Cada vez que llevaba las ovejas a la hacienda, el joven Adolfo, el hijo de Fernando, lo tomaba bajo su protección y le enseñaba a cuidar del rebaño. Yonah aprendió a trasquilar, aunque nunca fue tan rápido ni consiguió hacerlo tan bien como Fernando y sus hijos. Aprendió a castrar y a sacrificar a los animales, pero, cuando tenía que desollar, era tan poco diestro con el cuchillo como con las tijeras.
—No te preocupes. Es cuestión de práctica —le dijo Adolfo.
Cada vez que Yonah regresaba a la hacienda con las ovejas, Adolfo se iba con una jarra de vino al campo donde estaba el rebaño y se sentaba con Yonah para comentarle las dificultades de la vida de pastor, la falta de mujeres, la soledad y la amenaza de los lobos. Adolfo le recomendaba que cantara de noche para ahuyentarlos.
El pastoreo era el trabajo más adecuado para un fugitivo. Yonah evitaba acercarse a las dispersas aldeas de la sierra y lo mismo hacia con las pequeñas haciendas. Conducía a las ovejas a los claros herbosos que punteaban las laderas inferiores de las desiertas montañas y, en las pocas ocasiones en que se tropezaban con seres humanos, los demás sólo veían a un huraño pastor con aspecto de ermitaño.
Lo evitaban incluso los malhechores, pues era rudo y corpulento y en sus ojos brillaba una fuerza salvaje. Llevaba el cabello castaño muy largo y lucía una poblada barba. Durante los calores del estío iba casi desnudo, pues la ropa usada que se había comprado en sustitución de las prendas que se le habían quedado chicas ya estaba muy gastada. Cuando una oveja sufría un accidente mortal, la desollaba como podía y disfrutaba comiendo cordero o carnero hasta que la carne se pasaba, cosa que en verano ocurría casi de inmediato. En invierno se cubría los brazos y las piernas con pieles de oveja para protegerse de los gélidos vientos. Se sentía a gusto en las colinas. Cuando de noche se encontraba en alguna cumbre, se movía sintiéndose íntimamente unido a las grandes y refulgentes estrellas.
El cayado que había heredado de Jerónimo Pico se encontraba en muy mal estado, por lo que una mañana cortó una fuerte rama de un nogal, cuyo extremo estaba naturalmente curvado. La descortezó con sumo cuidado y labró en ella un dibujo imitando el diseño geométrico que los artesanos moros habían utilizado en la sinagoga de Toledo.
Después deslizó la mano por la lana de las ovejas hasta que los dedos le quedaron untados con su grasa y se pasó muchas horas frotando la rama hasta que el flexible cayado adquirió una pátina oscura.
Algunas veces se sentía como un animal salvaje, pero en lo más hondo de su ser se aferraba a sus más nobles orígenes, rezaba las oraciones por la mañana y por la noche, y trataba de seguir el calendario para poder santificar los días de fiesta. A veces conseguía bañarse antes del comienzo del
Sabbath
. Durante el verano le resultaba más fácil, pues cualquier persona que lo viera en el agua de un río o de un arroyo podría pensar que lo hacía para refrescarse y no por motivos religiosos. Cuando hacía más fresco, se lavaba con un paño mojado temblando de frío y, en pleno invierno, prefería apestar; a fin de cuentas, él no era como una mujer, que no podía recibir al marido sin antes haber visitado el
mikvah
.
Hubiera deseado sumergirse y purificarse el alma, pues se sentía atraído por los placeres de la carne. De todos modos, le resultaba difícil encontrar a una mujer en quien poder confiar. A la ramera de una taberna donde en algunas ocasiones compraba un poco de vino le había pagado un par de veces una moneda para que se abriera de piernas en su oscura y perfumada estancia. Otras veces, mientras los animales pacían lánguidamente, había sucumbido a un libidinoso placer y había cometido el pecado por el que el Señor había arrebatado la vida a
Onán
.
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A veces se imaginaba lo distinta que hubiera sido su existencia sin las desgracias que lo habían obligado a abandonar la casa de su padre. A aquella hora ya sería un platero, se habría casado con una mujer de buena familia, y acaso ya hubiera sido padre.
En su lugar, a pesar de sus esfuerzos por seguir siendo una persona, a veces tenía la sensación de estar convirtiéndose en una especie de bestia miserable y llegaba a pensar que no era el último judío de España, sino la última criatura del mundo, lo cual lo inducía en más de una ocasión a correr absurdos riesgos. De noche, sentado frente a la hoguera con los animales a su alrededor, alejaba a los lobos rugiendo fragmentos de palabras recordadas o enviando viejas plegarias al cielo junto con las chispas que se elevaban de la crepitante leña. Un inquisidor o denunciante atraído por la luz de la hoguera hubiera podido oír su temeraria voz pronunciando palabras en hebreo o ladino, pero afortunadamente nadie pasaba jamás por aquellos parajes.
