Adriana contaba por aquel entonces ocho años, se sentía desesperadamente triste mientras viajaba sola, echando de menos a sus seres queridos recientemente fallecidos. Su padre Joaquín Chacón la trataba con ternura cuando se acordaba, pero, en general, permanecía sentado delante, conduciendo los caballos en silencio, casi ciego de dolor. Los recuerdos que conservaba Adriana de lo que había ocurrido tras penetrar la caravana en las montañas eran muy confusos; sólo sabía que un día habían llegado al valle y que ella se había alegrado de no tener que seguir viajando.
Su padre, que en el pasado se había dedicado a comprar y vender lienzos de seda, se afanaba ahora en las tareas del campo, pero en sus primeros años de estancia en Pradogrande había trabajado también en la construcción de las Casas. Se había convertido en un respetado albañil y había aprendido a ensamblar las piedras y a levantar sólidas paredes. Las casas, construidas con piedra de río y madera, se asignaron por turnos a las familias más numerosas. De esta manera, Adriana y su padre tuvieron que compartir durante cinco años las casas con otras familias, pues la suya fue la última que construyó la comunidad. Era también la más pequeña, pero estaba tan bien construida como las demás y a ella le pareció de lo más acogedora cuando finalmente se mudaron a vivir allí. Aquella temporada, que coincidió con el momento en que cumplió trece años, fue su período más feliz en Pradogrande. Era la dueña de la casa de su padre y estaba tan enamorada del valle como todos los demás. Cocinaba y limpiaba, cantaba día y noche y se consideraba feliz con su suerte. Fue el año en que le empezaron a crecer los pechos, cosa que la asustó un poco, pero le pareció natural, pues a su alrededor la naturaleza también se desarrollaba y florecía. Había tenido su primera menstruación a los once años y Leona Patras, la anciana esposa de Abram Montelbán, fue muy buena con ella y le enseñó a cuidarse durante aquellos días del mes.
Al año siguiente la comunidad sufrió su primera pérdida cuando Carlos ben Sagan falleció a causa de una enfermedad pulmonar. Tres meses después del entierro de Sagan, su padre le dijo a Adriana que se iba a casar con Sancha Portal, la viuda de Carlos. Joaquín le explicó a su hija que los hombres que tan duramente trabajaban en Pradogrande, temiendo verse obligados a aceptar inmigrantes del exterior, sabían que en los años venideros necesitarían la mayor cantidad de manos posible. Y también sabían que las familias numerosas eran la clave del futuro, por lo que a los adultos solteros se los animaba a casarse cuanto antes. Sancha Portal había accedido a contraer matrimonio con Joaquín; seguía siendo una mujer fuerte y hermosa, y él estaba decidido a cumplir con su obligación. Le dijo a Adriana que se iría a vivir a la casona de Sancha, pero, como ésta tenía cinco hijos y en su casa ya no cabía nadie más, ella tendría que quedarse en la casita de su padre y sólo se reuniría con su nueva familia para las comidas de los domingos y las fiestas de guardar.
Tras la construcción de una pequeña iglesia y una casa para el cura en el centro del valle, Joaquín había formado parte de la delegación que había viajado a Huesca para pedir la asignación de un sacerdote a la nueva comunidad. El padre Pedro Serafino, un reposado y receloso hombre vestido de negro, los acompañó a Pradogrande y se quedó allí apenas el tiempo suficiente para casar a Joaquín y Sancha. Al regresar a Huesca, el clérigo les comentó a sus superiores la existencia de la nueva iglesia y de la acogedora pero vacía casa parroquial y, varios meses más tarde, emergió del bosque y anunció a los colonos su nombramiento permanente como párroco.
Los aldeanos se alegraron de poder ir a misa, pues se sentían católicos hasta la médula.
—Ahora, si unos ojos hostiles examinan alguna vez nuestra comunidad —le dijo Joaquín a su hija—, hasta la Inquisición no podrá por menos que reparar en el lugar destacado que ocupan nuestra iglesia y la casa parroquial. Y, al ver cómo nuestro párroco recorre constantemente el valle con su pequeño asno, no tendrán más remedio que llegar a la conclusión de que Pradogrande es una comunidad de verdaderos cristianos.
Fue una época en que Adriana se alegró de vivir sola. Era fácil mantener la casa pulcra y ordenada habiendo sólo una persona. La joven ocupaba los días cociendo el pan, cultivando hortalizas en el huerto para contribuir a la manutención de la numerosa familia de su padre e hilando la lana de sus ovejas. Al principio, todo el mundo sonreía al verla, tanto las mujeres como los hombres. Su cuerpo experimentó el último cambio de la adolescencia; sus pechos estaban muy bien formados y su joven figura era alta y delgada, pero muy femenina. Muy pronto las esposas de la aldea repararon en la forma en que la miraban los hombres y algunas empezaron a mostrarse frías y distantes con ella. A la muchacha le faltaba experiencia, pero no conocimientos; una vez había visto aparearse a unos caballos y había contemplado cómo el semental relinchaba mientras saltaba a la grupa de la yegua, con una yerga tan grande como un garrote. Había visto lo que hacían los carneros con las ovejas. Sabía que el apareamiento humano se hacía de otra manera y sentía curiosidad por conocer los detalles del acto.
