A Yonah le hizo gracia la pregunta, pues José Gripo, a pesar de no ser joven, era alto y corpulento y mucho más joven y fuerte que el otro. Pensó que Luis no hubiera tenido ninguna posibilidad de alzarse con el triunfo en una pelea. Sin embargo, nadie se rió. Yonah vio levantarse al hombre que estaba sentado al lado de Luis. Parecía más joven que éste y era de estatura media, pero muy delgado y musculoso. Se le veía muy sano, tenía unos rasgos como tallados a cincel y hasta su nariz formaba un pronunciado ángulo. El hombre miró a José Gripo con interés y se adelantó un paso.
—Siéntate o vete de aquí, Ángel —dijo Bernaldo el tabernero—. Tu amo me dijo que, si tenía más dificultades contigo o con Luis, se lo comunicara de inmediato.
El hombre se detuvo y miró al tabernero. Después se encogió de hombros y sonrió. Tomó la jarra, apuró el vino de un trago y la volvió a posar ruidosamente sobre la mesa.
—Pues entonces, vámonos, Luis; no me apetece seguir enriqueciendo a nuestro amigo Bernaldo esta noche.
El tabernero les vio abandonar la taberna y le sirvió a Yonah su estofado. Poco después le sirvió el vino al viejo.
—Aquí tienes, Vicente. Invita la casa. Son mala gente, esos dos.
—Menuda pareja —terció José Gripo—. Ya lo he visto otras veces: Luis provoca deliberadamente a alguien y entonces Ángel Costa interviene y pelea por él.
—Ángel Costa pelea muy bien —comentó un hombre de la otra mesa—. Y no me extraña, pues es el oficial de orden de Manuel Fierro.
—Si, es un soldado veterano y sabe pelear, pero también es un malnacido y un grosero —dijo Gripo.
—Ya, como Luis —asintió Vicente—. Bien lo sé yo para mi desgracia, pues los dos vivimos bajo el mismo techo. Aunque reconozco que trabaja muy bien el metal.
El comentario despertó el interés de Yonah.
—Yo soy experto con el metal y busco trabajo. ¿Qué clase de trabajo se hace aquí con el metal?
—Hay una armería calle abajo —contestó Gripo—. ¿Tienes experiencia con las armas?
—Sé utilizar una daga.
Gripo sacudió la cabeza.
—Me refería a la manufactura de armas.
—De eso no sé nada, pero he hecho un largo aprendizaje en el trabajo de la plata y tengo un poco de experiencia con el hierro y el acero.
Vicente apuró su jarra de vino y lanzó un suspiro.
—En tal caso, tienes que ir a ver al maestro Fierro, el armero de Gibraltar —dijo.
Aquella noche Yonah le pagó unos sueldos a Bernaldo y éste le permitió dormir junto al hogar de la taberna. En el precio se incluía un cuenco de gachas para desayunar por la mañana, por lo que, cuando abandonó la taberna y bajó por la calle siguiendo las indicaciones de Bernaldo, Yonah ya estaba descansado y alimentado. El recorrido fue muy corto. La singular montaña rocosa de Gibraltar se elevaba por encima de los bajos y alargados edificios y los terrenos de la armería de Manuel Fierro y del mar que se extendía más allá de éstos.
El armero resultó ser un hombre bajito y de anchas espaldas, rudas facciones y una mata de áspero cabello blanco. Por nacimiento o por accidente, tenía la nariz ligeramente desviada hacia la izquierda, lo cual estropeaba la simetría de sus rasgos, pero hacía que la expresión de su rostro fuera en cierto modo bondadosa y comprensiva. Yonah le contó una historia casi verdadera: se llamaba Ramón Callicó; había sido aprendiz de Helkias Toledano, maestro platero de Toledo, hasta que la expulsión de los judíos había obligado a Toledano a abandonar el país y él se había quedado sin trabajo; había trabajado durante varios meses los metales en el taller de los
romanís
de Córdoba.
