—Creo que sois un excelente cirujano y que vos mismo le podréis enseñar tal como vuestro amigo Nuño me enseñó a mí —le dijo.
Montenegro asintió con un gesto, comprendiendo su decisión y aceptándola sin rencor.
—¿Cómo está vuestra esposa, Ramón?
—Igual que siempre, Miguel.
—Bueno, ya sabéis que a veces estas cosas requieren un poco de tiempo. Es una mujer encantadora. ¿Querréis transmitirle mis saludos? —dijo Montenegro.
Yonah asintió con la cabeza, apurando su vaso de vino.
No sabía si Adriana era estéril o si la culpa era suya, pues, que él supiera, jamás había dejado preñada a ninguna mujer. La incapacidad de procrear era la única desdicha de su matrimonio. Yonah sabía muy bien cuánto deseaba su mujer tener descendencia y le dolía la expresión de tristeza que afloraba a sus ojos cuando contemplaba a los hijos de otras mujeres.
Consultó con Montenegro y ambos estudiaron la literatura médica que tenían a su disposición y decidieron administrarle una infusión de legumbres, alcanfor, azúcar, agua de cebada y raíz de mandrágora molida y mezclada con vino, según la receta del médico árabe Ah Ibn Ridwan. Adriana se había pasado dos años tomando la infusión y otras medicinas sin el menor resultado.
Ambos llevaban una existencia tranquila y ordenada. Para conservar las apariencias, Adriana acompañaba a Yonah a la iglesia varios domingos al mes, pero, por lo demás, raras veces iba a la ciudad, donde se la trataba con gran respeto por ser la esposa del médico. Había ampliado el huerto de la cocina y, con la ayuda de Yonah, había conseguido que, sin prisa pero sin pausa, el vergel y el olivar fueran más productivos. Le gustaba trabajar la tierra como un peón.
Fue un período muy satisfactorio para Yonah. Aparte de disfrutar de la compañía de una esposa a la que amaba, su trabajo le gustaba e incluso podía gozar de los placeres de la erudición. Pocos meses después de su viaje a Pradogrande, había llegado a la última página del Canon de la medicina. Casi a regañadientes había traducido el último folio de los caracteres hebreos, en el que se advertía a los médicos de que no practicaran sangrías a los enfermos debilitados o a los que padecieran diarreas o náuseas.
Al final, pudo escribir las últimas palabras:
El Sello de la Obra y una Acción de Gracias.
Ojalá este resumen acerca de los principios generales de la ciencia de la medicina se consideren suficientes. Nuestra siguiente tarea será compilar la obra sobre los Simples, con la venia de Alá. Que Él sea nuestro auxilio, y a Él damos gracias por sus innumerables favores.
FINAL DEL PRIMER LIBRO DEL CANON DE LA MEDICINA DE AVICENA, EL JEFE DE LOS MÉDICOS.
Yonah utilizó arenilla para secar la tinta, la sacudió cuidadosamente y añadió la página al impresionante manuscrito que se elevaba a una considerable altura de la superficie de la mesa. Experimentó la satisfacción especial que, a su juicio, sólo debían de sentir los escritores y los eruditos que trabajaban con gran esfuerzo y en absoluta soledad hasta terminar una obra, y lamentó que Nuño Fierro no pudiera ver el fruto definitivo de la tarea que había encomendado a su pupilo.
Yonah colocó el Avicena español en un estante y volvió a guardar el Avicena hebreo en su escondrijo del hueco de la pared, sustituyéndolo por la segunda parte de la tarea que Nuño le había encargado: el libro de aforismos médicos de Maimónides. Aprovechando el rato que faltaba para que Adriana lo llamara para cenar, volvió a sentarse junto a la mesa y empezó a traducir la primera página de la nueva obra.
Se relacionaban con muy pocas personas. Cuando Adriana llegó por primera vez a Zaragoza, habían invitado a Montenegro a cenar. El pequeño y enérgico médico era viudo y les devolvió la invitación, ofreciéndoles una opípara cena en una posada de la ciudad, con lo cual comenzaron una costumbre que se mantuvo desde entonces.
A Adriana le encantaba la historia de la casa.
—Háblame de las personas que han vivido aquí, Ramón —decía.
Le hizo mucha gracia saber que Reyna Fadique había servido como ama de llaves a los tres médicos que habían vivido en la hacienda.
—Debe de ser una mujer muy especial para haber podido complacer a tres amos distintos —observó—. Me gustaría conocerla.
Yonah confiaba en que Adriana se olvidara del tema, pero no fue así, por lo que, al final, tomó su caballo y fue a entregarle una invitación a Reyna. Ambos se felicitaron mutuamente, pues se habían casado desde su último encuentro. Las obras que habían de convertir la casa en una posada seguían adelante y Reyna se alegró de que la esposa de su antiguo amo la hubiera invitado junto con Álvaro, cuyo apellido era Saravía, a la casa donde ella había servido durante tanto tiempo.
