El último judío (19 page)

Read El último judío Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
2.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dicho lo cual, Benzaquen le dio los buenos días y se fue.

CAPÍTULO 20

Lo que Mingo averiguó

Mingo cada vez pasaba más tiempo en la Alhambra y sólo regresaba a las cuevas del Sacromonte dos noches a la semana. Una noche le comunicó a Yonah una noticia preocupante.

—Puesto que los Reyes no tardarán en ocupar la Alhambra, la Inquisición tiene el propósito de vigilar muy de cerca a todos los marranos y moriscos de las inmediaciones de la fortaleza para evitar que alguna señal de cristianos descarriados ofenda los regios ojos.

Yonah escuchó en silencio.

—Buscarán herejes por todas partes hasta que consigan reunir a unos cuantos. Y no cabe duda de que celebrarán un auto de fe, y puede que más de uno, para demostrar su celo y diligencia, en presencia de los cortesanos y quizá de los Reyes.

—Lo que estoy intentando decirte, mi buen amigo Yonah —prosiguió delicadamente Mingo—, es que sería prudente que te fueras cuanto antes a otro lugar, donde la necesidad de examinar todos los padrenuestros de tu vida no fuera tan apremiante.

Por simple honradez, Yonah no podía por menos que tratar de avisar a aquellos con quienes recientemente había rezado. Puede que, en el fondo, abrigara la esperanza de que la familia de Isaac Saadi lo considerara un salvador y lo mirara con ojos más favorables.

Sin embargo, cuando llegó a la casita del Albaicín, la encontró vacía.

También lo estaba la casa de la familia Benzaquen y la de los restantes cristianos nuevos. Las familias conversas se habían enterado de la inminente llegada de Fernando e Isabel y habían comprendido el peligro que suponía para ellos, por lo que todos habían huido.

Solo delante de las casas abandonadas, Yonah se sentó a la sombra de un plátano. Trazó distraídamente cuatro puntos en la tierra: uno representaba a los cristianos viejos de España, otro a los moros y el tercero a los cristianos nuevos. El cuarto punto representaba a Yonah ben Helkias Toledano. Sabía que no era un judío como su padre ni como las generaciones que lo habían precedido. En lo más hondo de su corazón hubiera deseado ser como ellos, pero ya se había convertido en otra cosa. Ahora su verdadera religión era la de ser un judío de simple supervivencia. Se había dedicado a vivir en solitario y se había mantenido siempre al margen de todo.

A pocos codos de la casa abandonada encontró el guijarro con el que siempre jugaba Adriana. Lo tomó y se lo guardó en la bolsa como recuerdo de la tía de la niña que sin duda lo obsesionaría en sus sueños.

Mingo regresó a toda prisa a las cuevas desde la Alhambra para comunicar a Yonah otra noticia.

—Están a punto de emprender una acción contra los cristianos nuevos. Hoy mismo tienes que abandonar este lugar, Yonah.

—¿Y vuestros
romanís
? —le preguntó Yonah—. ¿Estarán a salvo del peligro?

—Los representantes de mi pueblo son criados y jardineros. No tenemos entre nosotros a nadie tan encumbrado como los arquitectos y constructores moros, o como los banqueros y médicos judíos. Los
gadje
no se molestan en envidiarnos. En realidad, la mayoría de ellos apenas nos ve. Cuando la Inquisición nos examina, sólo ve a unos peones que son buenos cristianos.

Mingo le hizo a Yonah otra sugerencia que le causó un gran pesar.

—Tienes que dejar tu asno aquí. A este animal le queda muy poca vida; si se cansara por el camino, no tardaría en enfermar y morir.

Yonah sabía en su fuero interno que era cierto.

—Os regalo el asno a vos —dijo finalmente.

Mingo asintió con la cabeza.

Yonah se fue con una manzana a la dehesa, se la dio a
Moisés
y le acarició suavemente la testuz. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para apartarse de él.

El enano le prestó un último servicio, disponiendo que cabalgara con dos
romanís
, los hermanos Ramón y Macot Manigo, que tenían que entregar unos caballos a unos tratantes de Baena, Jaén y Andújar.

—Macot Manigo tiene que enviar un fardo a Tánger por medio de una nave en la que embarcará en Andújar. El barco es propiedad de unos contrabandistas moros, con quienes nosotros los
romanís
llevamos muchos años comerciando. Macot intentará colocarte en este barco para que bajes con él por el río Guadalquivir.

Apenas había tiempo para los adioses. Mana le ofreció pan y queso envueltos en un lienzo. Mingo le entregó dos soberbios regalos de despedida: una afilada daga de acero moruno labrado y la guitarra que Yonah tocaba y tanto admiraba.

—Mingo —le dijo Yonah al enano—, os suplico que tengáis mucho cuidado y no hagáis enfadar demasiado a los monarcas católicos.

—Y yo te suplico que no te preocupes por mi. Que tengas una vida dichosa, amigo mío.

Yonah cayó de hinojos y abrazó al jefe de los
romanís
.

Los tratantes de caballos eran unos hombres muy amables de piel aceitunada y tan expertos en el manejo de los animales que el hecho de conducir y entregar veinte caballos no les suponía el menor esfuerzo.

