—¿Vive usted por aquí cerca? —preguntó Osgood.
—No, no —dijo Datchery—. Yo no vivo en ningún sitio.
—¡Vamos! —objetó Osgood al escuchar semejante disparate.
—Quiero decir que soy más pobre que el pavo de Job, de manera que me alojo principalmente en habitaciones alquiladas y pensiones, para que ellos no puedan encontrarme.
—¿Para que no puedan encontrarle
quiénes
, señor Datchery? —inquirió Osgood, pero el tema quedó relegado por la actitud impasible de Datchery y los lejanos gemidos y gritos inhumanos que se escuchaban a su alrededor. Osgood probó con otra pregunta—. ¿Adónde vamos?
—Cuando lleguemos a donde tenemos que parar, pararemos —dijo Datchery—. Aunque yo soy el guía, no soy yo el que guía.
—¿Quién es el guía entonces? —preguntó Osgood a sabiendas de que no recibiría respuesta alguna, probablemente porque no existía.
Hombres y mujeres enfermos se arrebujaban en las esquinas. Los enviados de las casas de misericordia recogían vagabundos, en su mayoría mujeres con niños pequeños, algunas con tres bebés en equilibrio entre sus brazos. Osgood sabía que Dickens había realizado aquel tipo de paseos, incursiones en los rincones perdidos de Londres para observar e inmortalizar a sus habitantes. Como un geólogo, Dickens había construido sus libros excavando todas las capas de vida bajo la ciudad.
De vez en cuando la expresión de Datchery se apagaba y perdía el brillo, y a veces los ojos parecían instrumentos más claros y agudos que un momento antes.
Se encontraban en la zona más inhóspita que Osgood hubiera visto en Londres. De hecho, el editor sólo hallaba consuelo en el hecho de que ninguno de los componentes de la lenguaraz masa humana con los que se cruzaban (que, por su aspecto, podrían haber pasado las horas de luz diurna a bordo de barcos o robando) se les había acercado todavía. Algunos les desearon unas sarcásticas «buenas noches» desde ventanas o portales abiertos. Entonces Osgood se percató de que su compañero llevaba un largo garrote. En realidad era algo más complicado que un garrote. En el extremo superior llevaba un gancho y un pincho que sobresalía por un lado.
Datchery notó el interés de Osgood y dijo:
—Sin esto ya nos habrían robado hasta la camisa, estimado Ripley. ¡Estimadísimo Ripley! ¡Esto es Tiger Bay y estamos llegando a Palmer's Folly! —los mismos nombres sonaban como advertencias.
En un estrecho patio había un callejón sin salida al que se accedía bajo un destartalado arco y que acababa en un edificio de tres pisos de ladrillo ennegrecido con una puerta negra y ventanas cegadas. A cada uno de sus lados se levantaban una taberna y una pensión de mala muerte. Al caminar, los pasos de los dos hombres producían un crujido quebradizo. Osgood tardó unos minutos en darse cuenta de que el camino estaba cubierto de huesos de animales y espinas de pescado. Delante de la taberna se había formado una columna de personas de ambos sexos y todas las razas que se empujaban unas a otras para conseguir tener una visión mejor de los escalones de la entrada.
Un hombre llamado el Rey del Fuego llevaba a cabo una exhibición en ellos. Ofrecía, a cambio de una recompensa en billetes pequeños, demostrar su poder de resistencia a toda clase de calor. «¡Poderes sobrenaturales!», prometía a la multitud.
Entre los aplausos y vítores de sus arrebatados seguidores, el Rey del Fuego tragó tantas cucharadas de aceite hirviendo como compraron las donaciones y sumergió las manos en una cacerola de «lava derretida». A continuación, el Rey cruzó las puertas abiertas de la taberna y, por una tarifa algo más alta que la filantrópica muchedumbre aportó de buen grado, allí se introdujo en el horno de la taberna junto a una pieza de carne y no salió hasta que la carne (un filete crudo que había mostrado a su público) estuvo cocinada.
Sin embargo, los dos peregrinos en esta región no permanecieron fuera el tiempo suficiente para verlo, porque Datchery se había acercado a la puerta negra y llamaba ya a ella. Un hombre recostado en un sofá zarrapastroso y desgastado les franqueó la entrada a un pasillo tras el cual subieron unas escaleras estrechas en las que todos los escalones crujían bajo sus pies; tal vez por su estado de deterioro, tal vez para advertir a los ocupantes. El edificio olía a moho y… ¿a qué más? Era un olor denso, embriagador. Entraron por error en una sala en la que se veía un piano con unas pocas personas de público enfrente; todos se volvieron a mirarles y no movieron un músculo hasta que se fueron. Camareras y bailarinas se sentaban junto a, o en las piernas de, marineros y oficinistas. Uno de los miembros del público parecía sostener un puñal entre los dientes.
Osgood no podía ni imaginar qué tipo de exhibición se llevaría a cabo cuando ellos se fueran, ya que no se había escuchado música de piano en el tiempo que llevaban en el edificio.