Le dolió mucho que Leona Patras enfermara aquella primavera. La visitaba a menudo y trataba de pagarle su amabilidad preparando la comida para su anciano esposo Abram Montelbán, poniendo agua a hervir para que el vapor aliviara las molestias respiratorias de la mujer y untándole el pecho con grasa de ganso y alcanfor. Pero la tos iba en aumento y, poco antes del verano, Leona falleció. Adriana lloró durante su entierro, pues le parecía que la muerte se llevaba a todas las mujeres que le mostraban afecto.
Ayudó a lavar el cuerpo de Leona antes de depositario en la tierra, limpió la casa de la difunta, preparó varias comidas para el viudo Abram Montelbán y se las dejó sobre la mesa.
Aquel verano el valle se inundé de belleza y tanto los frondosos árboles como las altas hierbas se llenaron de pájaros cantores de vistoso plumaje y en el aire se aspiraba el perfume de las flores recién abiertas. A veces Adriana se sentía casi embriagada de hermosura y su mente se perdía incluso cuando conversaba con sus vecinos. Por eso, cuando su padre le comunicó que debía casarse con Abram Montelbán, creyó que no le había oído bien.
Antes de que a ella y a su padre les asignaran la última casa construida en Pradogrande, ambos se habían albergado en los hogares de distintas familias, entre ellas la de Abram Montelbán y Leona Patras. Su padre sabía que Abram era un hombre huraño, un viejo maloliente de ojos saltones y muy mal genio. Pero Joaquín no se anduvo con rodeos.
—Abram está dispuesto a aceptarte y no hay nadie más para ti. Somos sólo diecisiete familias. Sin contarnos a mí y al difunto Carlos Sagan, cuya familia es ahora la mía, sólo quedan quince familias en las que podrías encontrar marido. Pero esos hombres ya son esposos y padres. Tendrías que esperar a que muriera la mujer de otro hombre.
—Esperaré —dijo Adriana con obstinación, pero Joaquín sacudió la cabeza.
—Tienes que cumplir con tu deber para con la comunidad —replicó con firmeza, añadiendo que, si no obedecía, lo llenaría de oprobio. Al final, Adriana accedió a casarse con el viejo.
Abram Montelbán se mostró muy distante durante la boda. En el transcurso de la misa de esponsales en la iglesia no habló con ella ni la miró. Una vez finalizada la ceremonia, la fiesta se celebró en tres casas y estuvo muy animada, pues se sirvieron tres clases de carne —cordero, cabrito y pollo— y los invitados bailaron hasta altas horas de la madrugada. Adriana y su esposo pasaron parte de la velada en los tres caseríos y terminaron los festejos en la casa de Sancha Portal, donde el padre Serafino, con un vaso de vino en la mano, les habló de la santidad del matrimonio.
Abram estaba achispado cuando abandonaron la casa de Sancha Portal entre los vítores y las risas de los invitados. El anciano tropezó varias veces en su intento de subir al carro que lo tenía que trasladar a su casa junto con su flamante esposa bajo la fría luz de la luna. Desnuda en el dormitorio de su marido y acostada en el lecho en el que había muerto su amiga Leona Patras, Adriana se moría de miedo, pero estaba resignada. El cuerpo de Abram era sumamente desagradable, tenía el estómago caído y los brazos esqueléticos. Le pidió que separara las piernas y acercó la lámpara de aceite para contemplar mejor su desnudez. Pero estaba claro que el apareamiento de los humanos era más complicado que el de los caballos y las ovejas que ella había visto. Cuando él la montó, el fláccido miembro de su reciente esposo no pudo penetrar en su cuerpo a pesar de las violentas sacudidas y de las maldiciones que le soltó, salpicándola de saliva. Al final, el viejo se apartó de ella y se quedó dormido, por lo que Adriana tuvo que levantarse para apagar la lámpara. Cuando volvió a acostarse, se colocó en el borde de la cama, lo más lejos que pudo de él, y no pudo conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, el viejo lo volvió a intentar gruñendo a causa del esfuerzo, pero sólo consiguió soltar una rociada de líquido que quedó adherido al fino vello del pubis de Adriana. Finalmente él salió de casa y ella se lavó para eliminar todos sus vestigios.
Abram resultó ser un esposo malhumorado y temible. El primer día de su matrimonio, la golpeó gritando: «
¿A eso lo llamas tú budín de huevo?
