—El señor Osgood y la señorita Sand han hecho un largo viaje hasta aquí por negocios, Katie, y para saber más de
El misterio de Edwin Drood
.
—Los negocios son un aburrimiento —dijo Katie chascando los dedos—. Oh, muy bien. ¿De verdad quieren abrirse camino en el intrincado laberinto y llegar al corazón del misterio? ¡Si quieren saber el final de
Drood
no tienen más que comprarme una cinta nueva para el pelo! Todas las mías se van a subastar.
—¡Oh, no tomes el pelo a todo el mundo, Katie! —exclamó Mamie.
—Bueno, se lo contaré —dijo Katie mientras se enroscaba los rizos cobrizos en un dedo con aire coqueto—. Drood está vivo o está muerto; Rosa se casa con Tartar o se mete a monja; Dick Datchery encuentra el cadáver de Drood o a Drood jugando a las cartas en el sótano con el tutor de Rosa, Grewgious. ¡No tengo ni la menor idea! Y ésa es la respuesta a la adivinanza.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Osgood.
—Ni el viejo cancerbero, ni la fiel tía Georgy, ni mis descarriados hermanos, ninguna de esas queridas criaturas sabe cómo iba a terminar porque mi padre no quería que lo supieran; no quería que lo supiera nadie en el universo excepto él, señor Osgood. Para él era un juego. Siempre le encantó sorprendernos y una vez que se lo proponía era tremendamente testarudo.
Al volver al Falstaff Inn aquella misma noche, «Sir Falstaff» le llevó un té a Osgood, que estaba sentado absorto junto a la chimenea del salón. Rebecca se había retirado a su habitación a leer. Sir Falstaff parecía perdido en sus pensamientos y la bandeja se le resbaló estrellando la tetera y la taza.
—Lo siento mucho, señor Osgood —dijo el hospedero después de que su hermana barriera los añicos y recogiera con una mopa el té derramado. El hombre parecía triste por algo más que la porcelana rota.
Osgood siguió la mirada del hospedero y descubrió su punto de atención. Era una de las densas flores violetas que dejaban en la abadía: Osgood la había traído con la intención de pedirle a uno de los vendedores callejeros de plantas que la identificara.
—Qué cosa más fea, ¿verdad, Sir Falstaff? Siento mucho haber adornado su mesa con un hierbajo tan descaradamente horrendo —le dijo—. ¿No se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un poco de agua fría?
El hombre declinó la oferta con un gesto trémulo.
—Señor Osgood, ¿no lo sabía? Esa flor… ¡es una amapola de opio! Me siento como si me hubieran golpeado en el corazón con un mazo.
—¡No lo sabía! —dijo Osgood a modo de disculpa, a pesar de que seguía sin entender la reacción del dueño.
El hospedero miró con expresión de fatalidad al fuego de la chimenea, se quitó la gorra y la plegó sobre su regazo.
—No podía saberlo, señor Osgood. Hace muchos años que aprendí a odiar esa planta perversa. Mi hijo no tenía más que veinte primaveras de edad y de juicio y tuvimos que enterrarle por culpa de la maligna seducción de esa planta. La casa quedó completamente vacía sin él. Por eso, cuando se fue, mi hermana y yo nos mudamos aquí desde nuestra casa en la ciudad para encargarnos de este pequeño hostal: proporcionar placer a otra gente cuando has perdido todo el tuyo es un pequeño milagro.
Osgood estrujó la flor y la guardó en el bolsillo de su chaleco como sin darle importancia. El pobre Sir Falstaff, con la cara inexpresiva y baja, no se movió.
—Pero ¿qué es esto? Basta ya de esta actitud solemne —el hospedero se levantó de repente de su silla, se puso el sombrero y recuperó la alegría—. Sí, ya basta. Ahora ¿qué le parece un poco de cerveza para levantar el ánimo?
Al día siguiente Osgood volvió a tomar el ruidoso tren a Charing Cross. Había pensado asistir a la subasta en la que se venderían las pertenencias de Gadshill en beneficio de la familia Dickens.
Se había dado tiempo de sobra para llegar a la casa de subastas situada en King Street bastante antes del anunciado comienzo «a la una en punto sin demora». Además, pensó Osgood, era el día del partido de críquet anual entre Eton y Harrow, que embotellaría las calles. Su sensación de frustración había ido en aumento las últimas horas. Cada vez tenía menos esperanza de que volviera a aparecer el paciente, pero la amapola le había hecho pensar en la figurita oriental del fumador de opio que adornaba el estudio de verano de Dickens. ¿Se habría fijado en ella mientras escribía las escenas de consumo de opio en
El misterio de Edwin Drood
? ¿Sería aquel objeto la fuente de sus ideas? De ser así, Osgood quería otra oportunidad para observarla detalladamente.
La gran sala de subasta de Christie, Manson & Woods era una institución en Londres y lo demostraba lo polvorienta y mugrienta que estaba. Para sorpresa de Osgood, la caldeada sala estaba abarrotada ya a las doce de la mañana. Y tampoco se trataba sólo de los habituales coleccionistas arrogantes, comerciantes mercenarios y representantes de otros compradores; codo a codo con los hombres y mujeres de la alta sociedad que vestían sus elegantes linos, la sala acogía a una multitud de personas con los sencillos atavíos de las clases trabajadoras. A1 mirar alrededor parecía que todos los personajes de cada una de las novelas de Dickens, aristócratas y llanos, pomposos y austeros, habían cobrado vida para acudir a Christie's con las carteras abiertas.
Osgood comprobó que no podía llegar contracorriente a través de la muchedumbre ansiosa hasta ninguna de las mesas cubiertas por un tapete verde más próximas al subastador. En cambio, encontró una silla libre junto a la mesa del secretario de la subasta.
Osgood marcó con un círculo dos artículos en su catálogo. Los vecinos que ocupaban las sillas que le rodeaban se miraban unos a otros suspicazmente, convencido cada uno de ellos de que los demás estaban allí exclusivamente para quedarse con el objeto que él ya había elegido de entre los efectos personales de Dickens. Los ojos de Osgood también se encontraron con los de Arthur Grunwald, el actor del Surrey, que le saludó con un teatral gesto de cabeza como si uno de ellos fuera a morir ese mismo día o, como mucho, al día siguiente. Llevaba una ancha bufanda a pesar de que hacía calor y humedad.
Uno de los primeros artículos que se presentaron entre las dos mesas fue el cuadro del
Britannia
que había visto en Gadshill.
—Representa el navío en el que el señor Dickens viajó por primera vez a América. Reproducido en la popular edición de
Notas americanas
… —salmodió el señor Woods, el subastador, desde su estrado.
La competición fue feroz.
—¡Ochenta guineas!
—¡Noventa!
—¡Noventa y cinco guineas!
—¡Cien guineas! ¡Ciento cinco!
—A la una, a las dos, ¡adjudicado!
El señor Woods bajó el martillo. Las primeras docenas de lotes fueron retratos y pinturas cuyos precios estaban fuera del alcance del pujador aficionado. Luego, el señor Woods anunció que pasaban a «los objetos decorativos antes propiedad del difunto caballero». En esta categoría de objetos, el fanático general de Dickens podía ser una competencia mucho más dura. De hecho, el rostro bien educado del señor Woods parecía revelar su gran asombro ante las cifras que llegaban a alcanzar trastos sin valor que simplemente habían sido tocados por los dedos de un hombre. Mujeres aparatosamente vestidas levantaban sus binoculares de ópera y se balanceaban de un lado a otro para ver mejor.
El ayudante mostró un gong con su maza que Dickens utilizaba para reunir a su familia en Gadshill. Mientras se libraba una batalla que subió hasta las treinta guineas, el espectador que Osgood tenía detrás susurró en tono chirriante:
—Siempre le encantaron los gongs.
Osgood, sin saber muy bien qué contestar, sonrió cortésmente.
—Oh, sí —continuó el obstinado estridente mientras aplicaba un pañuelo contra su mejilla derecha, respondiendo a una objeción que Osgood no había formulado—. ¿No se acuerda del joven cegato y su gong en la escuela del doctor Blimber de
Dombey e hijo
?
A estas alturas Grunwald se había hecho con un par de acuarelas que representaban la casa y la tumba de la pequeña Nell de
Almacén de antigüedades
. Cuando el actor se levantó para marcharse, se detuvo junto a la fila de Osgood. Le seguía pisándole los talones la misma joven que le arreglaba la chalina en el Surrey.
—Ahí está, Osgood, sentado con las manos en los bolsillos —dijo sacudiendo su negra cabellera—. ¿Ha visto lo que ha pasado?
—Sí, enhorabuena por su compra, señor Grunwald.
—No ha sido una compra. Ha sido una victoria. Se lo he arrancado de las manos a esos malvados mercachifles gracias a la entereza y la determinación. No encarné a Hamlet en el Princess sin aprender algo de valor. La gente se ha confundido con Hamlet durante siglos, ¿sabe? No es él el indeciso; él posee una determinación perfectamente normal. ¡Son los críticos los que no acaban de decidirse sobre él! Buenas tardes, señor Osgood.
Antes de salir de la estancia, Grunwald recorrió la sala de subastas con la mirada como si hubiera burlado no sólo a unos cuantos especuladores, sino a todos los presentes.
Por fin:
—Lote setenta y nueve, una fuente de pie, rosa, con pie de bronce dorado, antes adornaba la repisa de la chimenea del salón de Gadshill.
Osgood entró en la refriega rebasando su precio real de tres libras y superando las cifras de todos los demás comerciantes y admiradores hasta alcanzar las siete libras con quince. Con ese precio los derrotó.
El secretario le entregó una papeleta en la que había escrito el precio de venta. El editor salió por el pasillo a la sala contigua, donde, a cambio del pago, le entregaron la bonita pieza de cristal que sacaron de una caja donde guardaban otros artículos de la casa. Al regresar a su asiento, Osgood encontró la subasta en su punto álgido de emoción.
