El último argumento de los reyes (84 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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—¿Qué otra cosa puedes hacer? Destruiste tu propia orden con tu arrogancia y tu sed de poder —más figuras salieron de los portales de la plaza o aparecieron avanzando lentamente por las calles. Algunas caminaban pavoneándose como si fueran duques. Otras iban cogidas de la mano como dos amantes—. Lo único que siempre te ha importado es el poder. Y ahora no te queda ni eso. Eres el Primero de los Magos, y el último.

—Eso parece. ¿No te satisface?

—No obtengo con ello satisfacción alguna, Bayaz. Simplemente hago lo que se ha de hacer.

—Ah. ¿Un combate justo? ¿Un deber sagrado? ¿Una cruzada, tal vez? ¿Crees que Dios sonríe ante tus métodos?

Manum se encogió de hombros.

—Dios sonríe ante los resultados —nuevas figuras con armaduras blancas llegaban a la plaza y se iban esparciendo por su perímetro. Se movían con una elegancia natural, con una fuerza espontánea, con arrogancia infinita. Ferro echó un vistazo alrededor mientras apretaba la Semilla contra su cadera y empuñaba con fuerza la espada.

—Si tiene algún plan, quizá haya llegado el momento de ponerlo en práctica —le siseó a Bayaz.

Pero el Primero de los Magos se limitó a seguir mirando cómo los iban rodeando, con los músculos de las sienes palpitándole y abriendo y cerrando los puños que colgaban a su costado.

—Es una lástima que Khalul no haya podido visitarnos, pero ya veo que te has traído a unos amigos.

—Cien, como te prometí. Algunos tenían otras cosas que hacer en la ciudad y no han podido venir. Te envían sus disculpas. Pero la mayor parte estamos aquí por ti. Más que suficientes —los Devoradores se habían quedado quietos. Estaban de pie, mirando hacia el interior de la plaza, formando un gran círculo en cuyo centro se encontraba el Primero de los Magos. Ferro Maljinn, como es natural, no tenía miedo.

Pero no por eso dejaba de darse cuenta de lo mal que pintaban las cosas.

—Contéstame a una pregunta, ahora que ya ha llegado el final —dijo Manum—. ¿Por qué mataste a Juvens?

—¿Juvens? ¡Ja! Creía que podía hacer del mundo un lugar mejor a base de sonrisas y buenas intenciones. Con buenas intenciones no se consigue nada y el mundo no mejora si no se lucha. Pero yo no mate a nadie —Bayaz miró a Ferro de reojo. Ahora sus ojos tenían un brillo febril y su cráneo estaba bañado en sudor—. ¿Pero qué importa quién mató a quién hace mil años? Lo que importa es quién va a morir hoy.

—Cierto. Ahora, por fin, vas a ser juzgado —despacio, muy despacio, los Devoradores empezaron a estrechar el círculo, moviéndose todos a la vez hacia delante.

El Primero de los Magos esbozó una sonrisa tétrica.

—Claro que sí, Manum, aquí se va a celebrar un juicio, de eso puedes estar seguro. La magia abandona el mundo. Mi Arte es una sombra de lo que fue. Pero mientras os saciabais de carne humana olvidasteis que el conocimiento es la raíz del Poder. El Gran Arte lo aprendí de Juvens. La Creación se la quité a Kanedias.

Alrededor de los hombros de Bayaz el aire se puso a vibrar. Los Devoradores se detuvieron. Algunos levantaron los brazos y se taparon los ojos. Ferro entrecerró los suyos, aunque en realidad la brisa que se había levantado era muy suave. Una brisa sutil que brotó como una ola del Primero de los Magos y barrió el serrín que cubría el enlosado transportándolo hasta el borde de la Plaza de los Mariscales.

Manum miró hacia abajo extrañado. Incrustado en la piedra, bajo sus pies, el metal emitía un leve resplandor mate a la luz mortecina del sol. Un enorme conjunto de círculos, líneas, símbolos y círculos insertos en otros círculos formaba un dibujo unitario que cubría la totalidad del vasto espacio de la plaza.

