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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (55 page)

BOOK: El último judío
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En la plaza de España, Rosalyn dijo que tenía que hacer unas compras.

—En realidad, es una ofrenda de paz para mi perversa abuela.

—¿Os habéis peleado? Siempre me decías que era una mujer extraordinaria.

—Sí, pero mi Nona es un poco difícil algunas veces. Ni siquiera ha querido conocer a Bill porque sus padres son judíos
ashkenazis
y no
sefardies
. Me ha echado un rapapolvo que no veas. Dice que no se puede esperar nada bueno de un matrimonio interracial.

—Qué barbaridad. ¿Qué hubiera dicho si hubieras seguido con Sonny Napoli?

—Jamás presenté a Sonny Napoli a mi familia —contestó modestamente Rosalyn y ambas se echaron a reír.

—¿Dónde encontraste a Bill Steinberg? Debe de ser el único chico bueno que queda.

—Él sabe hacerme feliz, Betts. Y es un buen chico, de verdad. A él le gustaría una boda sencilla, con sólo los amigos más íntimos, pero aceptará la gran fiesta y la ceremonia sefardita. Cuando le dije que tendrían que sostener sobre nuestras cabezas su chal de oración, una especie de dosel nupcial dentro del dosel nupcial, dijo que tendría que comprarse un chal de oración. Ya verás cuando Nona se dé cuenta de que es un chal nuevo a estrenar.

—Harold y Judith, los padres de Bill, son tan buenos y pacientes como él. Mis padres los invitaron al
seder
de la Pascua judía para que conocieran al clan. Pensaron que prepararíamos sopa de pollo y
kugel
de patatas, pero, en su lugar, se encontraron con tortilla de patatas y casi cuarenta miembros de las familias Toledano y Raphael. Mi Nona les contó en voz baja que uno de sus antepasados de la familia Raphael había ayudado a levantar la sinagoga española y portuguesa de Nueva Amsterdam en 1654. Entonces Harold Steinberg le contestó, también en voz baja, que en 1919 su abuelo había sido el primer hombre de Pinks que había utilizado una máquina de coser en una fábrica de zapatos de Lowell, Massachusetts.

—Ya, pero aquello fue en 1654 —dijo Betty—. Hasta mi abuela yanqui Spencer hubiera considerado que es licito presumir del año 1654.

—Eso fue la parte materna de la familia, los Raphael. Por parte de mi padre, su primer antepasado no llegó a Estados Unidos hasta el siglo pasado, pero Nona ha logrado seguir la pista de los Toledano hasta Eleazar Toledano, un constructor de carros que se trasladó desde Amsterdam a La Haya en 1529.

—Dios bendito, Roz. ¿Y cómo es posible que nunca me hablaras de esa gente?

Rosalyn se encogió de hombros.

—Creo que no tengo ocasión de pensar en ellos muy a menudo.

Al poco rato llegaron a una tiendecita con un sencillo rótulo que decía Antigüedades Salazar, y decidieron entrar.

—Por lo menos, aquí habrá un Poco de sombra —bufó Betty.

Pero, una vez dentro, comprobaron que las antigüedades eran muy curiosas e interesantes.

—¿Buscan algo en particular? —les preguntó el propietario que dijo llamarse Pedro Salazar.

Era un anciano calvo vestido con traje negro, camisa blanca y una corbata roja estampada un tanto incongruente que le confería un aspecto casi de truhán.

—Estoy buscando un regalo para mi abuela —contestó Rosalyn.

—Ah, su abuela.., bueno pues, tenemos muchas cosas. Por favor, eche un vistazo.

Los objetos eran muy bonitos, pero lo que más abundaba eran los muebles. Rosalyn no vio nada que pudiera regalarle a su abuela hasta que llegó a una bandeja de lata esmaltada con un juego de grandes copas de plata. Las copas estaban muy brillantes.

—¿Qué te parece? —preguntó, tomando una de las copas.

—Creo que a tu abuela le encantarían unos objetos de plata española antigua— contestó Betty.

Al ver su interés, el señor Salazar se acercó a ellas. Pero cuando le preguntó el precio de las copas y él se lo dijo, Rosalyn tardó un momento en traducir las pesetas en dólares e hizo una mueca.

—Demasiado —dijo.

El señor Salazar esbozó una sonrisa.

—Pertenecían a un amigo mío de toda la vida que falleció en abril. Era Enrique Callicó, un caballero muy conocido casi el último representante de una excelente familia de Zaragoza. Su padre murió en la guerra civil, durante la batalla de Madrid. Sólo queda Manuel, su hermano menor, que ahora es un anciano monseñor del Vaticano, en Roma. He vendido muchos objetos antiguos de la testamentaría Callicó.

—No sé… —Rosalyn examinó varias de las copas—. ¿ Han perdido el color por la parte de abajo?

—No, señorita, las bases son de electro, una mezcla de plata y oro.

—Hay unas iniciales debajo, HT. ¿Sabe algo del platero que las hizo?

El anticuario sacudió la cabeza.

