Recordaba algunos fragmentos y los repetía en imperfecto silencio una y otra vez. Recordaba con singular precisión un breve pasaje del capitulo 22 del Génesis, pues era él el que había cantado cuando le habían permitido leer por primera vez la
Torá
como hombre adulto. «
Llegados al lugar que le dijo Dios, levantó Abraham el altar, ató a Isaac su hijo y lo colocó en el altar, encima de la leña. Y Abraham levantó el brazo y sacó el cuchillo para matar a su hijo.
» Aquel pasaje lo atemorizó entonces y seguía atemorizándolo ahora. ¿Cómo había podido Abraham ordenarle a su hijo que cortara leña para ofrecer un sacrificio y prepararse después para matar a Isaac y quemar su cuerpo? ¿Por qué Abraham no le había preguntado nada a Dios y ni siquiera había discutido con él?.
Abba
no hubiera sacrificado a un hijo suyo;
abba
se había sacrificado él para que su hijo pudiera seguir vivo.
Pero a Yonah lo angustiaba otra idea. Si Dios era un Dios justo, ¿por qué estaba sacrificando a los judíos de España?
Sabía lo que su padre y el rabino Ortega hubieran contestado a aquella pregunta. Le hubieran dicho que el hombre no podía discutir los motivos de Dios porque el hombre no podía ver el más vasto designio divino. Pero, si en el designio figuraban unos seres humanos utilizados como ofrendas quemadas, él discutía a Dios. No era por aquel Dios por quien él había interpretado el peligroso papel de Ramón Callicó día tras día. Era por
abba
y los demás, por las cosas buenas que había aprendido en la
Torá
, por las visiones de un Dios misericordioso y consolador, un Dios que había obligado a su pueblo a vagar en su exilio, pero al que había entregado finalmente la Tierra Prometida.
Si cerraba los ojos, podía imaginarse formando parte de la caravana del desierto; un judío entre muchos, en una multitud de judíos. Viéndolos detenerse cada noche en el desierto para levantar las tiendas, oyéndolos rezar juntos delante del tabernáculo del arca de la Alianza y del sagrado juramento…
Las ensoñaciones de Yonah quedaron interrumpidas cuando las alargadas sombras le dijeron a Ángel que ya había llegado el momento de detenerse. Ataron los ocho animales bajo unos árboles y los cuatro aprovecharon para hacer sus necesidades, soltar ventosidades y pasear para librarse del anquilosamiento de la silla de montar. Después buscaron leña para encender una hoguera y, mientras las gachas de la cena empezaban a borbotar, Ángel cayó de rodillas y ordenó a los demás hacer lo propio para rezar el padrenuestro y el avemaría.
Yonah fue el último en hacerlo. Bajo la fiera mirada del oficial de orden, el joven se arrodilló sobre el polvo y añadió sus murmullos a las cansadas palabras murmuradas por Paco y Luis y las sonoras y bruscas plegarias de Ángel Costa. Con las primeras luces del alba, Costa se levantó y tomó el arco. Cuando los demás ya habían cargado las acémilas, él regresó con cuatro palomas y dos perdices que desplumaron mientras cabalgaban muy despacio, dejando en pos de sí un rastro de plumas antes de detenerse para destripar las aves y asarlas sobre una hoguera de ramas verdes.
Costa cazaba todas las mañanas por el camino y a veces llevaba un par de liebres, aparte de aves de distintas especies, por cuyo motivo jamás les faltó comida. Viajaban sin descanso y, cuando se detenían, procuraban no discutir, acatando la orden que les había dado Fierro.
Ya llevaban once días cabalgando cuando una noche, mientras se disponían a acampar, vislumbraron a lo lejos la borrosa imagen de las murallas de Tembleque en medio de la oscuridad. A la mañana siguiente, antes del alba, Yonah se apartó de la hoguera y se bañó en un pequeño arroyo antes de ponerse las prendas nuevas que les había proporcionado Fierro, pensando sombríamente que jamás doncella alguna había protegido de la vista sus partes pudendas con más cuidado que él. Cuando los demás se despertaron, le echaron en cara su ansia por engalanarse.
Yonah recordó su viaje a aquel castillo en compañía de su padre. En ese momento, cuando se acercaron a la puerta, Ángel contestó a la desafiante voz del centinela con la misma seguridad y confianza de que había hecho gala su padre.
—Somos unos artesanos de la armería de Gibraltar de Manuel Fierro y venimos con la espada y la armadura nuevas del conde Fernán Vasca.
Cuando les franquearon la entrada, Yonah vio que el mayordomo no era el mismo de años atrás, pero la respuesta que éste dio le resultó familiar.
—El conde Vasca se ha ido a cazar a los bosques del norte.
—¿Cuándo regresará?
—El conde regresará cuando regrese —contestó el hombre con aspereza. Al ver la mirada de Ángel, levantó rápidamente la vista hacia la tranquilizadora presencia de los soldados armados de la muralla—. No creo que tarde muchos días —añadió a regañadientes.
