El último judío (22 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El último judío
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Fierro sonrió al ver el sobresalto de Yonah ante la repentina aparición de los animales. Había seis, eran muy grandes y carecían de rabo. Una de las hembras estaba amamantando una cría.

—Viven más arriba —explicó Fierro.

Extrajo de un zurrón un poco de pan enmohecido y fruta excesivamente madura y lo arrojó hacia arriba y a un lado del camino, e inmediatamente las bestias se apartaron del sendero para recoger la comida.

—Jamás imaginé ver semejantes animales en España.

—Cuenta la leyenda que vinieron de África a través de una galería natural que discurría por debajo del estrecho y desembocaba en una de las cuevas de Gibraltar —explicó Fierro—. Yo me inclino más bien a pensar que se escaparon de un barco que hizo escala en nuestro peñón.

Desde lo alto del sendero, el mito parecía una posibilidad, pues la costa de África daba la engañosa impresión de estar muy cerca en medio de la diáfana atmósfera.

—¿A qué distancia se encuentra África, señor Fierro?

—A media jornada de navegación con viento favorable. Nos encontramos en una de las famosas Columnas de Hércules —dijo el maestro. Señaló la otra columna, una montaña del norte de África, al otro lado del estrecho. El agua que separaba las Columnas era de un intenso color azul y centelleaba bajo los dorados rayos del sol. Cinco días después de su primera conversación, Ángel Costa volvió a acercarse a Yonah.

—¿Has pasado mucho tiempo a caballo, Callicó?

—Muy poco, en realidad. Antes tenía un asno.

—Un asno es lo que más te cuadra.

—¿Por qué me preguntáis estas cosas? ¿Acaso buscáis hombres para una expedición militar?

—No exactamente —contestó Costa, alejándose.

Tras pasarse varios días haciendo recados, recogiendo paletadas de minera1 de hierro y acarreando acero, Yonah fue autorizado finalmente a trabajar el metal, por más que su tarea fuera extremadamente modesta. Le preocupaba mucho trabajar con Luis Planas, de cuyo mal carácter ya había sido testigo. Para su alivio, Luis le hablaba en tono desabrido, pero era un hombre muy serio en su trabajo. Yonah recibió el encargo de bruñir varias partes de una armadura.

—Tienes que buscar todas las imperfecciones que haya en la superficie del acero y los más mínimos arañazos y pulirlos con esmero hasta que desaparezcan —le explicó Luis.

Así pues, Yonah se puso a pulir el metal y, cuando al cabo de una semana de duro esfuerzo, consiguió conferir a las piezas un brillo deslumbrador, el joven se enteró de que había estado trabajando en las piezas de una coraza, las dos piezas gemelas de un peto.

—Todas las piezas tienen que estar impecables —le dijo severamente Luis—, pues forman parte de una soberbia armadura que Fierro lleva más de tres años construyendo.

—¿Para quién se construye la armadura? —preguntó Yonah.

—Para un noble de Tembleque. El conde Fernán Vasca.

Yonah sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho, casi tan fuerte como los golpes del martillo de Luis Planas.

¡Por muy lejos que huyera, Toledo lo perseguía!

Recordaba muy bien la suma que el conde Vasca de Tembleque le debía a su padre: sesenta y nueve reales y dieciséis maravedíes por varios objetos de plata y oro, entre ellos una extraordinaria y singular rosa de oro con tallo de plata, varios espejos y peines de plata, un servicio de doce copas…

La cuantiosa deuda hubiera permitido que la vida de Yonah ben Helkias fuera considerablemente más fácil en caso de que éste la hubiera podido cobrar.

Pero él sabia muy bien que eso quedaba más allá de sus posibilidades.

CAPÍTULO 23

Santos y gladiadores

Cuando comprendió que su nuevo aprendiz era un mozo de fiar en todos los sentidos, Fierro encomendó a Yonah la tarea de labrar un adorno en la coraza de la armadura del conde Vasca. Para ello, el joven tuvo que hacer unas minúsculas hendiduras en el acero por medio de un martillo y un punzón, siguiendo las pautas apenas visibles que Fierro o Luis Planas habían ido marcando en la superficie. La plata es mucho más fácil de labrar que el acero, pero la mayor dureza de éste constituía una protección contra ciertos errores que hubieran sido un desastre en la plata. Al principio, Yonah dio un ligero golpe para asegurarse de que el punzón estuviera debidamente colocado y después golpeó con más fuerza para completar la hendidura; pero, a medida que trabajaba, iba cobrando seguridad. Los rápidos y fuertes golpes de su martillo no tardaron en demostrar la confianza que sentía en sí mismo.

—Manuel Fierro suele someter a prueba sus armaduras —le dijo Paco Parmiento a Yonah una mañana—. Por consiguiente, de vez en cuando participamos en unos juegos. El maestro quiere que sus trabajadores simulen ser caballeros para ver qué modificaciones tiene que introducir en sus diseños. Desea que tú también participes.

Por primera vez empezó a entender a qué venían las preguntas de Ángel Costa y ello le inquietó.