—¿Los…
romanís
?
—Unos gitanos.
—¡Unos gitanos! —exclamó Fierro con más regocijo que desprecio—. Te haré unas pruebas.
El maestro estaba trabajando en aquellos momentos en un par de espuelas de plata, pero las dejó y tomó una pequeña plancha de acero.
—Lábrala como si el trozo de acero fuera la espuela de plata.
—Preferiría trabajar en la espuela —señaló Yonah, pero el maestro sacudió la cabeza.
Fierro esperó sin hacer ningún comentario y sin abrigar demasiadas esperanzas en cuanto al resultado.
Sin embargo, su interés aumentó cuando Yonah terminó de labrar el trozo de acero sin ninguna dificultad y cuando, en la segunda prueba, juntó impecablemente dos partes de un codal de acero.
—¿Tienes otros conocimientos?
—Sé leer y escribo con caligrafía muy clara.
—¿De veras? —Fierro se inclinó hacia delante y lo estudió con interés—. No son conocimientos propios de un aprendiz. ¿Cómo los adquiriste?
—Mi padre me enseñó. Era un hombre muy docto.
—Te ofrezco un aprendizaje. Dos años.
—Acepto.
—En mi oficio es costumbre que el aprendiz pague a cambio de su instrucción.
—¿Estás en condiciones de hacerlo?
—Por desgracia, no.
—En tal caso, al término de los dos años, deberás trabajar un año con ingresos reducidos. Tras este periodo, Ramón Callicó, podremos estudiar tu posible paso a oficial armero.
—Estoy de acuerdo —aceptó Yonah.
El taller era de su agrado. Disfrutaba trabajando de nuevo con los metales, a pesar de la diferencia, pues en la construcción de las armaduras y las armas se utilizaban unas técnicas que él desconocía por entero. Esto le permitió adquirir nuevos conocimientos mientras utilizaba los que ya dominaba desde hacía tiempo. Le gustaba el lugar en el que constantemente resonaban los golpes de los martillos sobre el metal, los silbidos y los tintineos, a veces rítmicos y a veces no, que a menudo surgían de distintos cobertizos simultáneamente en una especie de música metálica. Fierro era un maestro excelente.
—España tiene que estar muy orgullosa del desarrollo del hierro —dijo el maestro en una de sus lecciones—. Durante miles de años el mineral se colocó en un profundo horno de carbón que no alcanzaba temperatura suficiente para fundir el hierro resultante, pero sí para ablandarlo de manera que se pudiera batir o forjar.
Los repetidos calentamientos y forjas eliminaban las impurezas y daban lugar al hierro forjado, dijo.
—Después, nuestros maestros fundidores aprendieron a aumentar la temperatura, soplando aire a través de un tubo y, más tarde, utilizando fuelles. En el siglo VIII, los herreros hispánicos construyeron un horno más eficaz, llamado más adelante forja catalana. El mineral y el carbón se mezclan en el horno y se sopla aire hacia la parte inferior del fuego mediante energía hidráulica. Eso permite producir hierro forjado de mejor calidad y en mucho menos tiempo. El acero se obtiene eliminando las impurezas y buena parte del carbón del hierro. Por muy hábil que sea el artífice de la armadura, ésta sólo será buena en la medida en que lo sea el acero que se utilice en su confección.
Fierro había aprendido a trabajar el acero en el taller de un espadero moro, donde había trabajado como aprendiz.
—Los moros hacen el mejor acero y las mejores espadas —explicó, mirando con una sonrisa a Yonah—. Yo fui aprendiz de un moro y tú fuiste aprendiz de un judío —añadió.
Yonah convino en que la cosa tenía mucha gracia e inmediatamente su puso a limpiar el taller para poner término a la conversación.
