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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (14 page)

BOOK: El último judío
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De día formaba parte de un pequeño ejército de obreros, albañiles, canteros y cinceladores, que con gran esfuerzo trabajaban los bloques de oscura piedra que formaban los muros de la catedral y que, en algunos lugares, median veinticinco palmos de grosor. El esfuerzo era terrible, pues los sudorosos hombres tenían que trabajar entre las quejas de los animales, las maldiciones y los gritos de los capataces y los cinceladores, los golpes de los martillos y las mandarrias, y el constante chirrido de las pesadas piedras arrastradas sobre un suelo que oponía resistencia. Del transporte de los bloques de piedra de menor tamaño se encargaban los obreros. Primero los animales trasladaban los bloques más grandes lo más lejos posible y después los hombres se convertían en bestias de carga y, formando largas filas, trataban de arrastrar las piedras tirando de unas fuertes cuerdas, o bien situándose los unos al lado de los otros para empujar con más eficacia a sus enemigos, los bloques de piedra.

Yonah se alegraba de trabajar en una casa de oración, aunque estuviera destinada a las oraciones de otros. No era el único no cristiano que participaba en las obras de la catedral, pues los artesanos eran moros que trabajaban la madera y la piedra con prodigiosa habilidad.

Cuando el padre Sebastián Álvarez había acudido al padre de Yonah para encargarle el diseño y la realización de un ciborio para la conservación de una reliquia cristiana, Helkias había consultado con el rabino Ortega, quien le aconsejó que aceptara el encargo. «
Es una
mitzvah
[17]
, una buena obra, ayudar a la gente a rezar
», le había dicho el rabino, tras lo cual había añadido que el delicado y hermoso trabajo de las sinagogas de Toledo lo habían hecho los moros.

El trabajo en las obras de la catedral era agotador. Como todos sus compañeros, Yonah trabajaba sin descanso y sin perder el tiempo con risas; se limitaba a hablar de cuestiones relacionadas con el trabajo y se guardaba los pensamientos para protegerse. A veces lo obligaban a trabajar emparejado con un peón calvo que era tan ancho y achaparrado como un bloque de piedra. Yonah nunca supo su nombre, pero los capataces lo llamaban León.

Una mañana, cuando ya llevaba siete semanas en Salamanca, Yonah estaba colocando una piedra con la ayuda de León. Al levantar la vista, vio una procesión de hombres con la cabeza cubierta por una negra cogulla, saliendo de la catedral tras el rezo del oficio de maitines, que empezaba antes de la llegada de los trabajadores.

León contempló fijamente al alto y anciano fraile que encabezaba la procesión.

—Ése es fray Tomás de Torquemada, el inquisidor general —comentó el compañero del joven en un susurro—. Yo soy de Santa Cruz y él es el prior del monasterio de allí.

Yonah miró y vio a un alto y anciano fraile de recta y larga nariz, barbilla pronunciada y ojos de expresión meditabunda y soñadora. Torquemada pasó rápidamente por delante de ellos, perdido en sus pensamientos. En la irregular columna debía de haber unas dos docenas de curas y frailes, entre los cuales Yonah descubrió a otro hombre de elevada estatura y espalda jorobada, un hombre a quien hubiera reconocido en cualquier lugar. Bonestruca, enfrascado en una conversación con un compañero, estuvo a punto de pisar la sombra de Yonah, pues pasó tan cerca de él que el joven alcanzó a ver sus pobladas cejas e incluso una llaga que tenía en el labio superior.

El fraile jorobado le miró directamente a la cara, pero sus ojos grises no dieron la menor señal de haberle reconocido o de sentir el menor interés por él, pues inmediatamente se apartaron. Yonah se quedó petrificado por el temor mientras Bonestruca seguía adelante.

—¿Qué trae a fray Tomás de Torquemada a Salamanca? —le preguntó Yonah a León.

El peón se encogió de hombros.