Yonah se había familiarizado con ellos en el Sacromonte y en el trayecto descubrió que eran para él unos compañeros de viaje extremadamente agradables.

Macot era un cocinero excelente y, además, llevaban una buena provisión de vino.

Ramón tenía un laúd y todas las noches él y Yonah tocaban juntos y se solazaban con la música para librarse del cansancio de la silla de montar.

Durante las largas horas de viaje a caballo bajo el ardiente sol, Yonah comparaba mentalmente a los dos hombres a quienes la naturaleza había otorgado una forma tan extraña. Se sorprendía de que el alto y jorobado fraile Bonestruca fuera tan perverso y de que el gitano enano Mingo encerrara tanta bondad en su menudo cuerpo. Su propio cuerpo, a pesar de lo vigoroso que era, le dolía de tanto permanecer sentado en la silla y el alma le dolía de soledad. Tras haber saboreado la cálida acogida de unos hombres buenos, se le partía el alma por tener que regresar a la desolación de la vida errante.

Pensó en Inés Saadi Denia y se vio obligado a aceptar que el camino que ella seguiría en la vida sería muy distinto del suyo, por lo que prefirió concentrarse en otra pérdida. La bestia de carga había sido su único y constante compañero durante más de tres años, siempre dispuesto a cumplir su voluntad sin jamás exigirle nada. Tardaría mucho tiempo en dejar de lamentar amargamente la ausencia de su asno
Moisés
.

QUINTA PARTE

EL ARMERO DE GIBRALTAR

Andalucía

12 de abril de 1496

CAPÍTULO 21

Un marinero corriente

Los tratantes de ganado permanecieron demasiado tiempo en Baena, donde le entregaron cinco caballos a un tratante gitano que ofreció un festín en su honor, y en Jaén, donde dejaron otra media docena de animales. Para cuando entregaron los últimos nueve caballos a un ganadero de Andújar, ya llevaban casi un día entero de retraso. Yonah y los hermanos se dirigieron a la orilla del río, totalmente convencidos de que el barco africano ya habría llegado y se habría ido, pero el barco aún estaba amarrado en el embarcadero. Macot fue efusivamente recibido por el capitán, un bereber de poblada barba cana. El capitán tomó el fardo de Macot y explicó que su barco también iba con retraso; había transportado un cargamento de cáñamo desde Tánger que había vendido río arriba y regresaría a Tánger tras haber cargado mercancías en Córdoba, Sevilla, los pequeños puertos del golfo de Cádiz y Gibraltar.

Macot habló seriamente con el marino señalándole a Yonah, y el capitán aceptó sin demasiado entusiasmo, tras haberle escuchado.

—Ya está todo arreglado —le anunció Macot a Yonah. Los hermanos lo abrazaron—. Ve con Dios —le dijo Macot.

—Qué Él os acompañe —contestó Yonah.

Yonah los contempló con nostalgia mientras se alejaban conduciendo por la brida el caballo que él había montado y deseó poder regresar a Granada con ellos.

El capitán le dio inmediatamente a entender con toda claridad que viajaría como tripulante y no como pasajero, por lo que lo puso a trabajar con la tripulación, cargando el aceite de oliva que el barco transportaría a África.

Aquella noche, mientras el capitán moro dejaba que la fuerte corriente empujara la embarcación de poco calado río abajo por el estrecho canal del alto Guadalquivir y él veía pasar las borrosas orillas del río, Yonah se sentó con la espalda apoyada en una gran tinaja de aceite y se puso a tocar la guitarra, procurando olvidar que no tenía la menor idea de adónde se dirigía su vida.

En el barco africano era el inferior de los inferiores, pues tenía que aprenderlo todo acerca de la vida a bordo, desde desplegar y recoger la única vela triangular, hasta la manera más segura de almacenar el cargamento en la cubierta de la embarcación para evitar que una canasta o un tonel resbalara durante una tormenta y provocara daños en la embarcación o incluso su hundimiento.

El capitán, que se llamaba Mahmuda, era un bruto que soltaba puñetazos cuando se enfadaba. La tripulación —dos negros, Jesús y Cristóbal, y dos árabes que se encargaban de cocinar, Yephet y Darb— dormía bajo las estrellas o la lluvia, siempre que podía encontrar algún hueco. Los cuatro tripulantes, naturales de Tánger, eran muy musculosos y Yonah se llevaba bien con ellos porque eran jóvenes y rebosaban de entusiasmo. A veces, por la noche, cuando él tocaba la guitarra, los que no estaban de guardia cantaban hasta que Mahmuda les gritaba que cerraran la boca y se fueran a dormir.

El trabajo no era excesivamente gravoso hasta que arribaban a un puerto. En las oscuras y primeras horas del séptimo día que Yonah llevaba a bordo, la embarcación amarró en Córdoba para recoger más carga. Yonah formó pareja con Cristóbal para acarrear las grandes y pesadas tinajas. Trabajaban a la luz de unas antorchas de brea que emitían un olor muy desagradable. Al otro lado del embarcadero, un grupo de abatidos prisioneros encadenados estaba subiendo a una embarcación.