Al decimoquinto día del aprendizaje de Yonah, Ángel Costa fue a verle al cobertizo de la cocina donde él, sentado en un banco, estaba dando cuenta de sus gachas matinales. Costa se dirigía a cazar con arco y flechas. De pie delante de Yonah, Ángel se lo quedó mirando en enfurecido silencio. Yonah no tuvo inconveniente en que lo hiciera y se terminó tranquilamente la comida.
Al terminar, posó el cuenco sobre la mesa y se levantó. Hizo ademán de marcharse, pero Costa se interpuso en su camino.
—¿Qué ocurre? —le preguntó apaciblemente Yonah.
—¿Eres hábil en el manejo de la espada, aprendiz?
—Jamás he utilizado una espada.
La sonrisa de Costa fue tan siniestra como su mirada. Asintiendo con la cabeza, éste se retiro.
El cocinero, a quien llamaban «
el otro Manuel
» para distinguirlo del maestro cuyo nombre de pila compartía, levantó la vista del cacharro que estaba frotando con arena y siguió con los ojos al oficial de orden. Soltando un escupitajo, le dijo a Yonah:
—A éste no lo aprecia nadie. Dice que es el representante de Dios en la Casa del Humo, donde nos obliga a rezar mañana y noche de rodillas.
—Y vosotros, ¿por qué se lo permitís?
El otro Manuel se compadeció de la ignorancia de Yonah.
—Le tenemos miedo —contestó.
La ventaja de ser aprendiz consistía en que Yonah era el chico de los recados y, como tal, lo enviaban a los talleres y almacenes de toda la ciudad de Gibraltar, lo cual le permitía conocer mejor su nuevo refugio. La comunidad se congregaba al pie del gran peñón y se derramaba por toda la parte inferior de su ladera. Fierro mantenía tratos comerciales con muchos proveedores y algunos de ellos, orgullosos de su localidad, contestaban con agrado a las preguntas de Yonah.
El criado de un tonelero le dijo que la exótica ciudad tenía aire moruno porque los árabes habían vivido en ella durante setecientos cincuenta años hasta que España la recuperó en 1462, «
el día de la festividad de san Bernardo
». El propietario del taller de efectos navales resultó ser José Gripo, a quien Yonah ya conocía de la taberna. Gripo estaba muy ocupado, pero, mientras media y enroscaba un cabo, le explicó que el nombre de Gibraltar era una corrupción de «
Jebel Tariq
», la Roca de Tariq en árabe. El criado del proveedor de efectos navales, un anciano de rasgos agradables, Tadeo Deza, añadió:
—Tariq era el caudillo bereber que construyó el primer fuerte al pie de la roca.
Yonah apenas averiguó nada acerca de Gibraltar a través de sus compañeros de trabajo de la armería de Fierro. Había seis peones cuya principal obligación era cuidar del recinto y trasladar el pesado metal desde los almacenes a los talleres y de nuevo a los almacenes. Estos obreros vivían con Ángel Costa y el otro Manuel en un edificio semejante a un establo, llamado La Casa del Humo. Los dos principales artesanos, Luis Planas y Paco Parmiento, unos hombres de edad madura, eran los reyes del taller. Parmiento, que se había quedado viudo, era el maestro espadero, mientras que Planas, que jamás se había casado, era el maestro armero. A Yonah lo destinaron a la cabaña de los obreros junto con Vicente, el viejo al que había invitado a un trago en la taberna. Vicente nunca recordaba el nombre del nuevo aprendiz.
—¿Cómo dijiste que te llamabas, joven extranjero? —le preguntó, apoyado en la escoba con la que había estado barriendo el sucio suelo.
—Me llamo Ramón Callicó, abuelo.
—Yo me llamo Vicente Deza y no soy tu abuelo, pues, en tal caso, tu padre sería un hijo de puta.
El viejo se rió de su propia broma y Yonah no tuvo más remedio que sonreír.
—Pues entonces, ¿ estáis emparentado con Tadeo Deza, el del taller de efectos navales?