Más tarde Yonah oyó que el capataz le comentaba a un obrero que los inquisidores de toda España iban a celebrar una reunión en la catedral. En aquel momento el muchacho judío empezó a preguntarse si Dios no lo habría salvado y conducido a aquel lugar para darle la oportunidad de matar al hombre que había asesinado a su padre y a su hermano.

A la mañana siguiente, Yonah volvió a contemplar a los inquisidores que abandonaban la catedral tras el rezo de maitines. Llegó a la conclusión de que el mejor lugar para atacar a Bonestruca sería a la izquierda del pórtico principal de la catedral. Tendría que hacerlo con un solo golpe antes de que lo sujetaran y pensó que, para matar a Bonestruca, tendría que utilizar la afilada azada a modo de hacha y clavársela en la garganta.

Aquella noche la inquietud le impidió conciliar el sueño en su lecho de paja del establo. De niño había abrigado alguna vez la esperanza de convertirse en un guerrero y, por supuesto, en los últimos años había pensado que le encantaría vengar las muertes de su padre y de su hermano. Ahora que se le presentaba la oportunidad de hacerlo, se sentía angustiado y no sabía si sería capaz de llevar a cabo su propósito. Le pidió al Señor que le diera fuerzas cuando llegara el momento.

Por la mañana se fue a la catedral como de costumbre.

Cuando apareció un fraile en el pórtico tras el rezo de maitines, Yonah tomó la azada y se situó cerca de allí. Casi inmediatamente se puso a temblar sin poderse contener.

Otros cinco frailes siguieron al primero, y después no salió nadie más.

El capataz lo miró y vio que estaba muy pálido.

—¿Te encuentras mal?

—No, señor.

—¿No tendrías que estar ayudando a preparar el mortero? —le preguntó, al tiempo que echaba un vistazo a la azada.

—Sí, señor.

—Pues ve a hacerlo —rezongó el hombre, y Yonah obedeció.

Aquella tarde oyó decir que la reunión de los defensores de la fe había terminado la víspera y entonces comprendió que era un necio y un estúpido, indigno de convertirse en el brazo justiciero de Dios. Había tardado demasiado y Bonestruca ya había iniciado el camino de regreso con los demás inquisidores a las distintas regiones de España, en las que éstos desarrollaban su terrible labor.

Las obras en la catedral de Salamanca duraron hasta bien entrada la primavera. A mediados de marzo, a León se le desgarró un músculo de la espalda mientras ambos arrastraban un bloque de piedra y Yonah lo vio rodar por el suelo retorciéndose de dolor. Colocaron a León en un carro y se lo llevaron. Yonah jamás lo volvió a ver y, a partir de aquel momento, lo emparejaron con otros siempre que alguna tarea exigía la participación de dos hombres, pero él no tenía nada en común con ninguno. Se mantenía apartado por temor y ninguno de sus compañeros se convirtió en su amigo.

Aún no se habían llevado a cabo todas las reparaciones en la catedral, que tenía 355 años de antigüedad, cuando terminaron las obras entre acaloradas discusiones acerca del futuro del edificio. Muchos ciudadanos decían que su templo no era bastante grande. A pesar de que la capilla de San Martín albergaba unos frescos del siglo XIII, la catedral tenía muy pocas ornamentaciones y no podía compararse con las espléndidas catedrales de otros lugares. Puesto que algunos ya habían empezado a reunir dinero para construir un nuevo templo en Salamanca, las restantes reparaciones de la vieja catedral se dejaron para más adelante.

Yonah se quedó sin trabajo y reanudó su camino hacia el sur. El 7 de mayo, el día en que cumplía dieciocho años, se encontraba en la ciudad fronteriza de Coria. Se detuvo en una posada y decidió darse un festín de estofado de cabra con lentejas, pero la conversación de tres hombres sentados alrededor de una mesa cercana le estropeó la celebración.

Estaban hablando de los judíos que habían huido de España a Portugal.

