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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

El último vuelo del flamenco (8 page)

BOOK: El último vuelo del flamenco
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Ahora, en el distrito, sólo se oyen historias, patrañas. El pueblo habla sin orden alguno, chinchorreando sobre los estallidos. Y dicen que la tierra está a punto de arder, por causa y culpa de los gobernantes que no respetan las tradiciones, no reverencian a los antepasados. Y eso dicen, citado y recitado. ¿Qué puedo hacer? Son negros, sí, como yo. Pero no son de mi raza. Disculpe, Excelencia, puede ser que yo sea un racista étnico. Lo acepto. Pero esta gente no se me parece. A veces hasta me pesa la vergüenza que me dan. Trabajar con las masas populares es difícil. Ya no sé cómo denominarlos: masas, pueblo, poblaciones, comunidades locales. Un gran incordio esos hatajos de pobres, si no fuese por ellos nuestra tarea sería incluso más fácil.

Mi esposa, la ex camarada Ermelinda, tampoco me ayuda. Ella adora riquezas y poderes, pero recibe malas influencias. A veces frecuenta las misas poco católicas del padre Muhando. Incluso sospecho que visita al hechicero, un tal Zeca Andoriño. Y después, en consecuencia, Ermelinda se irrita conmigo hasta el punto de que discutimos con público delante. Ha llegado a llamarme belceburro. Fíjese. Y dijo que, finalmente, el padre Muhando tenía razón: el infierno ya no aguanta tantos demonios. Estamos recibiendo los excedentes aquí en la Tierra. Un género de desplazados del infierno, ¿me entiende? Y nosotros, los antiguos revolucionarios, formamos parte de esos excedentes. Ésas son palabras de Muhando, estoy seguro. Fuimos socialistas trapaceros, somos capitalistas atrapados. Y que si antes tenía dudas, ahora tengo deudas. Son palabras de ella, la susodicha Ermelinda, que siempre aprovecha cualquier tema para hacer que la lengua crezca.

Usted lo sabe bien: el servicio de jefe no deja ningún salario palpable. Felizmente han cambiado las cosas, estamos abriendo los ojos, vengándonos de las escaseces. Ya tengo yo mis propiedades, mis negocios están despuntando. Ya he hecho mis primeros contactos con los surafricanos que aparecieron aquí, les he entregado unos terrenos, todo toma y daca. Pero esto no conviene comentarlo, uno muestra riqueza y enseguida surge la envidia.

Si estoy escribiendo estas cosas, Camarada Excelencia, es porque estamos comprometidos políticamente. Como se dice: las casas juntas arden juntas. Mi duda, Excelentísimo Camarada, es la siguiente: ¿no tendrá razón el padre Muhando? ¿No deberíamos cuidar más la vida de las masas? Porque la verdad es que el caracol nunca se desprende de su concha. El pueblo es la concha que nos abriga. Pero puede, de repente, transformarse en fuego que nos queme. Hasta se me eriza la piel de sólo pensarlo, yo que ya he sentido quemárseme las manos. Esta lucha, Excelencia, es a vida o muerte y viceversa.

Me despido enviando mis sinceros saludos revolucionarios. O, recrificando: mis ilustrísimos cumplidos.

Esteban Jonás
Administrador de distrito

El desmayo

¿Elperro lame las heridas?

¿O es ya la muerte, mediante la llaga,

que besa al perro en la boca?

Dicho de Tizangara

—No mire ahora —pedí.

—¿Qué es? —se asustó Massimo.

Era poco, sólo el hombre ese que había aparecido días antes, el dueño del malogrado cabrito. No escapamos a tiempo. El individuo se interpuso, pedigimiente:

—¿Entonces, patroncitos?

Esta vez señalé al italiano. Que era quien debía escuchar la jeremiada. Yo ya estaba avisado: se da limosna, incluso una buena limosna, y el mendigo se alejará siempre con las manos vacías. Pero este hombre no se presentaba como mendigo. Reclamaba, sí, la compensación de una pérdida: que aquél no era un cabrito cualquiera, aquél era un animal de compañía, que sólo se iba para cubrir a unas cuantas cabras. En lo demás, no se diferenciaba de un perro, hasta ladraba contra los gatos. Y menear el culo lo hacía con más primor que la propia Aria Diosquiera.

—Lo mejor es darle algo —sugerí a Massimo.

Al fin y al cabo, el pobre fulano tenía la desgracia pisándole los talones. Era un pastor a las órdenes de Esteban Jonás. Sin embargo, hacía meses que no cobraba. Yo no quería oír el rosario de lamentos. Si Massimo no reaccionaba, yo mismo le daba una limosna al pobre. Pero el delegado de la ONU hurgó en sus bolsillos y sacó un dólar. Se lo extendió al reclamante. Este observó el billete con detenimiento y sacudió la cabeza: que aquel dinero estaba estropeado. Que lo perdonase Dios por maldecir el santo papel, pero él prefería los billetes nacionales, hasta los pringosos. Además él, con el trauma de haber visto fallecer a sus pies a su estimado cabritillo, había comenzado incluso a sentir picores en todo el cuerpo. Necesitaba, por tanto, cuidados médicos, tal vez por el resto de su vida. Y ésa era malaria que exigía algo más que un simple billete.

El italiano, harto, se dio la vuelta y se encaminó a la administración. El lesionado cabrero se dejó estar, contemplando el dólar al trasluz. Yo corrí detrás de Massimo, que ya estaba observando por la ventana del viejo edificio. Se confirmaba: el radiotransmisor había quedado bien instalado en la sede de la administración, en una sala a la que sólo él tenía acceso. Yo lo había ayudado a instalar los aparatos, a montar la antena. Los habíamos probado, todo funcionaba. El italiano, no obstante, no estaba tranquilo. Y tenía razón: al día siguiente el radiotransmisor ya no estaría allí, desaparecido en extrañas circunstancias.

Ahora, con la boina azul en la mano, Massimo se consumía en consumada preocupación: ¡un soldado más reducido a un sexo! ¿Qué podía él escribir en el informe? ¿Que sus hombres estallaban como pompas de jabón? En la capital, la sede de la misión de la ONU esperaba noticias concretas, explicaciones atendibles. ¿Y qué había aclarado él? Media docena de historias delirantes, en su opinión. Se sintió solo, con todo el peso de África encima.


Porca madonna!
—comentó, suspirando.

El suspiro no le daba alivio. Porque al desaliento se sumaba un temor: ¿y si él, realmente, hubiese hecho el amor con Temporina? Los recuerdos eran tan presentes y fragantes que ya daba lo dicho por hecho.

—¿Y cuál es el miedo, entonces? —pregunté.

—¿No lo entiende? ¡Si lo he hecho, lo he hecho sin tomar precauciones!

—¿Cuál es el miedo mayor: haber contraído una enfermedad o haber recibido la maldición de los estallados?

Quise hacer una broma, aligerar el momento. Pero Risi no se rió. Lo que yo consideraba una broma se convirtió en motivo de más pesadumbre. ¿No se había él arriesgado? ¿Quién sabe si cualquier día no ardería también como un casco ex azul cualquiera?

—No había pensado en eso.

—¿Usted cree, a fin de cuentas, en el hechizo?

—Yo qué sé en qué creo.

—El hechizo debe de ser exclusivamente para militares, quédese tranquilo, Massimo Risi.

Para apartar los malos augurios, sugerí que callejeásemos por allí, sin mapa ni destino. El ministro ya se había retirado dejando instrucciones para la prosecución de los trabajos. Massimo Risi era ahora dueño de la investigación, único representante del mundo en nuestra pequeña aldea.

Paseábamos sin destino cruzando las populosas esquinas, donde se acumulaban los vendedores. En medio de la gente, irrumpió el recepcionista de la pensión. Parecía contrariado. Venía por orden de Temporina, a cuyo hermano estaba buscando.

—No lo hemos visto —adelantó Massimo.