Costa se retiró para conferenciar con los hombres de Gibraltar.
—Ahora saben que nuestras acémilas transportan unos objetos muy valiosos. Si nos vamos, puede que estos malnacidos u otros como ellos nos asalten y nos maten y se queden con la espada y la armadura.
Los demás se mostraron de acuerdo y Yonah regresó al lugar donde estaba el mayordomo.
—Hemos recibido la orden de que, en caso de que el conde Vasca estuviera ausente, dejáramos la espada y la armadura en su tesoro y nos entregaran un recibo por escrito en el que se hiciera constar la entrega —dijo.
El mayordomo frunció el ceño, pues le molestaba recibir órdenes de unos desconocidos.
—Estoy seguro de que el conde habrá estado esperando con impaciencia la armadura que le ha hecho el maestro Fierro —añadió Yonah.
No fue necesario que añadiera: «
Si se perdieran por vuestra culpa…
»
El mayordomo los acompañó a una fortaleza, abrió la pesada puerta cuyos goznes chirriaron por falta de aceite y les indicó dónde colocar la armadura y dónde la espada. Yonah escribió el recibo, pero el mayordomo era casi analfabeto y Yonah tardó un buen rato en ayudarle a leer la nota. Paco y Luis le miraron impresionados mientras Ángel desviaba la mirada.
—Vamos, date prisa —musitó, envidiando los conocimientos de Yonah.
Al final, el mayordomo garabateó su marca.
Los hombres de Gibraltar encontraron posada y se alegraron de que su responsabilidad hubiera pasado al castillo de Tembleque.
—Gracias a Dios, hemos conseguido entregarlo todo sin problemas —dijo Paco, expresando el sentir de todos ellos.
—Ahora quiero dormir cómodamente —dijo Luis.
—¡Pues yo quiero beber! —anunció Costa, golpeando con la mano la mesa en torno a la cual se habían sentado a beber un amargo y áspero vino servido por una gruesa mujer de baja estatura y ojos cansados. Mientras ésta les llenaba las copas, Ángel rozó con el dorso de la mano el delantal manchado que le cubría los generosos muslos y las nalgas y, al ver que la mujer no protestaba, se envalentonó.
—Qué hermosa eres —masculló mientras ella sonreía.
La mujer estaba acostumbrada a los hombres que llegaban a la posada tras largas semanas de viaje sin mujeres. Al poco rato, ella y Ángel se apartaron de los demás, se pusieron a deliberar y, a continuación, se produjo un febril regateo, seguido de un asentimiento de la cabeza.
Antes de retirarse con ella, Ángel regresó junto a sus tres compañeros.
—Nos reuniremos dentro de tres días en esta posada para averiguar si el conde ya ha regresado —les dijo, antes de volver a toda prisa junto a la mujer.
La ciudad de Toledo
Paco y Luis se alegraron de poder tenderse en los camastros de la posada para intentar dormir y descansar del largo viaje. Así pues, Yonah ben Helkias Toledano, también conocido como Ramón Callicó, se encontró de repente cabalgando solo como en un sueño bajo el sol de última hora de la mañana.
Por el camino que unía Tembleque con Toledo. Recordando y cantando tal como solía cantar su padre.
El lobo habitará con la oveja,
y el leopardo se acostará con el niño,
y la vaca y el oso comerán juntos,
mientras el león come paja como el buey…
A medida que se iba acercando a Toledo, cada nueva y fugaz visión era para él motivo de tristeza y de dolor. En aquel lugar se había alejado a veces de la ciudad con otros muchachos para hablar de cuestiones propias de los adultos… de las lecciones del
Talmud
, de la verdadera naturaleza y variedad del acto sexual, de lo que harían cuando fueran mayores, de las razones de que hubiera distintas formas de pechos femeninos.
Allí estaba la roca en la que, apenas dos días antes de ser asesinado, su hermano Meir, que su alma descansara en paz, se había sentado con él y ambos se habían turnado tocando la guitarra moruna.
Allí estaba también el camino que conducía a la casa en la que antaño viviera Bernardo Espina, antiguo médico de Toledo, que Dios concediera también el eterno descanso a su católica alma.
Y allí estaba el camino que conducía al lugar donde había sido asesinado Meir.
Allí cuidó él algunas veces del rebaño de su tío Arón, el quesero. Y la granja donde vivieron Arón y Juana, en cuya puerta jugaban ahora unos niños desconocidos.
Yonah vadeó el río Tajo mientras el brillo del sol en el agua le hería los ojos y los cascos de la yegua estallaban en las cristalinas aguas, salpicándole las piernas.
Después empezó a subir por el sendero que conducía a lo alto del peñasco, el sendero por el que su asno
Moisés
solía bajar con tanta seguridad en plena noche y por el que en ese momento la pobre yegua estaba subiendo nerviosamente a pesar de la luz del día.
Arriba nada había cambiado.
Dios mío, pensó, nos has dispersado y destruido, pero has dejado este lugar exactamente tal y como estaba antes.