Trataba de ser razonable en sus plegarias. Nunca le pedía a Dios que enviara al arcángel Miguel, el guardián de Israel, desde el Paraíso para que acabara con los que mataban y obraban el mal. Le rogaba, por el contrario, que permitiera que él, Yonah ben Helkias Toledano, pudiera servir al arcángel. Se decía a sí mismo, y le decía a Dios y a los animales de las silenciosas colinas, que necesitaba otra oportunidad de convertirse en el fuerte brazo derecho del arcángel, asesino de asesinos y destructor de los que destruían.
La tercera vez que Yonah condujo las ovejas a la hacienda en otoño, descubrió que la familia de Fernando Ruiz estaba de luto. El capataz, que no era viejo, había muerto inesperadamente una tarde mientras iba a inspeccionar un campo arrasado por los ladrones. En la hacienda reinaba un gran desconcierto. Don Emilio no sabía cómo llevar la hacienda y aún no había encontrado un nuevo capataz. Estaba de muy mal humor y gritaba sin cesar.
Yonah pensó que la muerte de Fernando Ruiz era una señal de que tenía que irse. Bebió vino por última vez con Adolfo en el campo de las ovejas.
—Lo lamento —dijo.
Sabía lo que era perder a un padre y, además, Fernando había sido un hombre muy bueno.
Le dijo a Adolfo que se iba.
—¿Quién cuidará de las ovejas?
—Yo seré el pastor —contestó Adolfo.
—¿Conviene que hable con don Emilio?
—Yo se lo diré. No le importará, con tal de que alguien mantenga las ovejas apartadas de su delicada nariz.
Yonah abrazó a Adolfo y le entregó el hermoso cayado de pastor junto con el rebaño. Después montó en
Moisés
y se alejó de la hacienda de Plasencia.
Aquella noche se despertó en medio de la oscuridad y prestó atención, pues le había parecido oír algo. Después se dio cuenta de que la causa de su alarma había sido la ausencia de los suaves balidos de las ovejas. Se volvió y se quedó nuevamente dormido.
El bufón
El invierno estaba en camino, por lo que Yonah dirigió a
Moisés
hacia el calor. Quería ver el mar del sur que quedaba al otro lado de Sierra Nevada, pero, cuando se acercó a Granada, las noches ya eran muy frescas. No quería desafiar las cumbres cubiertas de nieve de la alta sierra en invierno y prefirió entrar en la ciudad para gastarse parte de sus ganancias en algunas comodidades para sí mismo y para el asno.
Se inquietó cuando llegó a las murallas de Granada, pues por encima de la siniestra puerta colgaban las cabezas putrefactas de unos criminales ejecutados, pero estaba claro que aquella exhibición no servía para atemorizar a los forajidos, pues al entrar en una posada donde esperaba encontrar vino y comida, se tropezó con dos corpulentos sujetos que pretendían asaltar a un enano. El hombrecillo media la mitad que ellos y tenía la cabeza muy grande, el tronco fornido, los brazos muy largos y las piernecitas como palillos. Contempló cautelosamente a los asaltantes mientras éstos se acercaban a él desde direcciones contrarias, armados uno con un garrote y el otro con un cuchillo.
—Danos la bolsa si no quieres perder estos cojoncitos tan pequeños que tienes —amenazó el del cuchillo, haciendo ademán de abalanzarse sobre él.
Sin pensarlo dos veces, Yonah tomó la afilada azada y desmontó del asno. Por desgracia, antes de que pudiera intervenir, el ladrón del garrote le asestó un fuerte golpe en la cabeza. Inmediatamente se desplomó al suelo, herido y aturdido, mientras el hombre se inclinaba sobre él con el garrote, a punto de rematarlo.
Medio inconsciente, Yonah vio que el enano se sacaba de debajo de la túnica un cuchillo de grandes dimensiones. Sus piernecitas brincaron y corretearon, sus largos brazos culebrearon con agilidad y la punta del cuchillo se movió con la misma rapidez que la lengua de una serpiente. En un instante, el enano consiguió vencer las precarias defensas del atacante armado, quien lanzó un aullido de dolor y soltó el cuchillo en cuanto la hoja del pequeño luchador lo hirió en un brazo.
Los dos atacantes dieron media vuelta y echaron a correr. Entonces el enano tomó una piedra y la arrojó con tanta fuerza, que alcanzó a uno de los dos fugitivos en la espalda. Después secó la hoja del cuchillo en sus calzones y se acercó para contemplar el rostro de Yonah.
—¿Estáis bien?
—Creo que lo estaré —contestó débilmente el joven, tratando de incorporarse—… cuando entre en la taberna y beba un poco de vino.
—Aquí no os van a dar buen vino. Tenéis que montar en vuestro asno y acompañarme —dijo el hombrecillo mientras Yonah tomaba la mano que éste le ofrecía y sentía que un brazo sorprendentemente fuerte lo levantaba.
—Me llamo Mingo Babar.
—Yo soy Ramón Callicó.