—Once guardas hacia un lado de la cerradura y otras once en sentido contrario —dijo Bayaz—. Hierro. Enfriado en agua salada. Una mejora sugerida por las investigaciones del propio Kanedias. Glustrod utilizó sal gruesa. Esa fue su equivocación.

Manum levantó la mirada. La calma gélida se había borrado de su semblante.

—No irás a decir... —sus ojos oscuros se posaron en Ferro y luego descendieron hasta la mano en la que tenía la Semilla—. ¡No! La Primera Ley...

—¿La Primera Ley? —el Mago enseñó los dientes—. Las leyes son para los niños. Esto es la guerra, y en la guerra, el único crimen es la derrota. ¿La palabra de Euz? —Bayaz frunció los labios—. ¡Ja! ¡Que venga y trate de detenerme!

—¡Basta ya! —uno de los Devoradores pegó un salto hacia delante y avanzó como una exhalación por los círculos metálicos en dirección al centro. Ferro se sobresaltó al sentir de pronto que la piedra que tenía en la mano se volvía terriblemente fría. El aire que rodeaba a Bayaz se retorció y bailoteó como si el Mago fuera un reflejo en las aguas rizadas de una laguna.

El Devorador saltó sobre ellos con la boca abierta y la espada refulgiendo en una mano. Al instante desapareció. Y lo mismo les ocurrió a otros dos que venían detrás de él. Donde había estado uno de ellos había ahora un largo reguero de sangre. Mientras Ferro lo seguía con la vista, los ojos se le iban abriendo cada vez más. Luego se le abrió también la boca.

El edificio que estaba detrás de los Devoradores tenía un boquete gigantesco que ocupaba toda la fachada desde el suelo hasta el tejado; un gran cañón flanqueado de piedras rotas y trozos de escayola, lleno de vigas astilladas y cristales colgando. Desde sus bordes destrozados caía una llovizna de polvo que se precipitaba en el abismo que se abría debajo. Una bandada de papeles rotos revoloteaba por el aire vacío. Del fondo de aquella devastación surgió un débil grito de agonía. Luego un sollozo. Aullidos de dolor. Una multitud de voces. Las voces de los que usaban aquel edificio como refugio.

Mala suerte la suya.

La boca de Bayaz dibujó una sonrisa.

—Funciona —musitó.

Sendas oscuras

Rodeado de sus caballeros, Jezal cruzó a toda prisa el arco de acceso y entró en los jardines de palacio. Era asombroso que el Juez Marovia no se hubiera rezagado durante su vertiginoso recorrido por el Agriont, pero lo cierto es que al anciano apenas si le faltaba el aliento.

—¡Sellen las puertas! —bramó—. ¡Las puertas!

Los pesados portalones se cerraron y dos vigas del grosor de un mástil de barco se corrieron por detrás de ellos. Jezal al fin pudo respirar con un poco más de calma. El peso de aquellas puertas, la altura y la anchura de las murallas que ceñían el complejo palaciego y el gran número de hombres bien armados y disciplinados que lo defendían, infundían una sensación tranquilizadora.

Marovia posó una mano en el hombro de Jezal y comenzó a dirigir sus pasos por la senda empedrada que conducía a la puerta de acceso al palacio más próxima.

—Debemos buscar el lugar más seguro, Majestad...

Jezal se desprendió de su mano con brusquedad.

—¿Pretende que me encierre en mi dormitorio? ¿O en el sótano? Me quedaré aquí para coordinar la defensa de...

Un grito escalofriante llegó desde el otro lado del muro y resonó en los jardines. Fue como si aquel grito le traspasara el cuerpo y todo su valor se escurriera por el agujero que le había abierto. Las puertas traquetearon un poco contra las poderosas vigas y, con pasmosa velocidad, la idea de esconderse en el sótano cobró de pronto un atractivo insospechado.

—¡En filas, alrededor del Rey! —ladró la voz aguda de Gorst.