—Para poder permanecer seis meses en Portugal —dijo uno—, accedieron a pagarle al rey Juan una cuarta parte de sus bienes y un ducado por cada persona que cruzara la frontera. Ciento veinte mil ducados en total. Los seis meses del permiso de residencia terminaron en febrero; ¿y a que no sabéis lo que hizo entonces el malnacido del Rey? Declaró que los judíos eran esclavos del Reino.

—Dios maldiga al rey Juan.

Por su forma de hablar, Yonah dedujo que eran conversos. La mayoría de los cristianos no hubiera lamentado la esclavización de los judíos. A pesar de que no hizo el menor ruido, uno de los tres hombres lo miró y, al verlo rígidamente sentado en su asiento, comprendió que los había oído. Dijo algo en voz baja a sus compañeros y los tres se levantaron y abandonaron la posada.

Yonah comprendió una vez más la prudencia de
abba
y de tío Arón al decidir que el camino más seguro para salir de Toledo era hacia el este y no hacia el oeste, a Portugal. Había perdido el apetito, pero permaneció sentado junto a la mesa mientras el estofado se enfriaba.

Aquella tarde cabalgó hacia un lugar de donde procedían los balidos de muchas ovejas. Muy pronto llegó a un enorme rebaño que se estaba dispersando en todas direcciones y no tardó en comprender la razón. Su enjuto y canoso pastor yacía inmóvil en el suelo.

—Me han atacado —se limitó a decirle el pastor a Yonah.

El pálido rostro apoyado contra el suelo estaba tan blanco como su cabello y el hombre emitía un leve silbido cada vez que intentaba respirar. Yonah lo colocó boca arriba, fue por un poco de agua y trató de aliviar su situación, pero el viejo le dijo que su mayor preocupación era la inminente pérdida del rebaño.

—Yo os puedo reunir el rebaño —se ofreció Yonah.

Montó en
Moisés
y se alejó. La tarea no fue difícil. Muchas veces había trabajado con el rebaño de Arón Toledano. Su tío Arón tenía menos animales y tantas cabras como ovejas, pero él estaba familiarizado con su comportamiento. Las ovejas no se habían apartado mucho y Yonah consiguió reunirlas sin demasiado esfuerzo.

El anciano consiguió decirle entre jadeos que se llamaba Jerónimo Pico.

—¿De qué otra manera os puedo ayudar?

El pastor sufría mucho y mantenía los brazos cruzados sobre el pecho.

—Las ovejas se tienen que devolver a… don Emilio de Valladolid, cerca de Plasencia —dijo.

—Y vos también —señaló Yonah.

Colocó al pastor sobre el lomo del asno y tomó el tosco cayado del viejo. Avanzaban muy despacio, pues tenían que controlar una extensa zona para mantener unido el rebaño. A última hora de la tarde Yonah vio que el anciano pastor caía de la grupa de
Moisés
. Por la forma de caer y la inerte posición del cuerpo en el suelo, comprendió de inmediato que el anciano había muerto.

Pese a ello, se pasó un rato llamando por su nombre a Jerónimo Pico, dando palmadas al rostro del viejo y frotando las muñecas antes de aceptar su muerte.

—Maldición…

Rezando absurdamente el
kaddish
por el desconocido, colocó el cuerpo boca abajo sobre la grupa de
Moisés
con los brazos colgando y reunió el rebaño antes de seguir adelante por el sendero. Plasencia no estaba lejos; no tardó en ver a un hombre y una mujer que trabajaban en un campo.

—¿La hacienda de don Emilio Valladolid?

—Sí —contestó el hombre. Al ver el cadáver, se santiguó—. Jerónimo, el pastor.

—Sí.

El hombre le explicó a Yonah dónde quedaba la hacienda.

—Pasado un árbol muy grande partido por un rayo, a la derecha la verás.

Era una hacienda muy grande y muy bien cuidada. Yonah condujo el rebaño al corral. Aparecieron tres criados que no necesitaron ninguna explicación cuando vieron el cadáver; tomaron el cuerpo de la grupa del animal y se lo llevaron entre murmullos de pesar.