Mientras abandonaba con
Moisés
la ciudad y subía por un empinado sendero, Yonah temió que aquel extraño hombrecillo que había estado a punto de convertirse en víctima fuera un ladrón y un asesino. Se preparó para un posible ataque, pero no ocurrió nada. El enano caminaba por delante del asno con la rapidez de una araña, y las manos rozaban el suelo del sendero cual si fueran dos pies adicionales.
Al poco rato, un centinela desde lo alto de una roca preguntó en voz baja:
—¿Eres tú, Mingo?
—Sí, soy yo. Vengo con un amigo.
Algo más allá, pasaron por delante de un agujero abierto en la colina a través del cual la suave luz de una lámpara se derramaba al exterior. Después pasaron por delante de otro y de varios más. Del interior de las cuevas surgían gritos.
—¡Buenas tardes te dé Dios, Mingo!
—¡Bienvenido, Mingo!
El hombrecillo correspondía a todos los saludos. Al final, detuvo el asno delante de la entrada de otra cueva. Yonah desmontó, siguió al enano hacia la oscuridad y éste lo acompañó a una alfombra de dormir en el lugar más extraño que imaginar cupiera.
Cuando despertó a la mañana siguiente, Yonah se quedó asombrado. Se encontraba en una cueva distinta de cualquier otra que jamás en su vida hubiera visto. Era como si un señor de los bandidos se hubiera creado un refugio en una osera. La débil luz de las lámparas de aceite se mezclaba con el grisáceo resplandor de la entrada, y Yonah pudo distinguir las alfombras de vivos colores que cubrían la tierra y la roca desnuda. Había pesados muebles de madera ricamente labrada, gran cantidad de instrumentos musicales y unos relucientes utensilios de cobre.
Yonah había disfrutado de un largo y profundo sueño reparador. Recordó de inmediato los acontecimientos de la víspera y se alegró de sentir la cabeza de nuevo despejada.
Una gruesa mujer de estatura normal se encontraba sentada allí cerca, sacando plácidamente brillo a un recipiente de cobre. Yonah la saludó y ella le dedicó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes deslumbrantes de tan blancos.
Cuando se atrevió a salir de la cueva, vio a Mingo trabajando en un ronzal de cuero en presencia de dos niños, un varón y una hembra, casi de su misma estatura.
—Buenos días os dé Dios.
—Buenos días, Mingo.
Yonah vio que se encontraban en un lugar muy alto de la colina. Abajo se extendía la ciudad de Granada, un amasijo de casas que parecían cubos de color rosa y blanco, rodeado por un cinturón de árboles.
—Es una ciudad muy hermosa —comentó Yonah.
Mingo asintió con la cabeza.
—Si, lo es. La construyeron los moros, por eso las casas están ricamente decoradas por dentro, a pesar de la sencillez de su exterior.
Por encima de la ciudad, en la cumbre de un cerro de tamaño mucho más reducido que la colina donde estaban las cuevas, se levantaba un edificio de torres y almenas rosadas cuya gracia y majestad dejó a Yonah sin respiración.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalándolo.
Mingo sonrío.
—Es la ciudadela y palacio de la Alhambra —contestó.
Yonah comprendió que se encontraba entre un grupo de personas singulares. Hizo muchas preguntas a las que Mingo contestó de buen grado.
Las cuevas se encontraban en un cerro llamado Sacromonte.
—Así llamado —explicó Mingo—, porque en los primeros tiempos del cristianismo muchos fieles fueron martirizados en este lugar.
El enano añadió que su gente, unos gitanos de una tribu llamada de los
romanís
, llevaba viviendo en las cuevas desde su llegada a España cuando él era pequeño.
—¿Y de dónde vinieron los
romanís
? —preguntó Yonah.
—De allí —contestó Mingo, haciendo con la mano un gesto circular que abarcaba todo el orbe—. Hace mucho tiempo se desplazaron desde un lejano lugar del este, por el que discurre el sagrado río Ganges. En tiempos más recientes, antes de instalarse aquí, vagaron sin rumbo por Francia y España, pero, al llegar a Granada, decidieron instalarse y utilizar las cuevas como vivienda.
Las cuevas eran unos lugares muy secos y bien ventilados. Algunas eran una simple habitación, mientras que otras estaban formadas hasta por veinte habitaciones, una detrás de otra, en el interior de la colina. Hasta alguien tan poco experto en las artes militares como Yonah comprendió que el lugar se hubiera podido defender con facilidad en caso de que lo atacaran. Mingo explicó que muchas cuevas estaban unidas entre sí por grietas o pasadizos naturales, por lo que constituían unos lugares muy apropiados para esconderse o escapar en caso necesario.
La gruesa mujer de la cueva de Mingo era su esposa, Mana. Mientras ella les servía la comida, Mingo le dijo a Yonah con orgullo que él y Mana tenían cuatro hijos, dos de los cuales ya eran mayores y no vivían con ellos.
Adivinó la pregunta que Yonah no se atrevía a formular y añadió sonriendo: