En ciertas ocasiones, los años bisiestos, se añadían unos días. Eso no sabría cómo hacerlo.
Abba
siempre sabía qué día era… «
No soy Tomás Martín
—pensó medio dormido—.
Soy Yonah Toledano. Mi padre era Helkias ben Reuven Toledano, de bendita memoria. Pertenecemos a la tribu de Leví. Estamos al décimo día del mes de
tishri
, en el año cinco mil doscientos cincuenta y tres…
»
El auto de fe
La nueva etapa de los judíos se inició la mañana en que los guardias se presentaron, aherrojaron a Espina y se lo llevaron en una carreta al Oficio de la Inquisición para ser sometido a interrogatorio.
Era de noche cuando lo devolvieron a la cárcel con los pulgares de ambas manos ensangrentados y dislocados por la tortura de las empulgueras. Yonah le sirvió agua, pero él permaneció tendido en el suelo, de cara a la pared. A la mañana siguiente, Yonah regresó a la celda.
—¿Cómo estáis vos aquí? —le preguntó en voz baja—. En Toledo os teníamos por un cristiano voluntario.
—Soy voluntariamente cristiano.
—Pues entonces… ¿por qué os torturan?
Espina guardó silencio.
—¿Qué saben ellos de Jesús? —musitó al final.
Los hombres de la carreta seguían acudiendo a la cárcel para llevarse a los prisioneros uno por uno. Juan Peropán regresó de su interrogatorio con el brazo izquierdo colgando, roto en la tortura de la rueda. La contemplación del estado en que se encontraba trastornó a su esposa Isabel, la cual evitó la tortura respondiendo histéricamente que sí a cuanto le preguntaban los interrogadores.
Yonah sirvió vino al alguacil y a dos amigos suyos a quienes aquél estaba contando los detalles de la confesión de Isabel.
—Le echó toda la culpa al marido. Juan Peropán jamás dejó de ser judío, dice ella, ¡jamás, jamás, jamás! La obligaba a comprar carne y pollo preparados al estilo judío, la obligaba a escuchar impías oraciones y a participar en ellas y la obligaba a enseñárselas a sus hijos.
Había declarado contra todos los prisioneros acusados de prácticas judaizantes, confirmando las acusaciones que pesaban sobre ellos.
Según contó Isidoro Álvarez, incluso había declarado contra el médico, a quien ni siquiera conocía, señalando que Espina le había dicho que había cumplido la alianza de Abraham, llevando a cabo treinta y ocho circuncisiones rituales en otros tantos niños judíos.
El interrogatorio de cada uno de los acusados duró varios días hasta que una mañana, en el balcón del Oficio de la Inquisición, se colgó la bandera roja, señal de que pronto se cumpliría una pena de muerte en un auto de fe.
Tras haber perdido todas las esperanzas, Bernardo Espina experimentó el repentino impulso de hablar de Toledo.
Yonah confiaba instintivamente en él. Una tarde, mientras fregaba el suelo del pasillo, se detuvo junto a su celda para conversar con el hombre. Le dijo que su padre había acudido a la casa vacía de Espina y que después se había dirigido al priorato de la Asunción y había descubierto que estaba abandonado.
Espina asintió con un gesto y no se sorprendió en absoluto de que el priorato de la Asunción ya no existiera.
—Una mañana fray Julio Pérez, el sacristán, y dos guardias armados fueron encontrados asesinados en el exterior de la capilla. Y la reliquia de santa Ana había desaparecido.
—Aquí hay unas profundas corrientes eclesiásticas, mi joven Toledano, y son lo bastante fuertes como para tragarse sin dificultad a las personas como tú y como yo. Hace poco que el cardenal Rodrigo Lancol se ha convertido en nuestro nuevo pontífice bajo el nombre de Alejandro VI. Su Santidad no hubiera aceptado de buen grado un priorato incapaz de conservar una reliquia tan sagrada. Los frailes se habrán repartido dentro de la propia orden de los jerónimos.
—¿Y el prior Sebastián?
—Puedes estar seguro de que ya no es prior y de que lo han enviado a un lugar donde cumplirá con rigor los preceptos de la vida sacerdotal —contestó Espina, esbozando una amarga sonrisa—. A lo mejor, los ladrones han juntado la reliquia con el ciborio que hizo tu padre.
—¿Qué clase de persona puede haber cometido el pecado del asesinato para robar unos objetos sagrados? —preguntó Yonah.
Espina esbozó una fatigada sonrisa.
—Unos hombres impíos que aparentan ser virtuosos. En toda la cristiandad los devotos siempre han tenido mucha fe y esperanza en las reliquias. Hay un vasto y rico comercio de tales objetos y una mortal competencia.
Espina reveló que el padre Sebastián le había encomendado la misión de descubrir cómo había ocurrido el asesinato de Meir. Para Yonah fue un duro golpe escuchar las revelaciones que le hizo Espina acerca del escenario del crimen. Después Espina contó de qué forma el inquisidor Bonestruca lo había detenido.