—Naturalmente, señor —asintió Yonah.

Así pues, al día siguiente el joven se vio de pronto en un gran foso redondo, vestido con una prenda interior de tejido acolchado, observando con inquietud cómo Paco Parmiento le ajustaba al cuerpo las distintas piezas de una armadura metálica ligeramente oxidada y maltrecha. Al otro lado del foso, Luis vestía a su amigo Ángel Costa, mientras que los demás trabajadores se habían congregado alrededor del foso cual si fueran los espectadores de una riña de gallos.

—¡Vicente, acércate a la casa y prepara el jergón del mozo, que muy pronto lo va a necesitar! —gritó Luis entre las risas y las burlas de los presentes.

—No le hagas caso —murmuró Paco, cuya calva estaba cubierta por unas gruesas gotas de sudor.

A Yonah le colocaron una coraza que le cubría el pecho y la espalda. Después le protegieron los brazos y las piernas con cota de malla. Le colocaron unas espalderas en los hombros, codales, guardabrazos, musleras y rodilleras y, finalmente, unas grebas en las pantorrillas. A continuación, se calzó unos escarpes de acero. Finalmente, Paco le colocó el yelmo y le bajó la visera.

—No veo nada, ni siquiera puedo respirar —farfulló Yonah, tratando de hablar en tono reposado.

—Los agujeros te permiten respirar —le dijo Parmiento.

—No es cierto.

Paco le levantó la visera con impaciencia.

—Déjala levantada —le dijo—. Todo el mundo lo hace.

Yonah comprendió el porqué.

Le dieron unos guanteletes de cuero con protecciones de acero en los dedos y un escudo redondo. Todo lo que le habían puesto encima pesaba tanto que apenas podía moverse.

—El filo y la punta de la espada se han redondeado y desafilado para tu seguridad durante el juego y, más que una espada, es un garrote —le dijo Parmiento, entregándosela.

Al tomar la espada Yonah tuvo una sensación extraña, pues su mano apenas tenía flexibilidad en el interior del rígido guantelete.

Ángel Costa llevaba una armadura muy similar. Llegó el momento en que ambos se acercaron muy despacio el uno al otro, arrastrando pesadamente los pies. Yonah aún estaba pensando en cuál sería la mejor manera de descargar el golpe cuando vio la espada de Costa bajando sobre el yelmo que le cubría la cabeza y apenas tuvo tiempo de levantar el escudo que sujetaba en el brazo.

El brazo le pesó enseguida como el plomo mientras Costa lo golpeaba repetidamente y con tal fuerza que él no pudo reaccionar cuando la espada descendió de repente y Costa le asestó un mandoble tan violento en las costillas que le hubiera partido el cuerpo por la mitad si la hoja hubiera estado afilada y su armadura hubiera sido más frágil. Pero, a pesar de que estaba protegido por la prenda interior acolchada y por el excelente acero de la armadura, Yonah percibió el golpe de la espada en los huesos. Éste fue el precursor de una terrible serie de mandobles que Costa le asestó a lo largo de muchos otros ataques.

Yonah consiguió golpear a Costa sólo un par de veces antes de que el maestro detuviera la contienda interponiendo una vara entre ellos; sin embargo, todos los presentes tuvieron muy claro que, si se hubiera tratado de un enfrentamiento real, Ángel hubiera matado a Yonah de inmediato. En cualquier momento, Costa le hubiera asestado el golpe definitivo.

Yonah se sentó en un banco, dolorido y sin resuello, mientras Paco le quitaba la pesada armadura.

El maestro se acercó a él y le hizo muchas preguntas. ¿La armadura le había impedido moverse? ¿Tenía alguna articulación descoyuntada? ¿Podía hacer alguna sugerencia para que la armadura protegiera mejor el cuerpo y no impidiera los movimientos? Yonah contestó con toda sinceridad que la experiencia le era tan desconocida que apenas había pensado en ninguna de aquellas cuestiones.

Al maestro le bastó con ver el rostro de Yonah para comprender su humillación.

—No puedes esperar vencer a Ángel Costa en estas actividades —le tranquilizó el armero—. Aquí nadie lo puede hacer. Costa se pasó dieciocho años saboreando sangre como sargento en constantes y amargos combates contra el moro y ahora, en estos juegos en los que probamos el acero, nuestro oficial de orden disfruta imaginando que participa en un combate a muerte.

Yonah tenía una enorme magulladura en el costado izquierdo y el dolor era tan intenso que no pudo por menos que preguntarse si sus costillas habrían sufrido unos daños permanentes. Se pasó varias noches durmiendo sólo boca arriba y en una ocasión en que el dolor no le permitió conciliar el sueño, oyó unos lamentos desde el otro lado de la cabaña.

Se levantó reprimiendo un gemido y descubrió que los quejidos procedían de Vicente Deza. Se acercó y se arrodilló junto al jergón del anciano en medio de la oscuridad.

—¿Vicente?

—Peregrino… San Peregrino…

Vicente lloraba con desconsuelo.