Siguieron subiendo entre el humo y la bruma.
—Aquí —dijo Datchery con escalofriante rotundidad—. Tenga cuidado, señor Osgood, todas las puertas en la vida pueden conducir a un reino desconocido o a una trampa fatal.
La puerta se abrió a la oscuridad y el humo.
—¡Nada de armas! —ése fue el saludo pronunciado por una voz grave que parecía pertenecer a una mujer.
Datchery dejó el garrote en el pasillo, al otro lado de la puerta.
Tras un breve y lento ajetreo, se encendió una vela. La exigua habitación estaba abarrotada de personas, la mayoría enroscadas unas junto a otras encima de una cama hundida. Algunas estaban dormidas y otras tantas parecían estar a punto de hacerlo en cualquier momento. A los pies de la cama se sentaba una mujer de pelo plateado demacrada y nerviosa que sostenía una varita de bambú larga y fina.
—Acordaos de pagar, queridos, ¿estamos? —saludó a los recién llegados—. A Yahee, el del otro lado del patio, le ha caído un mes de prisión por mendigar. ¡De todas maneras él no la mezcla tan bien como yo!
La mujer manipulaba una sustancia negra pegajosa sobre una pequeña llama. Tirado en la cama se encontraba un hombre chino en trance profundo, y un marinero lascar con la boca abierta murmuraba para sí, ambos con los ojos brillantes y vacíos. De la boca del lascar se escapaba la saliva entre los dientes podridos y corría sobre las llagas como cráteres de sus labios. Trapos y sábanas colgaban de una cuerda puestos a secar en medio del humo. ¡El humo! Mientras la mujer levantaba la pipa de bambú, Osgood reconoció el olor repulsivo del opio.
Osgood pensó en los libros de Coleridge y De Quincey, dos escritores que, como casi todo el mundo, incluido Osgood, habían tomado opiáceos de la farmacia para paliar los dolores del reuma y de otros padecimientos físicos. Pero los escritores habían consumido en cantidad suficiente para experimentar el torbellino de éxtasis y postración que el opio ejercía en el cerebro. Como De Quincey había escrito en una serie de confesiones publicadas antes de que se convirtiera en el lema de miles, «Ahora la felicidad se puede comprar por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco». Osgood pensó también en la acusación de la policía contra Daniel Sand, que tan lejos quedaba en Boston, asegurando que el muchacho había abandonado todo por la exaltación y el placer del consumo de opio.
—La que tiene Sally es mejor que la de Yahee… Pagaréis como corresponde, ¿verdad, queridos? —repitió la jefa del establecimiento—. Aspirad esto. Después de pagar, naturalmente.
Mientras recitaba sus consignas, una joven menuda que estaba en el otro lado de la inmunda cama de Sally se cayó al suelo con un gemido.
—¿No se encuentra bien? —preguntó Osgood. Sally le explicó que la joven se hallaba en un estado de sueño pacífico, mejor que si estuviera en la sucia y espantosa tasca donde solía llevarla su madre.
Entonces Osgood cayó en la cuenta. De repente era capaz de poner nombre a la sensación que había experimentado al entrar en aquel lugar. Era una palabra que nunca habría adivinado.
Familiaridad
.
Ser testigo de aquella inmundicia era como mirar fotografías de escenas de
El misterio de Edwin Drood
. Le recordaba a la primera escena del libro, cuando el pervertido John Jasper se refugia en sus sueños de opio mientras se dispone a poner en marcha sus malévolos planes contra su sobrino Drood; y la Princesa del Humo era la vieja que preparaba el opio e interrogaba a sus visitantes. También era como la escena que habían montado en el teatro Surrey, sólo que aquí con la aportación del olor real de la droga y su desesperanza.
Aquí tienes otra preparada para ti, queridito. Recordarás, como buena persona que eres, que los precios del mercado últimamente se han puesto por las nubes, ¿verdad que sí?
¡Quedaba demostrado que la expectativa de Osgood no estaba fuera de lugar! Algo debía de haber asimilado Datchery, consciente o no, del proceso de escritura de la novela si conocía aquel sitio. Entonces, una impresión menos tranquilizadora tensó sus nervios al girarse y mirar a Datchery, que estaba detrás de él. Datchery y Sally se miraban con la confianza de un pretendiente y su antiguo amor.
Un movimiento inesperado y repentino desvió la atención de Osgood: cuatro ratones blancos corretearon por una estantería polvorienta y pasaron por encima de los ocupantes de la cama. Sally les aseguró que eran mascotas muy dóciles y, tras unos cuantos intentos torpes, logró encender otra vela, como si quisiera demostrar lo tremendamente civilizado del uso de dos velas. La luz descubrió una escalera de mano que subía hasta un agujero en el techo. En el tiempo que llevaban allí de pie había abandonado la habitación un marinero malayo, y un mendigo chino había entrado, salido y vuelto a entrar. Sally habló con este último, al parecer, de su habitual cobro por adelantado del opio, sólo que esta vez en chino. También sermoneó a un cocinero bengalí, al que llamó Booboo, que parecía no ser sólo comprador de opio, sino también su inquilino y sirviente.