—¿Bonestruca? ¿El jorobado? Me dijeron que había sido Bonestruca el que había enardecido a la multitud para que se lanzara contra mi padre. Yo he visto a este tal Bonestruca —dijo Yonah.
—Tiene un rostro de singular belleza, ¿verdad? Pero debe de llevar en el alma una carga más pesada que su joroba. Es capaz de destruir a cualquier persona que sepa algo que pueda causarle problemas. Cuando me soltaron después del interrogatorio, me dijeron que me fuera, pues, de lo contrario, él me volvería a detener y la segunda vez sería para siempre. Me disponía a marcharme cuando el padre Sebastián me mandó llamar. Cuando me habló del robo de la reliquia, el prior estaba fuera de sí. Lloró y me ordenó que la recuperara, como si estuviera en mi poder hacerlo. Me habló de la enormidad del crimen y me suplicó que redoblara mis esfuerzos para descubrir a los que habían cometido tan terrible infamia contra él. —Espina sacudió la cabeza—. Comprendí que, si me quedaba en Toledo aunque sólo fuera un momento más, me detendrían. Recomendé a mi mujer que encomendara a nuestros hijos a la protección de unos parientes y huí.
—¿Adónde fuisteis?
—A las altas montañas del norte. Encontré recónditos lugares y recorrí varios pequeños pueblos, donde se alegraron mucho de ver a un médico.
Yonah lo creía. Recordó con cuánta ternura había tratado aquel hombre a su madre y recordó que su padre le había dicho que Espina había aprendido su oficio con Samuel Provo, el gran médico judío.
Espina había entregado su noble vida a servir a los demás. Aquel médico que había abandonado la religión de sus padres era, sin embargo, un hombre muy bueno que se dedicaba a curar a la gente, pese a lo cual había sido condenado. Yonah se preguntó si había alguna posibilidad de que los conversos se salvaran, pero para ser sincero no veía ninguna. Durante la noche el guardia era un tal Gato, un malvado que se pasaba toda la jornada durmiendo y que de noche vigilaba las celdas con malicioso desvelo. Aunque durante el día Yonah hubiera tenido la oportunidad de matar al dormido Paco con su afilada azada, ni él ni los prisioneros hubieran podido llegar muy lejos en Ciudad Real, pues la ciudad estaba fuertemente armada.
Si Dios quería salvarlos, tendría que mostrarle a Yonah el camino.
—¿Cuánto tiempo tardaron en encontraros?
—Llevaba casi tres años fuera cuando me detuvieron. La Inquisición arroja una red tremendamente grande.
Yonah se estremeció, pues era consciente de que era la misma red que él debería esquivar.
Al ver que Paco se había despertado y los estaba mirando, reanudó su tarea.
—Buenas tardes, señor Espina.
—Buenas tardes… Tomás Martín.
La Inquisición tenía buen cuidado en dejar las ejecuciones en manos de la autoridad civil, por lo que fue el alguacil quien ordenó a los obreros en la plaza Mayor que levantaran siete postes de madera al lado de un quemadero, un horno circular de ladrillo que unos albañiles estaban construyendo a toda prisa.
En el interior de la cárcel algunos prisioneros lloraban y otros rezaban. Espina parecía sereno y resignado.
Yonah estaba fregando el suelo del pasillo cuando Espina le habló.
—Tengo que pedirte una cosa.
—Todo lo que esté en mi mano…
—Tengo un hijo de ocho años llamado Francisco Duranda Espina. Vive con su madre Estrella y sus dos hermanas. ¿Querrás entregarle al niño este breviario con la bendición de su padre?
—Señor —dijo Yonah, sorprendido y consternado—, yo no puedo regresar a Toledo. De todos modos, en vuestra casa no hay nadie. ¿Dónde se encuentra vuestra familia?
—No lo sé, puede que con los primos de mi mujer, la familia Duranda de Maqueda. O tal vez con la familia Duranda de Medellín. Pero de todas formas toma el breviario, te lo suplico. Es posible que Dios permita que algún día lo puedas entregar.
Yonah asintió con la cabeza.
—Si, lo intentaré —dijo, a pesar de que el libro cristiano pareció quemarle los dedos cuando lo tomó.
Espina sacó la mano a través de los barrotes de la celda.
Yonah se la estrechó.
—Que el Todopoderoso tenga misericordia de vos.
—Me reuniré con Jesús. Que Dios te acompañe y te proteja, Toledano.
Quisiera pedirte que rezaras por mi alma.
Una gran muchedumbre mucho más numerosa que la que se reunía para ver los toros se congregó a primera hora de la mañana en la plaza Mayor. El cielo estaba despejado y soplaba una fría brisa otoñal. Se respiraba en el aire una contenida emoción en medio de los gritos de los niños, los murmullos de las conversaciones, las voces de los vendedores de comida y las alegres canciones de un cuarteto formado por un flautista, dos guitarristas y un intérprete de laúd.