Un instante después, un muro formado por hombres provistos de corazas, con las espadas desnudas y los escudos levantados, rodeaba a Jezal. Otros se arrodillaron delante, sacaron saetas de sus aljabas y giraron las manivelas de las ballestas. Todas las miradas estaban fijas en las dobles puertas, que volvieron a traquetear y a moverse ligeramente.

—¡Allí abajo! —gritó alguien desde lo alto de la muralla—. i Allí...! —se oyó un aullido y un hombre con armadura cayó del adarve y se estrelló contra el césped. Su cuerpo pegó un par de sacudidas y luego se quedó inmóvil.

—¿Qué...? —masculló alguien.

Una figura blanca se lanzó desde las murallas, dio un elegante giro en el aire y cayó ante ellos en medio del sendero. De inmediato se puso de pie. Era un hombre de piel oscura, con una armadura blanca con adornos de oro y un rostro tan terso como el de un niño. Llevaba en una mano una lanza de madera negra con una larga hoja curva. Jezal le miró y él le miró a su vez con ojos carentes de expresión. En esos ojos negros había algo, o, mejor dicho, faltaba algo. Jezal comprendió de pronto que aquello no era un hombre. Era un Devorador. Un quebrantador de la Segunda Ley. Una de las Cien Palabras de Khalul, que habían venido para saldar antiguas cuentas con el Primero de los Magos. Aparentemente, y de forma bastante injusta en opinión de Jezal, aquel ajuste de cuentas le incluía también a él. El Devorador alzó una mano como para impartir una bendición.

—Que Dios nos acoja a todos en el cielo.

—¡Disparen! —gritó Gorst.

Las ballestas tabletearon. Un par de saetas rebotaron en la armadura del Devorador y otras dos se hundieron en su carne, una por debajo del peto y la otra en el hombro. Una más le atravesó la cara y las plumas quedaron alojadas justo debajo de un ojo. Cualquier hombre habría caído fulminado al instante ante sus ojos. El Devorador pegó un salto hacia delante con una velocidad pasmosa.

Uno de los Caballeros alzó su ballesta en un intento inútil de protegerse. La lanza le partió en dos a la altura del vientre e impacto luego en otro que había detrás, lanzándolo por los aires contra un árbol que se encontraba a diez zancadas de distancia. El aire se llenó de trozos de armadura y astillas de madera. El primer Caballero emitió un extraño silbido mientras la mitad superior de su cuerpo caía sobre el sendero, arrojando sobre sus compañeros un baño de sangre.

Jezal sintió que le empujaban hacia atrás y ya sólo pudo ver algunos atisbos de movimiento entre los cuerpos de sus escoltas. Oía gritos, gemidos, golpes metálicos. Veía destellos de espadas, salpicaduras de sangre. Un cuerpo enfundado en una armadura voló por los aires, agitando los miembros como un muñeco de trapo, y se estrelló contra un muro que había al otro extremo de los jardines.

Los cuerpos de sus escoltas se separaron de él. Tenían cercado al Devorador, que se defendía trazando vertiginosos círculos en el aire con su lanza. Uno de ellos acertó en el hombro a un soldado, que cayó al suelo. La fuerza del impacto hizo que el asta de la lanza se astillara y que la hoja saliera volando y se clavara de lado en el césped. Uno de los Caballeros cargó desde atrás y atravesó al Devorador con su alabarda, cuya punta salió por el otro lado de su blanca armadura sin el menor rastro de sangre. Un segundo Caballero le cortó un brazo con un hacha y del muñón brotó una llovizna de polvo. Lanzando un chillido, el Devorador le asestó un golpe con el dorso de la mano, que le abolló el peto de la armadura y lo arrojó gimiendo al suelo.