La transacción era siempre la misma. Después de recibir un chelín del cliente, la traficante tostaba una espesa bola negra, que había mezclado lentamente con una aguja, sobre la llama de una lámpara rota. Cuando ya estaba bastante caliente, introducía la mezcla oscura en la cazoleta de una pipa de bambú, que no era más que un tintero de cristal viejo con un agujero practicado en el costado. Entonces el cliente aspiraba por el extremo de la sibilante pipa hasta que se consumía el opio, por lo general al cabo de un solo minuto, como mucho.
Mientras preparaba la mixtura, Sally clavó la mirada en Osgood, impaciente ante la falta de pago. Incluso uno de los adormilados fumadores de opio parecía haberse interesado en el bien vestido editor. Osgood había descubierto en ese rato entre los trapos húmedos que cubrían el suelo un pequeño folleto o panfleto entre otros papeles sucios. Aunque la luz era demasiado escasa para distinguir los detalles, le pareció que ya había visto antes la maltrecha portada del librito.
—Bien, queridos —dijo Sally, la jefa del opio, un poco enfurruñada—, ¿buscáis algo más aquí, aparte de unas cuantas caladas? —entretanto, también el lascar había logrado ponerse en pie y les miraba fijamente.
Osgood sintió una segunda oleada de náuseas ante el renovado aumento de los vapores. Al arrodillarse para tomar una bocanada del aire más limpio que había junto al suelo, aprovechó para deslizar el librito en el interior de su bolsillo. Datchery le preguntó si se encontraba bien.
—Un poco de aire —respondió Osgood aturdido por haberse agachado. Encontró la puerta y bajó un tramo de escaleras hasta una ventana abierta que había en el descansillo. Sacó la cabeza y cerró los ojos, que aún le ardían por el humo. Cuando volvió a abrirlos se dio cuenta de que tenía la vista borrosa por las lágrimas y trató de secarse los ojos con el pañuelo. El aire en la cara le alivió; a pesar de ser caliente, parecía la brisa del océano comparada con el caldero de arriba.
Entonces sacó el librito del bolsillo y sus sospechas se vieron confirmadas. Tenía en sus manos la última entrega de
El misterio de Edwin Drood
, la misma que había visto salir de Chapman & Hall el día de las revistas.
—
¡Drood!
—dijo para sí. ¿Cómo demonios habría llegado allí también? Qué verdad era que a Charles Dickens se le leía en todas partes.
Al volver a subir las escaleras, firmemente aferrado a la barandilla, sintió que la vista se le nublaba otra vez según se acercaba a la oscura habitación del opio. Ahora, la entrada parecía un bloque sólido de humo. Dos pasos más allá de la puerta se sintió cegado y dio con algo tirado en el suelo. Cuando miró para abajo al tiempo que caía hacia adelante comprobó que acababa de tropezar con Datchery, que estaba tumbado. Osgood sintió que le agarraban y empujaban contra la pared, donde el lascar le inmovilizó y le propinó un puñetazo en el estómago.
—¡Basta! ¡Ripley! —el grito provenía de Datchery, que se levantó del suelo y se lanzó tambaleándose contra el agresor. Datchery luchó con el lascar, pero Booboo, el bengalí, le apartó con fuerza y volvió a tirarle al suelo, donde quedó inconsciente por el golpe.
Osgood, cegado por las lágrimas y la sangre, intentó salir de la habitación a tientas, pero el lascar le agarró y le atizó con los puños una y otra vez, derecha e izquierda, aplastándole contra la pared. Luego le abrió el chaleco de un tirón y le registró los bolsillos. Osgood podía oír cómo Booboo, agachado en el suelo, desvalijaba del mismo modo al inconsciente Datchery.
Su cuerpo perdió toda la fuerza y Osgood notó que se derrumbaba contra la pared dándose un fuerte golpe en la cabeza. De repente, todo acabó. Gritos. El lascar se desplomó con la cabeza inerte hacia un lado. Booboo pareció volar por la habitación salpicando sangre en su vuelo. Sally salió atropelladamente hacia la escalera de mano y, como uno de sus ratones, subió los travesaños a toda velocidad y desapareció. Osgood se vio nuevamente asido de ambos brazos, pero por una persona diferente.
Entre brumas, el editor creyó reconocer a la figura que le había agarrado.
—¡Imposible!
Conocía a su asaltante. ¡Cómo era posible que estuviera allí! La gigantesca figura se cernía sobre él agarrándole violentamente de la parte alta del brazo. Unos segundos después, Osgood cayó al suelo y todo se volvió negro a su alrededor.
Lo siguiente que sintió fue que despertaba rodeado de oscuridad. Su ropa estaba empapada y revuelta. Curiosamente, se encontraba en un estado de pacífica ensoñación; la llamada del sueño, el rumor del océano, un inmóvil cielo estrellado, esto era todo lo que experimentaba. El aire se había vuelto de un azul denso y alargó una mano para tocarlo.