«¡Grip! ¡Grip! ¡Grip!», se oía por todas partes. En el centro, delante del público, se veía una urna de cristal que contenía un cuervo disecado llamado Grip que había sido la mascota favorita de Dickens y el modelo del pájaro parlanchín del mismo nombre que aparece en su novela
Barnaby Rudge
. Entre la algarabía de voces nerviosas se escuchaba citar las frases favoritas de Grip en la novela. La puja fue encarnizada y el martillo no cayó hasta que se alcanzaron las ciento veinte libras.
Le siguió una cerrada ovación y se oyó gritar «¡Nombre!» como forma de honrar al comprador.
—¡Señor George Nottage, de Cheapside! —accedió el aludido campechano.
—¿Qué sucede? —preguntó Osgood a su confidente cuando el público empezó a sisear y quejarse.
—Nottage —respondió el vecino— es el dueño de la Stereoscopic Company. ¡Demontres, sólo va a utilizar el pájaro para hacerle fotos estereoscópicas y venderlas para ganar dinero!
A Osgood le pareció que aquello era bastante extraño: una pandilla de moralistas que, en una sala de subastas, criticaban el beneficio económico en nombre de Charles Dickens. Tras unos cuantos lotes más llegaron por fin al siguiente artículo que había marcado en su catálogo: la figura de escayola de un turco sentado fumando opio. La grotesca estatuilla que había visto en el chalet suizo de Gadshill junto al escritorio de Dickens y podía darle pistas útiles para él. Pero el subastador pasó a los siguientes artículos. Mientras Woods los describía, Osgood se puso de pie y levantó la mano.
—Le ruego que me disculpe, señor Woods, pero se ha olvidado usted del lote ochenta y cinco. El turco…
—Lote ochenta y seis…
—Pero, señor, con todo respeto —continuó Osgood—, se supone que el ochenta y cinco…
El sudoroso vecino de Osgood le tiraba de la manga con una voz más chirriante que nunca:
—Si no se calla…
El martillo dio un golpe.
—¡Ochenta y seis! —anunció Woods investido de autoridad divina, como si el número ochenta y cinco hubiera sido eliminado sin rastro de la aritmética aceptable—. ¡
Noche y Mañana
, dos relieves de la escuela de Thorwaldsen con marcos dorados!
Osgood se volvió a sentar derrotado. Los asistentes habían empezado a murmurar con curiosidad sobre el lote eludido, pero pronto les distrajo contemplar una entretenida contienda entre dos especuladores por los relieves enmarcados. Osgood se dispuso a abandonar la subasta con la fuente de pie en la mano.
Un hombre fornido con las manos en los bolsillos se intentaba abrir camino poco a poco entre la muchedumbre. Tenía la mirada clavada en los pies, pero Osgood observó que, de vez en cuando, le miraba directamente a él. Tal vez sólo fuera cosa de su imaginación, disparada por el disgusto que le había ocasionado la omisión del subastador. Pero entonces Osgood se volvió y miró hacia atrás. Bloqueando la salida, un hombre más corpulento y serio, con una cara como un pedernal, le miraba fijamente. Comenzó a acercársele.
Durante unos segundos Osgood intentó quitarse de la cabeza la idea de que aquellos dos hombres fueran tan amenazadores como parecían. Obligándose a ser racional, decidió poner en práctica una prueba. Se puso de pie lentamente y los dos hombres se detuvieron, se miraron el uno al otro, luego aceleraron el paso con mayor agresividad, cerrándose sobre él como las dos piezas de una prensa. El observador fornido ya no disimulaba sus miradas. Por otro lado, Osgood se encontraba acorralado por todas partes por la inmensa población de dickensistas amontonados en la sala.
Entonces Osgood sintió una mano en el hombro.
—Perdone —dijo Osgood en enérgica protesta—. ¿Le pasa algo, señor?
—Nos gustaría acompañarle al piso de arriba —respondió el hombre fornido.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Osgood—. Insisto en saber lo que quieren, caballeros, antes de ir con ustedes.
Sin dar respuesta, el hombre le agarró del brazo y empezó a arrastrarle hacia la salida que había detrás del subastador.
Osgood levantó una mano.
—¿Puja usted, señor? —le preguntó Woods carraspeando nerviosamente.
El ayudante del subastador sostenía en alto un pequeño salero sin interés que hasta entonces no había atraído la menor atención.
—Con un valor de diez chelines, señor —dijo Woods.
—¿Por cuánto va la puja? —preguntó Osgood en voz alta.
—Nueve chelines, señor.
—Diez guineas —dijo Osgood, y de inmediato subió su propia oferta—: ¡Diez y media!
Un murmullo se elevó del público ante la nada despreciable cantidad por el salero. Aquello parecía sugerir que el resto de los asistentes había pasado por alto su valor y otras pujas se escucharon por toda la sala hasta que Osgood la acabó en dieciocho guineas y media. Los espectadores estallaron en una salva de aclamaciones para celebrar la extravagante compra. Osgood lanzó el sombrero al aire. Esto arrojó al público a un paroxismo de excitación y todos los presentes en la sala se levantaron y aplaudieron. Osgood aprovechó la atención y la confusión para escapar de su captor.