El propietario era un hombre de rostro rubicundo y ojos soñolientos, vestido con unas elegantes prendas cuajadas de lamparones. Le molestó que interrumpieran su cena y salió para hablar con el capataz.

—¿Hay alguna razón para que las ovejas armen tanto alboroto?

—Ha muerto el pastor. Y éste lo ha traído, junto con el rebaño.

—Sacad a los malditos animales de mi casa.

—Sí, don Emilio.

El capataz era un hombre delgado de mediana estatura, cabello castaño entrecano y serenos ojos marrones. Él y sus hijos ayudaron a Yonah a llevar el rebaño a un campo. Los muchachos se pasaron el rato riéndose e insultándose mutuamente. Adolfo era un mozo larguirucho de dieciséis años y Gaspar tenía varios años menos que su hermano. El padre los envió por dos cuencos de comida —unas gachas de trigo espesas y calientes— y, cuando regresaron, él y Yonah se sentaron en el suelo junto a las ovejas y comieron en silencio.

El capataz soltó un eructo y estudió al forastero.

—Me llamo Fernando Ruiz.

—Yo soy Ramón Callicó.

—Parece que sabes tratar a las ovejas, Ramón Callicó.

Fernando Ruiz sabía muy bien que muchos hombres hubieran abandonado el cuerpo de Jerónimo el pastor y se hubieran llevado el valioso rebaño con toda la rapidez que los animales les hubieran permitido. En cambio, aquel joven no lo había hecho, lo cual significaba o bien que estaba loco o bien que era honrado. Observó al muchacho y en sus ojos no halló el menor asomo de locura.

—Necesitamos un pastor. Mi hijo Adolfo lo haría muy bien, pero todavía le falta un año para asumir semejante responsabilidad. ¿Deseas seguir al cuidado de estas ovejas?

Los animales rozaban en silencio, exceptuando algún que otro suave balido que a Yonah le resultaba tranquilizador.

—Sí, ¿por qué no?

—Pero te las tienes que llevar de aquí.

—¿Acaso a don Emilio no le gustan sus ovejas?

Fernando esbozó una sonrisa. A pesar de que estaban solos en el campo, se inclinó hacia delante y respondió en un susurro:

—A don Emilio no hay nada que le guste.

Yonah pasó treinta y cuatro meses prácticamente solo con el rebaño y llegó a familiarizarse con él hasta el extremo de conocer individualmente las ovejas y los carneros, saber cuáles de ellos eran dóciles y manejables, cuáles eran tercos o porfiados, cuáles estaban sanos y cuáles enfermos. Eran unas estúpidas ovejas de gran tamaño cuya larga y finísima lana blanca lo cubrían todo menos el negro hocico y los plácidos ojos. A Yonah le parecían muy hermosas. Cuando hacía buen tiempo, las llevaba a un arroyo de montaña y les lavaba en parte la suciedad que se adhería a la rica lana blanca y le confería un tono amarillento.

Fernando le dio unas míseras provisiones y una daga no demasiado buena, pues estaba forjada con acero de muy mala calidad. Yonah fue autorizado a llevar el rebaño dondequiera que encontrara hierba, con tal de que lo condujera de nuevo a la hacienda de don Emilio en primavera para la trasquila y en otoño para la castración y el sacrificio de algunos carneros jóvenes. Yonah se llevó el rebaño a las estribaciones de la Sierra de Gredos, cabalgando al lento ritmo de los animales. Su tío Arón tenía un perro que lo ayudaba a pastorear las bestias, pero él tenía a
Moisés
. A cada día que pasaba, el pequeño asno adquiría más experiencia en la vigilancia de las ovejas. Al principio, Yonah se pasaba muchas horas en la grupa del asno, pero
Moisés
no tardó en aprender a actuar por su cuenta, trotando tras las ovejas extraviadas como un perro pastor y conduciéndolas de nuevo al rebaño con sus relinchos.

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