—Lo siento. Sólo sé que son unas copas muy hermosas y muy antiguas. Han pertenecido a la familia Callicó durante muchas generaciones.

—Mmmm. Dos de ellas están muy abolladas y arañadas… Y sólo hay diez. ¿Es el juego completo?

—Yo sólo tengo estas diez. Quizá le podría rebajar un poco el precio.

—No sé… —dijo Rosalyn al final—. No es sólo por el precio. Mi abuela ya es muy vieja y muchas veces la he oído quejarse de que a la plata hay que sacarle constantemente brillo.

—Sí, la plata necesita muchos cuidados —convino el anticuario.

—Roz, ven aquí —dijo Betty—. ¿No te gusta este pequeño escritorio?

El mueble era precioso.

—¿Es de roble? —preguntó Rosalyn.

—En efecto.

—¿En qué parte de España se hizo?

—En realidad, señorita, es inglés. Es de finales del siglo XVIII y pertenece al estilo Chippendale. También forma parte de la testamentaria Callicó —explicó el anticuario con una sonrisa—. Yo estaba precisamente en Londres con Enrique Callicó cuando él compró este escritorio. Poco después lo nombraron… magistrado.

—¿Cómo lo llaman ustedes?

—Juez —dijo Betty.

—Sí, fue un famoso y distinguido juez. Y en este escritorio firmó muchos documentos importantes.

—Me lo quedo.

—Roz. ¿Estás segura? —dijo Betty.

—Sí. Le arrancará un mordisco tremendo a mi cuenta bancaria y Bill pensará que me he vuelto loca, pero lo quiero. ¿Cómo lo enviarán? —le preguntó Rosalyn al señor Salazar.

—Haremos una caja de madera de tamaño apropiado. Se puede enviar despacio por barco o, por un poco más de dinero, más rápido por avión.

—Más rápido por avión —dijo temerariamente Rosalyn. Anotó una dirección y le entregó al anticuario su tarjeta de crédito—. Voy a trabajar como abogada. Quién sabe, puede que algún día yo también sea magistrada.

El señor Salazar contempló la tarjeta sonriendo.

—¿Por qué no, señorita Toledano?

—¿Por qué no, en efecto? Siempre que firme en este escritorio un documento importante, pensaré en su amigo, el señor…

—El señor Callicó.

—Sí, el señor Callicó.

—Me encanta la idea, señorita Toledano —dijo el anticuario mientras ella firmaba el resguardo de la venta y él le devolvía la tarjeta de crédito.

—Gracias por su paciencia, señor.

—De nada, a mandar —contestó el anticuario, inclinando levemente la cabeza.

Cuando las dos americanas se fueron, el anciano tomó un suave paño y empezó a sacar brillo a las copas. Procuró eliminar todas las huellas de los dedos para que las copas ofrecieran un aspecto impecable antes de volver a depositarías en la bandeja, colocando las dos piezas dañadas con las abolladuras y los arañazos de cara a la pared.

***

Agradecimientos

Muchas personas han hecho posible este libro. Si hubiera errores en mi interpretación de la información facilitada por las personas abajo citadas, éstos serían exclusivamente míos.

Por responder a mis preguntas en el campo de la medicina doy las gracias a la doctora Myra Rufo, profesora del Departamento de Anatomía y Biología Celular de la Facultad de Medicina de la Universidad Tufts; al doctor Louis Caplan, director de la Unidad de Accidentes Vasculares del hospital Beth Israel y profesor de Neurología de la Facultad de Medicina de Harvard; al doctor Jared A. Gollob, director adjunto del programa de terapia biológica del hospital Beth Israel y profesor adjunto de la Facultad de Medicina Harvard Medical School; al doctor Vincent Patalano, oftalmólogo en el Centro Médico del Ojo y el Oído de Massachusetts, y profesor adjunto de la Facultad de Medicina de Harvard; y al personal de los Centros para el Control de Enfermedades de Atlanta, Georgia.

En España, el historiador Carlos Benarroch me acompañó generosamente en un recorrido por el viejo Barrio Judío de Barcelona y me ofreció fugaces visiones de la vida de los judíos españoles en la Edad Media. Agradezco la amabilidad que tuvieron conmigo en Gerona Jordi Maestre y Josep Tarrés. Dos familias de Gerona me abrieron las puertas de su casa para que pudiera hacerme una idea de cómo vivían algunos judíos en España hace cientos de años. Josep Vicens Cubarsi y María Collelí Laporta Casademont me mostraron una prodigiosa estructura en piedra provista de un horno de pared que se descubrió debajo del interesante edificio, cuando se excavó el suelo de tierra de su sótano. La familia Colís Labayen me mostró la hermosa residencia que en el siglo XIII fue el hogar de Rabbi Moses ben Nahman, el gran Nahmánides. En Toledo, tanto Rufino Miranda como el personal del Museo Sefardí de la Sinagoga del Tránsito fueron muy amables conmigo.