El tajo de una espada rasgó con un chirrido la armadura blanca, que lanzó al aire una polvareda como si fuera una alfombra que estuviera siendo sacudida. Jezal se quedó mirando embobado cómo el Devorador se dirigía hacia él. Gorst le quitó de en medio de un empujón y, soltando un rugido, descargó un mandoble que se hundió con un ruido carnoso en el cuello del Devorador. La cabeza quedó colgada de un cartílago y varias nubes de polvo marrón brotaron de sus heridas abiertas. Con la mano que le quedaba, agarró a Gorst, que contrajo la cara de dolor mientras caía de rodillas con el brazo retorcido.

—¡Toma cielo, cabrón! —la espada de Jezal cortó el último trozo de cuello y la cabeza del Devorador cayó sobre la hierba. Gorst se liberó entonces y pudo ver que el Devorador había dejado en la armadura de su destrozado antebrazo una hendidura que tenía la forma de su mano. El cuerpo sin cabeza se desplomó lentamente—. ¡Maldito engendro! —Jezal dio un paso adelante y propinó un puntapié a la cabeza, que rodó por el jardín y atravesó un macizo de flores dejando tras de sí un reguero de polvo. Tres hombres se alzaban sobre el cuerpo, jadeando por debajo de sus cascos mientras sus espadas refulgentes lo hacían pedazos. Los dedos del Devorador todavía se crispaban espasmódicamente.

—Están hechos de polvo —susurró alguien.

Marovia contempló ceñudo los restos.

—Unos sí. Otros sangran. Cada uno es diferente. ¡Debemos entrar en el palacio! —gritó mientras se apresuraba a atravesar los jardines—. ¡Vendrán más!

—¿Más? —doce Caballeros de la Escolta habían muerto. Jezal tragó saliva mientras contaba sus cuerpos mutilados, mellados, destrozados. Los mejores soldados de la Unión esparcidos por los jardines del palacio como si fueran trozos de chatarra entre las hojas marrones—. ¿Más? ¿Pero cómo vamos a...? —los portalones se estremecieron. Jezal volvió la cabeza hacia allí. El valor ciego del combate se evaporó como por ensalmo y fue reemplazado por una oleada de pánico.

—¡Por aquí! —gritó Marovia, manteniendo abierta una puerta y haciéndoles señas con desesperación. Tampoco había muchas más alternativas. Jezal se precipitó hacia allá, pero apenas había dado tres pasos cuando una de sus botas doradas tropezó con la otra y cayó de bruces al suelo. A su espalda oyó un crujido, un desgarramiento, un chirriar de maderas y metales. Consiguió incorporarse sobre su espalda y vio cómo las puertas se partían lanzando un diluvio de madera. Por el aire giraban tablones, por los senderos botaban clavos torcidos y las astillas se posaban suavemente sobre el césped.

En la atmósfera reverberante de las puertas apareció una esbelta figura femenina. Era una mujer muy pálida con una larga cabellera de color oro. A su lado venía otra exactamente igual a ella, sólo que su costado izquierdo estaba salpicado de sangre de la cabeza a los pies. Dos mujeres con alegres sonrisas dibujadas en sus rostros bellísimos, perfectos e idénticos. Una de ellas soltó a un Mensajero que intentaba atacarla un bofetón que le arrancó el casco alado, le machacó el cráneo y lo lanzó volando por los aires. La otra fijó sus inexpresivos ojos negros en Jezal. Al ver que le miraba, se puso de pie como pudo, echó a correr jadeando de miedo, se coló por la puerta al lado de Marovia y accedió a un vestíbulo en sombras, adornado con armas y armaduras antiguas.

Gorst y unos cuantos Caballeros de la Escolta entraron a trompicones detrás de él. A su espalda, en los jardines, seguía el desigual combate. Un hombre alzó su ballesta y un instante después reventaba lanzando chorros de sangre en todas direcciones. Un cadáver con armadura impactó en un Caballero que se había dado la vuelta para huir, le arrancó la espada y lo arrojó contra una ventana. Otro que corría hacia ellos agitando los brazos, cayó al suelo a unas pocas zancadas de distancia, y de las junturas de su armadura surgieron lenguas de fuego.

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