Cristóbal miró sonriendo a uno de los guardias armados.

—Tenéis muchos criminales —comentó.

El guardia soltó un escupitajo.

—Conversos.

Yonah los observó mientras trabajaba. Parecían aturdidos. Algunos presentaban unas heridas que los obligaban a moverse muy despacio, arrastrando las cadenas como si fueran unos ancianos a los que les dolieran las articulaciones cuando se movían.

Casi todo el cargamento del barco eran cuerdas y cabos, cuchillos, dagas y aceite de oliva, cuyas existencias así como las de vino español, escaseaban. En los ocho días que tardaron en llegar a la larga y ancha desembocadura del Guadalquivir, el capitán había tratado por todos los medios de conseguir todo el aceite que los mercaderes de Tánger estaban aguardando con ansia. Pero, en Jerez de la Frontera, donde esperaba encontrar una abundante provisión de aceite, sólo encontró a un comerciante que se deshizo en disculpas.

—¿Que no hay aceite? ¡Maldita sea!

—Dentro de tres días. Creedme que lo siento, pero debo rogaros que esperéis. Dentro de tres días habrá todo el que queráis comprar.

—¡Maldición!

Mahmuda encargó a la tripulación pequeñas tareas a bordo mientras esperaban. Estaba tan furioso que apaleó a Cristóbal porque no se movía con la suficiente rapidez.

Jerez de la Frontera era el lugar adonde habían sido conducidos los prisioneros que Yonah había visto en Córdoba con el fin de incorporarlos a un grupo de antiguos judíos y antiguos musulmanes que, en media docena de ciudades fluviales, habían sido declarados culpables de abandonar su fidelidad a Jesucristo. En la ciudad había un gran destacamento de soldados. Ya se había desplegado la bandera roja que anunciaba la inminencia del cumplimiento de las penas de muerte y la gente se estaba congregando en Jerez de la Frontera para asistir al gran auto de fe.

El barco ya llevaba dos días amarrado cuando el malhumorado Mahmuda se puso hecho una furia al ver que Yephet volcaba una tinaja de aceite mientras afianzaba el cargamento para dejar sitio a las esperadas provisiones. No se había derramado el aceite y la tinaja fue rápidamente enderezada, pero Mahmuda enloqueció de rabia.

—¡Desdichado! —gritó—. ¡Insensato! ¡Escoria de la tierra!

Golpeó a Yephet, lo derribó al suelo a puñetazos y, tomando un trozo de cuerda, empezó a azotarlo.

Yonah se sintió invadido por un súbito y amargo ataque de cólera. Se adelantó hacia ellos, pero Cristóbal lo sujetó y le impidió que se moviera hasta que terminaron los azotes.

Aquella tarde el capitán abandonó el barco para buscar en la orilla del río algún burdel que ofreciera una botella de vino y una mujer.

Los tripulantes frotaron el maltrecho cuerpo de Yephet con un poco de aceite de oliva.

—Creo que no debes temer a Mahmuda —le dijo Cristóbal a Yonah—. Sabe que estás bajo la protección de los
romanís
.

Pero Yonah pensaba que, cuando lo cegaba la rabia, Mahmuda era incapaz de razonar y no estaba muy seguro de poder presenciar sus palizas con los brazos cruzados. En cuanto cayó la noche, recogió sus escasas pertenencias, saltó sin hacer ruido al embarcadero, y se alejó del barco en medio de la oscuridad.

Se pasó cinco días caminando sin prisa, pues no tenía adónde ir. El camino bordeaba la costa y le permitía disfrutar de la contemplación del mar. En algunos tramos el camino se apartaba un poco de la costa, pero más adelante Yonah siempre podía volver a contemplar las azules aguas. En muchas aldeas había embarcaciones de pesca. Algunas de ellas estaban más cuarteadas por el sol y la sal que otras, pero todas se encontraban en muy buen estado gracias a los hombres que se ganaban la vida con ellas. Yonah vio a los hombres ocupados en sencillas tareas como el remiendo de las redes o el calafateo y el embreado de los fondos de las embarcaciones. A veces trataba de entablar conversación, pero ellos apenas tenían nada que decirle cuando les preguntaba si había algún trabajo para él. Los miembros de las tripulaciones de los barcos de pesca debían de estar unidos por lazos de sangre o por años de íntima amistad. No había trabajo para un forastero.

En la ciudad de Cádiz su fortuna cambió. Se encontraba en el puerto cuando uno de los hombres que estaba descargando un barco tuvo un descuido. Incapaz de ver nada a causa del gran tamaño del rollo de tejido que llevaba, dio un traspié, perdió el equilibrio y cayó de la pasarela. El rollo de tela cayó sobre la blanda arena mientras el hombre se golpeaba fuertemente la cabeza contra un amarre de hierro.

Other books

Fire and Sword by Edward Marston
Delay in Transit by F. L. Wallace
Only We Know by Simon Packham
Paradise Lost (Modern Library Classics) by Milton, John, William Kerrigan, John Rumrich, Stephen M. Fallon
You & Me by Padgett Powell