—¡El Compasivo! ¡San Peregrino el Compasivo!

San Peregrino el Compasivo. ¿Qué significaba aquello?

—Vicente —repitió Yonah, pero el viejo se había lanzado a un torrente de plegarias, invocando a Dios y al santo peregrino. Yonah alargó la mano y lanzó un suspiro al notar que el rostro del anciano estaba ardiendo.

Cuando se levantó, golpeó sin querer la jarra de agua de Vicente, la cual cayó ruidosamente.

—Pero ¿qué diablos ocurre? —preguntó Luis Planas, despertando a su vez a Paco Parmiento.

—¿Qué sucede? —preguntó Paco.

—Es Vicente. Tiene fiebre.

—Hazlo callar o sácalo para que se muera fuera —rezongó Luis.

Al principio, Yonah no supo qué hacer, pero después recordó lo que solía hacer
abba
cuando él o Meir tenían fiebre. Salió de la cabaña y se dirigió tropezando en plena noche a la fragua donde la lengua de dragón de un fuego tapado proyectaba un rojo resplandor sobre las mesas y las herramientas. Encendió una fina vela con los rescoldos, la utilizó para encender una lámpara de aceite y, bajo su luz, encontró un cuenco y lo llenó con el agua de una jarra. Después tomó unos trapos que se utilizaban para frotar y pulir el metal.

Una vez en la cabaña, depositó la lámpara en el suelo.

—Vicente —lo llamó.

El viejo se había acostado vestido y Yonah empezó a desnudarlo. Tal vez hizo demasiado ruido o quizás el parpadeo de la lámpara volvió a despertar a Luis Planas.

—¡Maldita sea tu estampa! —gritó Luis, incorporándose—. ¿No te he dicho que lo sacaras de aquí?

Malnacido despiadado. Yonah sintió que algo se disparaba en su interior.

—Mira… —dijo Luis.

Yonah se volvió y se acercó a él.

—Seguid durmiendo.

No quería faltarle al respeto, pero la cólera hizo que su voz trasluciera cierta aspereza.

Luis permaneció incorporado un buen rato, mirando enfurecido al aprendiz que estaba en el otro extremo de la estancia y que se había atrevido a hablarle con tanto descaro. Al final, se tendió y se volvió de cara a la pared.

Paco también se había despertado. Oyó el intercambio de palabras entre Luis y Yonah y se rió por lo bajo en su jergón.

El cuerpo de Vicente parecía estar compuesto de mugrienta piel y huesos, y sus pies estaban cubiertos de suciedad reseca, pero Yonah se tomó la molestia de lavarlo con esmero, cambiando dos veces el agua y secándole cuidadosamente el cuerpo con los trapos para que no se enfriara.

Por la mañana, a Vicente le había bajado la fiebre. Yonah se dirigió a la cocina y le pidió al otro Manuel que aclarara las gachas del desayuno con agua caliente, se llevó un cuenco a la cabaña y le dio las gachas al viejo a cucharadas, aunque esto significó que él se quedara sin desayunar. Mientras corría al cobertizo del taller de Luis para iniciar su jornada, el maestro le cerró el paso.

Yonah sabía que Luis debía de haberse quejado ante Fierro de su impertinencia y se preparó para lo peor, pero el maestro le habló con gran amabilidad.

—¿Cómo está Vicente?

—Creo que se repondrá. Ya le ha bajado la fiebre.

—Muy bien. Ya sé que a veces es difícil ser aprendiz. Recuerdo cuando yo era aprendiz de Abu Adal Khira en Vélez Málaga. Era uno de los más destacados armeros musulmanes. Ahora ya ha muerto y su armería ha desaparecido.

—Luis fue aprendiz conmigo y, cuando vine a Gibraltar y abrí mi armería, lo llevé conmigo. Es un hombre de carácter muy difícil, pero también es un extraordinario constructor de armaduras. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, maestro.

Fierro asintió con la cabeza.

—Cometí un error colocando a Vicente en la misma cabaña que Luis Planas.

—¿Conoces el pequeño cobertizo que hay más allá de la fragua?

Yonah asintió con la cabeza.

—Está muy bien construido. Aparta las herramientas; tú y Vicente viviréis en aquella cabaña. Vicente tiene suerte de que tú hayas estado dispuesto a ayudarle anoche, Ramón Callicó. Has hecho bien. Pero a un aprendiz le conviene recordar que en esta armería no se volverá a tolerar una segunda impertinencia a un maestro artesano. ¿Está claro?

—Sí, señor —contestó Yonah.

Molesto por el hecho de que Fierro no hubiera apaleado al aprendiz, Luis le ordenó que se fuera y durante varios días se mostró muy duro y severo con él, por lo que Yonah procuró no darle ningún motivo de queja mientras pulía incesantemente la armadura. La construcción del traje de acero para el conde de Tembleque ya se encontraba en las últimas fases y Yonah trabajó en las distintas piezas hasta conseguir que brillaran con un resplandor tan suave que hasta Luis tuvo que reconocer que nadie hubiera podido mejorar el resultado.

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