En el Museu Marítim de Barcelona, Enrique García y Pep Sayall, hablando con mi hijo Michael Gordon, que representaba a su padre, le comentaron los viajes en velero y le indicaron los puertos españoles en los que pudo hacer escala un bajel del siglo XVI. Lluis Sintes Rita y Pere Llorens Vila me mostraron las aguas de la costa de Menorca, a bordo del Sol Naixent III, el barco de Lluis, y me trasladaron a un apartado edificio de la isla que antiguamente había sido un hospital para enfermos infecciosos y que en la actualidad es un lugar de veraneo para los médicos del servicio sanitario nacional español. Quisiera dar las gracias al director del centro, Carlos Gutiérrez del Pino, y al jefe de personal, Policarpo Sintes, por su hospitalidad y por haberme mostrado el museo de instrumental médico primitivo.

Doy las gracias al Congreso Judío norteamericano y a su docto guía principal, Avi Camchi, por permitirme participar en un recorrido por los lugares históricos judíos de interés en España, dejando que yo me fuera por mi cuenta varios días seguidos para incorporarme posteriormente al recorrido; y agradezco a un extraordinario grupo de personas de Canadá y Estados Unidos que acogieran repetidamente en sus filas a un escritor y lo autorizaran a acercar su grabadora a todos los conferenciantes.

En Estados Unidos doy las gracias por haber contestado a mis preguntas al profesor M. Mitchell Cerels, antiguo director de Estudios Sefardíes de la Universidad Yeshiva; al doctor Howard M. Sachar, profesor de Historia de la Universidad George Washington; y al doctor Thomas E Glick, director del Instituto de Historia Medieval de la Universidad de Boston.

El padre James Field, director de la Congregación del Culto Divino de la archidiócesis de Boston, y al padre Richard Lennon, rector del Seminario St. John's de Brighton, Massachusetts, contestaron pacientemente a las preguntas de un judío norteamericano acerca de la Iglesia católica y doy también las gracias por su gentileza al Departamento de Latín del Colegio de la Santa Cruz de Worcester, Massachusetts.

El rabino Don Pollack y Charles Ritz me ayudaron a localizar las fechas de las fiestas judías en la Edad Media. Charlie Ritz, amigo mío de toda la vida, también me permitió utilizar libremente su biblioteca personal sobre temas judíos. El abogado Saul Fatíes, un compañero de armas durante mi juvenil permanencia en el Ejército de Estados Unidos, respondió a varias preguntas de tema jurídico.

La Universidad de Massachusetts en Amherst me concedió el privilegio de utilizar la Biblioteca W.E.B. Du Bois, tal como viene haciendo desde hace varios años. Doy particularmente las gracias a Gordon Fretwell, el director adjunto de dicha biblioteca; a Betty Brace, jefa de los servicios de asistencia al usuario; y a Edda Holm, antigua jefa de la oficina de préstamos interbibliotecarios. Agradezco también la amabilidad de la Biblioteca Mugar Memorial y de la Biblioteca de Ciencia e Ingeniería de la Universidad de Boston, donde cursé mis estudios; de la Biblioteca Médica Countway y de la Biblioteca Widener de la Universidad de Harvard; de la Biblioteca de la Facultad de Hebreo; de la Biblioteca Pública Brookline; y de la Biblioteca Pública de Boston.

Descubrí que los relatos ofrecían valoraciones distintas de la población judía española a finales del siglo XV y algunos describían los acontecimientos de aquel periodo desde puntos de vista divergentes. En tales casos, me tomé la libertad de elegir la versión a mi juicio más lógica y probable.

Quisiera proponer una advertencia: he basado mis descripciones de remedios con plantas medicinales en los escritos de Avicena, Galeno y otros médicos de la antigüedad. Sin embargo, en esos primeros tiempos de la medicina no se aplicaba el método científico a la preparación de medicamentos, por lo que su eficacia no está probada. Se desaconseja la utilización de los remedios que aparecen en este libro, que pueden ser peligrosos y perjudiciales para la salud.

Desde los primeros tiempos del cristianismo hubo un activo mercado de robo y tráfico de reliquias religiosas, algunas de ellas falsas, que aún pervive en la actualidad. Las reliquias de santa Ana, venerada por los católicos por ser la madre de la Virgen María, se encuentran en muchas iglesias y en distintos lugares del mundo. Para la historia imaginaria de mi reliquia de santa Ana, incluyendo el período de Carlomagno, me he basado en acontecimientos que se describen en historias hagiográficas.

Los acontecimientos que rodearon a la reliquia después del período de Carlomagno son imaginarios, como también lo son el priorato de la Asunción de Toledo y el valle y la aldea de Pradogrande. Todos los reyes y obispos mencionados son históricos, exceptuando Enrique Sagasta y Guillermo Ramero. Todos los personajes modernos del epílogo son imaginarios y no están inspirados en ninguna persona viva o muerta.

Agradezco el cordial apoyo y la amistad de mi editor alemán el doctor Karl H. Blessing de la Karl Blessing Verlag, de mi agente norteamericano Eugene H. Winick de McIntosh Otis, Inc., de mi agente internacional Sara Fisher de la A. M. Heath Literary Agency de Londres, y de mi agente española Montse Yáñez.

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