Cuando llegaron con sus presentes de vino y cera de abeja, ambas mujeres simpatizaron de inmediato. Yonah y el canoso Álvaro salieron a dar un paseo por las tierras, para que ellas se familiarizaran la una con la otra. Álvaro se había criado en una pequeña alquería y elogió los esfuerzos que habían hecho Yonah y Adriana para devolver el vigor a algunos árboles.
—Si seguís salvando árboles, convendría que construyerais un pequeño granero cerca del vergel y el olivar de la parte superior de la ladera de la colina. Allí podríais guardar los aperos de labranza y almacenar la fruta recogida.
A Yonah le pareció un buen consejo. Los dos hombres comentaron el precio de la mano de obra y la cantidad de piedras que se necesitarían para construir las paredes y, a la vuelta, encontraron a las mujeres hablando animadamente con una radiante sonrisa en los labios. La comida fue muy placentera y, cuando los huéspedes se despidieron, Adriana y Reyna, ya convertidas en amigas, se abrazaron afectuosamente.
Adriana habló de sus invitados con gran simpatía mientras retiraba las sobras de la cena.
—Se siente casi como si fuera tu madre y creo que está deseando ser abuela. Me ha preguntado si estoy en estado.
Yonah la miró consternado, sabiendo lo mucho que sufría su mujer cuando salía a relucir el tema de los embarazos.
—Y tú, ¿qué le has dicho?
Adriana le miró sonriendo.
—Le he dicho que todavía no porque hasta ahora sólo hemos estado haciendo prácticas.
El último día de diciembre, un joven fraile con la cabeza inclinada para protegerse del viento se desplazó a caballo a la hacienda y llamó a la puerta.
—Señor Callicó, esta carta dirigida a vos ha llegado en la bolsa del correo de Toledo.
Al romper el sello de cera, Yonah vio que era del padre Francisco Espina.
Al señor Ramón Callicó, médico de Zaragoza, le envío mis saludos y espero que goce de buena salud.
He sido durante varios años asistente del Reverendísimo Enrique Sagasta, obispo auxiliar de Toledo. El obispo Sagasta está ocupado en la escritura de un libro de vidas de santos, un noble proyecto que cuenta con el respaldo de nuestro Santísimo Padre de Roma y en el que tengo el honor y el placer de colaborar. El obispo es también el responsable del Santo Oficio de la Sede de Toledo, actividad en la que ha tenido ocasión de conocer el grave percance sufrido por un noble de Tembleque.
Se trata del conde Fernán Vasca, caballero de la Orden de Calatrava que siempre fue extremadamente generoso con la santa Madre Iglesia y ahora padece una enfermedad que lo ha dejado sin habla e inmóvil como una piedra, pero dolorosamente vivo.
Muchos médicos han sido infructuosamente consultados en su nombre.
Recordando el alto aprecio de que gozáis en Zaragoza, más aún, en todo Aragón, os ruego tengáis la bondad de trasladaros a Castilla.
Si accedéis a la petición, la Iglesia, y yo personalmente lo consideraremos un gran favor. Os aseguro que seréis muy bien recompensado con doble paga si conseguís su curación.
Debéis saber que rezo diariamente con el breviario de mi padre y que os bendigo constantemente por habérmelo entregado.
Vuestro hermano en Cristo, Padre Francisco Espina, Orden de Predicadores.
El nombre del paciente pareció saltar de la página y atacar los ojos de Yonah.
Ni hablar: no pensaba ir a Toledo. No quería dejar sola a Adriana. Tembleque estaba demasiado lejos, el tiempo que había de emplear en semejante viaje sería excesivo.
Si algo le debía al conde de Tembleque era venganza. Pero entonces le pareció oír la voz de Nuño, preguntándole si un médico tenía derecho a atender tan sólo a los miembros de la humanidad que fueran de su agrado o a los que respetara o apreciara.
Se pasó aquel día y el siguiente reflexionando hasta que, al final, reconoció que tenía un asunto pendiente en Tembleque. Sólo respondiendo a la llamada del padre Espina, que parecía predestinada, podría intentar hallar la respuesta a las preguntas que lo habían perseguido a lo largo de toda su vida acerca de los asesinatos que habían destruido su familia.
Al principio, Adriana le rogó que no fuera. Después le pidió permiso para acompañarlo.
El viaje podía ser difícil y peligroso, y Yonah no sabía lo que encontraría cuando llegara allí.
—No puede ser —le contestó con dulzura.
Le hubiera resultado más fácil si hubiera visto una expresión de cólera en sus ojos, pero sólo vio miedo. Más de una vez lo habían llamado a consulta a lugares lejanos y ella se había quedado sola durante dos o tres días. Pero en esta ocasión su ausencia sería más prolongada.
—Volveré junto a ti —le prometió.
Tuvo cuidado de dejarle dinero suficiente para cualquier necesidad imprevista.
—¿Y si me lo quedo y me voy? —dijo ella.
Yonah la acompañó a la parte de atrás de la casa y le mostró el lugar donde había enterrado la bolsa que contenía el dinero de Manuel Fierro, cubriéndolo después con un montón de estiércol.
—Puedes llevártelo todo si alguna vez de verdad deseas dejarme.