—Pues sí, soy primo de Tadeo, pero él nunca lo dice, pues a veces lo avergüenzo pidiendo que me inviten a un trago, tal como tú ya sabes. —El anciano volvió a soltar una trémula carcajada y lo estudió con curiosidad. O sea que ahora viviremos aquí todos juntitos con Luis y Paco. Tienes suerte, pues este edificio lo construyeron unos judíos con mucho esmero y es a prueba de la intemperie.
—¿Y cómo es posible que lo construyeran los judíos, Vicente? —preguntó Yonah con fingida indiferencia.
—Antes había muchos por aquí. Hace unos veinte años o puede que algo más, los buenos católicos se levantaron contra los que se hacían llamar cristianos nuevos. Pero no eran verdaderos cristianos sino judíos. Centenares de ellos procedentes de Córdoba y Sevilla pensaron que Gibraltar, recién arrebatado a los moros y con una población muy escasa, podría ser para ellos un refugio tranquilo y seguro, por lo que llegaron a un trato con el duque de Medina-Sidonia, el señor de estas tierras.
—Le entregaron dinero al duque y acordaron pagarle los gastos del estacionamiento de unas fuerzas de caballería en este lugar. Vinieron centenares de pobladores y empezaron a levantar edificios destinados a viviendas y negocios. Sin embargo, la necesidad de costear los gastos de los militares estacionados aquí y las expediciones contra los portugueses no tardó en arruinarlos. Cuando el duque se enteró de que se les había acabado el dinero, vino con unos soldados y los echó.
—Ellos construyeron este edificio y la Casa del Humo para ahumar el pescado que posteriormente se enviaba por barco a las ciudades portuarias. En los días húmedos, aún se percibe el olor del humo. Nuestro maestro le alquiló al duque la propiedad abandonada y construyó el establo de los animales y los talleres tal y como están ahora. —El viejo guiñó el ojo izquierdo—. Tienes que venir a verme cuando quieras saber algo, pues Vicente Deza sabe muchas cosas.
Más tarde Yonah fue a llevar material al taller dirigido por otro de sus compañeros de vivienda, el espadero Paco Parmiento. Yonah tuvo la corazonada de que se llevaría muy bien con él; era un hombre calvo y tirando a grueso que llevaba el rostro rasurado y tenía una blanquecina cicatriz en la mejilla izquierda; a veces, su mirada se perdía en la lejanía, pues siempre estaba tratando de encontrar mejores maneras de diseñar y construir espadas y solía permanecer ajeno al mundo que lo rodeaba. Le dijo a Yonah en un susurro que todos ellos estaban obligados a mantener los talleres limpios y ordenados.
—Pero tenemos suerte, pues el viejo Vicente Deza se encarga de estos menesteres.
—¿Vicente Deza construye armaduras, o es espadero como vos? —preguntó Yonah.
—Ése jamás en su vida ha trabajado el metal. Vive con nosotros gracias a la caridad del maestro. No te creas nada de lo que te diga Vicente —le advirtió el espadero—, tiene la inteligencia deteriorada y la mente de un niño retrasado. A veces ve cosas inexistentes.
Como todos los lugares rocosos que Yonah había visto en España, Gibraltar tenía unas cuevas, la mayor de las cuales se encontraba en la misma cumbre del peñón y era enormemente espaciosa. Fierro les compraba casi todo el acero a los moros de Córdoba, pero contaba con unas existencias de mineral de hierro que se extraía en una pequeña parte de aquella inmensa cueva, a la que se accedía a través de un angosto camino que subía por la cara de la roca.
Tres veces el maestro llevó a Yonah consigo conduciendo por la brida un par de asnos por el empinado sendero. En las tres ocasiones Yonah deseó que su animal fuera
Moisés
, pues el sendero era terriblemente empinado —estaba mucho más arriba que la cofa de vigía de cualquier velero— y el más mínimo percance hubiera significado una caída vertiginosa y fatal. No obstante, los asnos estaban acostumbrados al sendero y ni siquiera se atemorizaron cuando se interpuso en su camino un grupo de monos de color canela.