A media mañana apareció un sacerdote. Levantó la mano para pedir silencio y dirigió a los reunidos en el rezo de incesantes padrenuestros. Para entonces, la plaza ya estaba llena a rebosar y Yonah se encontraba entre los espectadores. Los balcones que daban a la plaza estaban llenos de gente, al igual que los tejados de todas las casas. Cuando los hombres de Isidoro Álvarez apartaron a la gente que estaba más cerca de los postes para abrir paso a la llegada de los condenados, se produjo un tumulto.
Los prisioneros fueron sacados de la cárcel en tres carretas de granja de dos ruedas tiradas por asnos y recorrieron las calles entre las burlas y los insultos de los espectadores.
Los once convictos de prácticas judaizantes llevaban los capirotes de los condenados. Dos hombres y una mujer llevaban los amarillos sambenitos marcados con cruces transversales. Los habían condenado a regresar a sus lugares de origen y a llevar el sambenito durante largos períodos de penitencia, reconciliación y piedad cristiana, y a soportar el oprobio de sus vecinos.
Seis hombres y dos mujeres llevaban unos sambenitos de color negro adornados con demonios y llamas infernales, lo cual significaba que tendrían que morir en la hoguera.
En la Plaza Mayor los condenados fueron obligados a bajar de las carretas sin vestido alguno. Su desnudez provocó un murmullo y un movimiento como de marea entre la multitud, pues todo el mundo deseaba contemplar aquel detalle, que era uno de los ingredientes de su vergüenza.
A través de su empañada mirada, Yonah observó que Ana Montalbán parecía más vieja desnuda que vestida, pues tenía los senos colgantes y el vello entre las piernas completamente encanecido. En cambio, Isabel Peropán parecía más joven, pues tenía las redondas y firmes nalgas de una moza. Su esposo estaba hundido en el temor y el pesar. No podía caminar, pero lo llevaban a rastras. Cada prisionero fue conducido a un poste y, una vez allí, les ataron los brazos detrás de los postes.
El velloso cuerpo de Isaac Montesa no tenía ninguna magulladura. El carnicero se había librado de las torturas porque su rebelde y constante uso de las plegarias hebreas había demostrado con toda claridad su culpa, pero ahora, por su arrogancia, había sido condenado a morir en el quemadero. La abertura del muro de ladrillo del horno era muy pequeña, por lo que tres hombres tuvieron que empujar su corpulento cuerpo para introducirlo a través de ella mientras la gente lo insultaba y él contestaba, rezando a gritos la
shema
. Sus labios no dejaron de moverse mientras los albañiles tapiaban rápidamente la boca del horno.
Espina estaba rezando en latín.
Muchas manos amontonaron leña y maleza alrededor de los condenados. Las ramas y la leña cubrieron modestamente la parte inferior de sus cuerpos, ocultaron las magulladuras y los arañazos, las cicatrices y los vergonzosos verdugones del temor, y se fueron amontonando alrededor del quemadero hasta que ya no fue posible ver los ladrillos del horno.
El cuarteto empezó a interpretar himnos.
Unos capellanes se habían situado al lado de los cuatro prisioneros que habían solicitado reconciliarse con Cristo. En sus estacas se habían colocado unos garrotes que les aprisionarían el cuello, pues, por su fervor religioso, la Iglesia les concedería la merced de morir estrangulados antes de ser quemados en la hoguera. Isabel Peropán fue la primera; la habían condenado a pesar de sus protestas de inocencia y de sus denuncias contra los demás, pero la Inquisición le había concedido la merced del garrote.
Después éste se aplicó a Espina y a dos hermanos de Almagro mientras Isidoro recorría la hilera con una antorcha encendida, mediante la cual fue prendiendo fuego a los montones de leña y maleza en medio de grandes chisporroteos.
Cuando las llamas se elevaron al cielo, la muchedumbre reaccionó según su temperamento, con gritos de asombro y espanto, exclamaciones de temor o gritos de júbilo y regocijo. Los hombres y las mujeres levantaban en alto a los niños para que éstos pudieran ver en la tierra el terrible infierno del que el Señor Dios los salvaría y protegería siempre y cuando obedecieran a su padre y al cura y si no cometían ningún pecado.
Los montones de leña y maleza ardían en medio de un gran rugido. Isaac el carnicero estaba dentro asándose como un pollo en un horno. Sólo que a los pollos no se los asaba vivos, pensó Yonah, consternado.
Los condenados se retorcían a causa del dolor y abrían y cerraban la boca, pero Yonah no podía oír sus gritos debido al clamor de la muchedumbre. El largo cabello de Isabel Peropán se levantó creando un halo amarillo y azul alrededor de su rostro amoratado. Yonah no pudo soportar contemplar a Espina. El humo se ondulaba y lo ocultaba todo y le hacía lagrimear los ojos. Alguien le dio una palmada en el hombro y le gritó algo al oído.
Era Isidoro. El alguacil le indicó que faltaba leña, maldijo su holgazanería y le ordenó que fuera a ayudar a Paco y a Gato a cargar un carro con más haces de leña y maleza.