse del sol, el Sabueso observaba a los muchachos de la Unión que marchaban con paso renqueante en dirección opuesta. Quienes regresan derrotados de una batalla suelen tener un aspecto muy característico. El Sabueso lo había visto en multitud de ocasiones y él mismo lo había tenido más de una vez. Afligidos por la derrota. Avergonzados por haber sido batidos. Sintiéndose culpables por haberse dado por vencidos sin haber recibido una herida. El Sabueso sabía cómo se sentían, y también que aquel era uno de esos sentimientos que le roen a uno por dentro, pero la culpa duele muchísimo menos que el tajo de una espada y se cura muchísimo antes.

Algunos de los heridos no habían salido tan mal parados. Cubiertos de vendajes o entablillados, caminaban apoyándose en un palo o rodeando con el brazo el hombro de un compañero. Lo suficiente para pasarse unas cuantas semanas realizando tareas ligeras. Otros no habían tenido tanta suerte. Al Sabueso le pareció reconocer a uno de ellos. Un oficial, apenas lo bastante mayor para tener barba, cuyo rostro terso estaba contraído por el dolor y la conmoción. Tenía una pierna amputada justo por encima de la rodilla, y tanto sus ropas como las andas y los dos hombres que las transportaban estaban salpicados de sangre oscura. Era el tipo que estaba sentado junto a la verja cuando el Sabueso y Tresárboles llegaron por primera vez a Ostenhorm para unirse a las fuerzas de la Unión. El mismo que les había mirado como si fueran un par de boñigas. Ahora que pegaba un alarido con cada bote de la camilla no daba la impresión de ser tan listo, pero al Sabueso ni siquiera le arrancó una leve sonrisa. Perder una pierna le parecía un castigo excesivo por una actitud desdeñosa.

West estaba un poco más abajo, junto al camino, hablando con un oficial que tenía la frente envuelta en una venda sucia. El Sabueso no alcanzaba a oír lo que decían, pero se lo imaginaba en líneas generales. De tanto en tanto, uno de ellos señalaba hacia las colinas de las que venían: dos empinados promontorios, de aspecto inhóspito, cubiertos de árboles en su mayor parte y con unas cuantas afloraciones de roca viva. West se dio la vuelta y vio que le estaba mirando. Al Sabueso le pareció que tenía un aspecto más lúgubre que el de un enterrador. No hacía falta ser muy avispado para darse cuenta de que aún no habían ganado la guerra.

—Mierda —exclamó entre dientes el Sabueso. Sentía una especie de succión en las entrañas. Era la misma flojera que le entraba siempre que tenía que explorar un territorio desconocido, siempre que Tresárboles les decía que cogieran las armas, siempre que no había nada para desayunar excepto agua fría. Desde que era jefe, sin embargo, parecía no pasársele nunca. Ahora cualquier problema era su problema—. ¿Nada que hacer?

West negó con la cabeza mientras se acercaba a él.

—Bethod nos estaba esperando, y con una gran cantidad de hombres. Está atrincherado en esas colinas. Muy bien atrincherado y muy bien pertrechado, interponiéndose entre nosotros y Carleon. Lo más seguro es que ya lo tuviera preparado desde antes de cruzar la frontera.

—A Bethod siempre le ha gustado tenerlo todo bien preparado. ¿No hay forma de rodearlo?

—Kroy lo intentó por dos caminos distintos y en ambos casos recibió una soberana paliza. Ahora Poulder ha intentado atacar de frente las colinas y ha salido aún peor parado.

El Sabueso suspiró.

—Vamos, que no hay forma de rodearlo.

—Ninguna que no brinde a Bethod una magnífica oportunidad de clavarnos un cuchillo hasta la empuñadura.

—Y Bethod no dejará escapar una oportunidad como esa. Es lo que está esperando.

—El Lord Mariscal es de la misma opinión. Quiere que coja a sus hombres y tire hacia el norte —West miró unas colinas grises que se atisbaban más a lo lejos—. Quiere encontrar un punto débil. Es imposible que Bethod pueda tener cubierta toda la sierra.

—¿Ah, sí? —inquirió el Sabueso—. Bueno, eso ya lo veremos —y dicho aquello, se internó entre los árboles. A los muchachos les iba a encantar la idea.

Avanzó a grandes zancadas por el sendero y pronto llegó al lugar donde estaba acampada su gente. Su número no paraba de crecer. Debían de andar ya por los cuatrocientos, y, en conjunto, formaban un grupo de lo más aguerrido. El contingente más numeroso lo formaban los que nunca habían sentido demasiada simpatía por Bethod y habían luchado contra él en las guerras. Claro que, bien pensado, también eran los que habían luchado contra el Sabueso. Andaban por todos los rincones del bosque: sentados en torno a hogueras, cocinando, puliendo las armas, reparando el equipo, incluso había un par de ellos que habían echado mano de los aceros y estaban entrenándose. El Sabueso hizo un gesto de dolor al oír el entrechocar de los metales. Más tarde habría mucho más de eso, y con unas consecuencias bastante más sangrientas, no albergaba muchas dudas al respecto.

—¡Es el jefe! —gritaron—. ¡El Sabueso! ¡El jefe! ¡Hey, hey! —batían palmas y golpeaban sus armas contra las rocas en las que estaban sentados. El Sabueso alzó un puño, lanzó alguna que otra media sonrisa, dijo «bien, bien» unas cuantas veces y todo ese tipo de cosas. A decir verdad, seguía sin tener ni la más remota idea de cómo debía de actuar un jefe, así que se limitaba a hacer poco más o menos lo mismo que había hecho siempre. La banda, en cualquier caso, parecía bastante satisfecha. Se imaginaba que así solían ser las cosas. Hasta que perdieran un combate y decidieran que querían cambiar de jefe, claro está.

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