—Tendría que cavar demasiado —replicó Adriana.
Yonah la estrechó en sus brazos, la besó y la consoló.
Después fue a ver a Álvaro Saravía y éste le prometió visitar a Adriana una vez a la semana para asegurarse de que siempre hubiera leña de la chimenea amontonada donde ella la pudiera recoger sin dificultad y de que siempre hubiera un buen montón de heno donde ella pudiera tomarlo con la horca e introducirlo en los pesebres de los caballos.
Miguel de Montenegro y Pedro Palma no tenían demasiado interés en atender a los pacientes de Yonah en su ausencia, pero no le negaron el favor.
—Tened mucho cuidado con los nobles. En cuanto se curan, fastidian al médico —le advirtió Montenegro.
Yonah decidió no tomar el tordo árabe porque, con la edad, se había vuelto más lento. La yegua negra de Manuel Fierro todavía era muy fuerte y la tomó en su lugar. Adriana le llenó la alforja con dos hogazas de pan, carne asada, guisantes secos y una bolsa de uva pasa. Él le dio un beso y se alejó rápidamente en medio de la bruma matinal.
Cabalgó al trote hacia el sudoeste. Por primera vez en su vida, el hecho de viajar no elevó su espíritu gitano. No podía quitarse de la cabeza a su mujer y experimentaba un impulso casi irresistible de dar media vuelta y regresar a casa, pero lo reprimió.
Viajaba a buen ritmo. Aquella noche acampó detrás de una hilera de árboles plantada para cortar el viento en un campo situado a considerable distancia de Zaragoza.
—Te has portado muy bien —le dijo a la yegua, quitándole la alforja—. Eres un animal extraordinario,
Hermana
—añadió, acariciándola y dándole unas afectuosas palmadas.
En el castillo
Nueve días después atravesó la roja arcilla del llano de Sagra, ya muy cerca de las murallas de Toledo. Vio la ciudad desde lejos, recortándose con toda claridad en lo alto de la roca bajo el sol de la tarde. Toda una vida lo separaba del aterrorizado mozo que había huido de Toledo en un asno, pero, cuando cruzó la Puerta de Bisagra, se sintió invadido por unos inquietantes recuerdos. Pasó por delante de la sede central de la Inquisición, señalada por el escudo de piedra con la cruz, la rama de olivo y la espada. Cuando era chico en la casa de su padre había oído a David Mendoza explicarle el significado de aquellos símbolos a Helkias ben Toledano: «
Si aceptas la cruz, te dan la rama de olivo. Si la rechazas, te dan la espada.
»
Ató la yegua negra delante del edificio de la administración diocesana. Anquilosado por las largas jornadas a caballo, entró y se acercó a un fraile que estaba sentado a una mesa, el cual le preguntó el motivo de su visita y le indicó por señas un banco de piedra.
El padre Espina salió tras una breve espera, con una sonrisa radiante en los labios.
—Cuánto me alegro de volver a veros, señor Callicó.
Había envejecido y madurado, y se le veía más relajado que en la época en que Yonah lo había conocido. También se había refinado como sacerdote.
Se sentaron para hablar. El padre Espina hizo preguntas acerca de Zaragoza y comentó brevemente el placer que le deparaba su trabajo.
—¿Deseáis quedaros a descansar aquí y trasladaros a Tembleque mañana por la mañana? —preguntó el clérigo—. Os puedo ofrecer la cena de un monasterio y la celda de un monje donde reposar la cabeza.
Pero a Yonah no le apetecía dormir en una celda.
—No, proseguiré mi camino para examinar cuanto antes al conde.
El padre Espina le facilitó las indicaciones necesarias para ir a Tembleque y él las repitió en voz alta, a pesar de que recordaba muy bien el camino.
—El conde se había quedado sin mayordomo cuando cayó enfermo —explicó Espina— y la Iglesia le envió otro para que ayudara a su esposa, la condesa María del Mar Cano. Es la hija de Gonzalo Cano, un acaudalado e influyente marqués de Madrid. El mayordomo es el padre Alberto Guzmán. —El sacerdote miró a Yonah—. Tal como os escribí, varios médicos han intentado ayudar al conde.
—Lo comprendo. Yo también lo intentaré.
—Os agradezco que hayáis atendido con tanta presteza mi petición. Fuisteis el mejor de los benefactores, pues me devolvisteis la memoria de mi padre. Si alguna vez os pudiera ayudar en algo, os ruego que me lo digáis.
—Yo receto las medicinas, pero no las preparo —dijo Yonah—. ¿Me podríais indicar un buen boticario de aquí cerca?
Espina asintió con un gesto.
—Santiago López, a la sombra del muro norte de la catedral. Id con Dios, señor.
La botica era pequeña y estaba muy desordenada, pero se aspiraba en ella el penetrante aroma de las hierbas medicinales. Yonah tuvo que llamar a gritos al boticario, que vivía en el piso de arriba. Era un hombre calvo de mediana edad cuyos ojos bizcos no conseguían ocultar la inteligencia que anidaba en ellos.