Bajó lentamente por el angosto camino que discurría cerca del peñasco. Las casas coincidían con el recuerdo que él guardaba de ellas. Su viejo vecino Marcelo Troca aún vivía, y allí estaba, arrancando las malas hierbas de su jardín mientras muy cerca de él otro asno se comía con indiferencia la basura.
La casa de los Toledano aún se mantenía en pie. Flotaba un hedor en el aire; cuanto más se acercaba Yonah, más intenso era el mal olor. La casa había sido restaurada. Pero… si uno sabía dónde mirar y buscaba con cuidado, aún se distinguían las huellas del antiguo incendio.
Yonah refrenó su montura y desmontó.
La casa estaba ocupada. Un hombre de mediana edad salió a la puerta y se sobresaltó al verle allí, sujetando las riendas de su yegua.
—Buenos días os dé Dios, señor. ¿Deseáis algo de mí?
—No, señor, es que el sol me ha aturdido. ¿Tendréis la bondad de permitirme descansar un momento en la sombra de la parte de atrás de la casa?
El hombre lo estudió con inquietud y contempló la yegua, la de malla, el cuchillo de Mingo y la espada que colgaba en el lado izquierdo mientras tomaba nota del duro tono de voz de aquel barbudo forastero.
—Podéis descansar en nuestra sombra —accedió a regañadientes—. Tengo agua fresca. Os serviré de beber.
En la parte de atrás de la casa, las cosas eran las mismas y, sin embargo, muy distintas. Yonah se dirigió de inmediato al lugar secreto, buscando la piedra suelta, detrás de la cual había dejado el mensaje para su hermano Eleazar. La piedra suelta ya no estaba. Todo se había vuelto a enlucir.
El olor procedía de la parte posterior de lo que antaño fuera el taller de su padre. Había cueros y pellejos de animales, algunos de ellos en remojo en unas cubas para que se pudieran rascar y otros secándose al aire. Trató de identificar el lugar exacto en el que estaba enterrado su padre y vio que en él crecía un roble.
El dueño de la casa regresó con una copa de madera y Yonah apuró el agua, a pesar de que, cada vez que tomaba un sorbo, era como si con ella se tragara el fuerte olor que lo rodeaba.
—Veo que sois curtidor.
—Encuaderno libros y preparo yo mismo los cueros —asintió el hombre, observándolo con detenimiento.
—¿Me permitís descansar un poco más?
—Como gustéis, señor.
Pero el hombre lo siguió estudiando… ¿por temor tal vez a que Yonah le birlara un pellejo mojado y maloliente? Lo más probable era que temiera por los valiosos libros de su taller o tal vez tuviera oro allí. Yonah cerró los ojos y recitó el
kaddish
. Comprendió con desesperación que jamás podría sacar el cuerpo de su padre de aquel maloliente lugar en el que no había ninguna señal de identificación.
«
Nunca dejaré de ser judío. Te lo juro, abba.
»
Cuando abrió los ojos, el encuadernador de libros aún estaba allí. Yonah había observado que, al entrar en la casa, el hombre se había colocado una herramienta en el cinto, un siniestro cuchillo curvo de los que sin duda utilizaba para pulir el cuero. No tenía nada en contra de aquel hombre. Se levantó, le dio las gracias por su amabilidad, regreso junto a su montura y se alejó de la casa donde antaño viviera. La sinagoga conservaba aproximadamente el mismo aspecto, pero ahora era una iglesia, en lo alto de cuyo tejado se levantaba una alta de madera. El cementerio judío había desaparecido. Todas las lápidas de piedra habían sido retiradas. En distintos lugares de España había visto idas con inscripciones hebreas utilizadas para construir muros y caminos. El cementerio se había convertido en un pastizal. No habiendo ninguna indicación, sólo podía identificar de manera aproximada el lugar que ocupaban las tumbas de su familia, y allá se fue, consciente de lo extraña que resultaba su figura, de pie entre las ovejas y las cabras, rezando una oración por los difuntos.
Mientras cabalgaba hacia el centro de la ciudad, pasó por los hornos comunes, donde un grupo de mujeres estaba regañando al panadero por haberles quemado el pan. Yonah conocía muy bien los hornos. Antiguamente eran
kosher
. De chico, cada viernes llevaba allí el pan de la familia para que se lo cocieran. Por aquel entonces los hornos estaban a cargo de un judío llamado Vidal, pero ahora el tahonero era un desventurado gordinflón sin medios para defenderse.
—Eres un sucio holgazán y un necio —dijo una de las mujeres. Era joven y agraciada, aunque un poco entrada en carnes. Mientras Yonah la miraba, sacó uno de los panes quemados que llevaba en el cesto y lo agitó bajo la nariz del panadero mientras lo insultaba de mala manera—. ¿ Crees acaso que vengo aquí para que tú conviertas mi buen pan en mierda de perro? ¡Te lo tendrían que hacer comer, buey estúpido!