» Por la tarde le ordenó que al día siguiente preparara una buena comida para todos. Adriana mató dos gallinas, las desplumó y las cocinó, coció pan y fue a por agua fresca para beber. Los invitados fueron su padre y su madrastra; Anselmo, el hijo de Abram, y su esposa Azucena Aluza, con sus tres hijos, de quienes Adriana se había convertido en abuela a los catorce años: dos niñas, Clara y Leonor, y un chiquillo llamado José. Nadie le dirigió la palabra mientras servía, ni siquiera su padre, que se estaba mondando de risa con los comentarios de Anselmo acerca de las travesuras de sus cabras. Para su desgracia, su esposo siguió intentándolo en la cama hasta que unas tres semanas después de la boda, Abram consiguió una erección lo bastante firme como para penetrarla. Adriana gimió muy quedo al sentir el dolor de la desfloración y escuchó con rabia el graznido de triunfo del viejo cuando éste retiró casi de inmediato el pegajoso miembro y se apresuró a recoger en un trapo la manchita de sangre que era el testimonio de su hazaña.
Después la dejó en paz durante algún tiempo como si, tras haber escalado la montaña, ya no considerara necesario volver a intentarlo. Pero muchas mañanas ella se despertaba al sentir su odiosa mano bajo la camisa de dormir, tanteando entre sus piernas con algo que lo era todo menos una caricia. Su esposo apenas le prestaba la menor atención, pero había adquirido la costumbre de golpearla sin reserva y a menudo.
Las manchadas manos de Abram se cerraban en unos poderosos puños. Una vez en que a ella se le quemó el pan, le azotó las piernas con un látigo.
—¡Os lo ruego, Abram! ¡No, por favor! ¡No! ¡No! —gritaba ella llorando, pero él no contestaba y respiraba hondo cada vez que la golpeaba.
Abram le explicó a su padre que se veía obligado a pegarla por sus fallos y entonces su padre se presentó en la casa para hablar con ella.
—Tienes que dejar de ser una niña caprichosa y aprender a comportarte como una buena esposa, tal como lo era tu madre —le advirtió.
Ella no se atrevió a mirarlo a los ojos, pero le dijo que intentaría hacerlo mejor.
En cuanto aprendió a hacer las cosas tal como Abram deseaba, las palizas fueron menos frecuentes, pero siguieron produciéndose y, a cada mes que pasaba, el mal humor del viejo iba en aumento. Le dolía todo el cuerpo cuando se acostaba. Caminaba muy envarado y jadeaba de dolor y, si antes ya tenía poca paciencia, luego ya no tuvo ninguna.
Una noche, cuando ya llevaban más de un año casados, la vida de Adriana cambió. Había preparado la cena, pero no la sirvió, pues derramó el agua sobre la mesa mientras le llenaba la copa y entonces él se levantó y le propinó un puñetazo en el pecho. A pesar de que jamás se le había pasado por la cabeza hacer semejante cosa, ahora la joven se revolvió contra él y le abofeteó dos veces con tal fuerza que Abram hubiera caído al suelo si no hubiera conseguido hundirse de nuevo en su asiento.
Entonces ella se inclinó hacia él.
—Ya no vais a tocarme, señor. Nunca jamás.
Abram la miró asombrado y rompió a llorar de cólera y humillación.
—¿Lo habéis entendido? —preguntó Adriana, pero el viejo no contestó.
Cuando le miró a través de sus propias lágrimas, la joven vio que era un viejo despreciable, pero también débil e insensato, no una criatura capaz de inspirar temor. Le dejó sentado en su asiento y subió al piso de arriba. Al cabo de un rato, Abram también subió, se desnudó muy despacio y se acostó. Esta vez fue él quien se tendió en el borde de la cama, lo más lejos posible de ella.
Adriana estaba segura de que su esposo acudiría al cura o a su padre y ya esperaba con resignación el castigo que le iban a imponer, quizás unos azotes o algo peor. Sin embargo, no oyó ninguna palabra de condena y con el tiempo comprendió que su esposo no formularía ninguna queja contra ella, pues temía el ridículo que pudiera producirse y prefería que los demás hombres lo consideraran un poderoso león capaz de meter en cintura a una esposa tan joven.
A partir de aquel momento, Adriana decidió extender cada noche una manta en la sala de la planta baja y dormir en el suelo. Cada día trabajaba en el huerto y le preparaba la comida a su esposo, le lavaba la ropa y llevaba la casa. Cuando faltaban pocos días para que se cumplieran sus dos años de casados, él empezó a sufrir unos fuertes ataques de tos y se acostó para no volver a levantarse nunca más del lecho. Ella le cuidó durante nueve semanas: le calentaba vino y leche de cabra, le daba la comida, le llevaba el orinal, le limpiaba el trasero y le aseaba todo el cuerpo.
Cuando Abram murió, Adriana se sintió invadida por una profunda gratitud y experimentó su primera sensación adulta de paz.
Durante algún tiempo, la dejaron discretamente tranquila, cosa que ella agradeció. Pero, menos de un año después de la muerte de Abram, su padre volvió a plantearle el tema de su situación de viuda en Pradogrande.
—Los hombres han decidido que las propiedades sólo pueden estar a nombre de un varón que participe en las tareas del campo.
Ella reflexionó.