El hotelero me llamó aparte. Murmuró, cauteloso:

—El blanco ese no tiene que oírme.

—¿Y qué ocurre?

—Es que el muchacho ha salido de casa diciendo que venía a matar.

—¿A matar a quién?

—Al italiano.

¿Matar a Massimo? ¿Y por qué? Celos, quizá. Miedo a que el europeo se llevase a su hermana lejos de allí. Lo cierto es que el muchacho circulaba desquiciado por las callejas de Tizangara e incluso ya se había metido por los terrenos baldíos. Temporina estaba preocupada: el muchacho no tenía experiencia en andar por los caminos de este mundo.

Tranquilicé al recepcionista. Si yo viese al mozo, lo acompañaría a casa de Hortensia, su lugar materno.

—Mi lugar también —añadió con timidez el encargado de la recepción—. Soy hermano lejano de Hortensia.

—¿Eres tío de Temporina?

—Eso queda en secreto.

Se decían ficciones. ¿En Tizangara quién no era hermano lejano? Pero yo acepté. El hombre me explicaba cómo Temporina se había aficionado a la pensión. Ella estaba en familia. Nadie era prisionero sino de su propio destino.

Ajeno a todo esto, Massimo Risi se sacudió invisibles motas de la chaqueta. En el acto, se le cayeron los botones. ¿Cómo se cayeron? Sin duda ya estarían medio sueltos. Se rió recordando las letras que se habían desprendido de la fachada de la pensión. Se arrodilló para recoger los botones. Cuando intentaba recuperarlos, sin embargo, vio que los dedos se le torcían, engurruñados. Cuantos más esfuerzos hacía, menos lograba su propósito. Decidió marcharse de allí. Yo no entendía lo que pasaba dentro de él, el hombre no articulaba palabra. Primero, llegó a pensar que era resultado de la bebida. ¿Qué demonios de bebida le estaban dando? Pero después, ya en tierra, vio que ni siquiera se incorporaba. No recuperaba su posición. Miró hacia arriba y en ese momento vio a la anciana moza de la pensión. Era una visión de no creer, ni a humana forma se asemejaba. Massimo balbució:

—¿Temporina?

La mujer le acarició la cabeza. Fue esa visión la que, después, él me dijo que había tenido. Pero la moza no actuaba con dulzura. Lo atrajo por las sienes y lo besó como si le sorbiese el alma por los labios. Después, agarró la mano del italiano y la condujo hasta su vientre, como si le enseñase a reconocer una parte que siempre hubiera sido de su pertenencia.

—¿Massimo Risi?

La voz de Chupanga lo despertó como si viniese de otro mundo.

—Usted está ahí, caído en el suelo... ¡No me diga que se ha desmayado!

El adjunto de la administración había llegado en aquel momento y se había intrigado al ver la escena. Lo ayudamos a levantarse. El europeo anduvo unos pasos hacia atrás, otros hacia delante. Quizás a sí mismo se buscaba. Y con razón. A fin de cuentas, casi se había antecedido y no había ganado para el susto. Miró el cielo, pero enseguida apartó los ojos: la luz allí era demasiado limpia. Chupanga, todo viscoso, se dispuso a guiarlo hacia un lugar con sombra.

—Sabe, yo quería hablar con usted, tener una charla un poco bastante privada.

El italiano aún estaba mareado, estaba con
zuezué
.

Allí, en el desamparo de la lontananza, era una persona muy vulnerable. Dijo que prefería volver a la pensión, pero Chupanga insistió:

—Desde que llegó intento hablar con usted así..., un pelín bastante aparte.

Me miró de reojo. Sugería que yo me alejase. Pero Massimo se opuso. Quería que me quedase cerca. Para traducir, ironizó. Chupanga tenía un nudo en la garganta, le costó comenzar el diálogo:

—Ocurre que yo sé muchas cosas. Pero un hombre para hablar necesita combustible.

—¿Combustible?

Chupanga me miró, esta vez implorando complicidad. Me mantuve impasible como si yo mismo no lo entendiese. Y volvió a la carga, dando vueltas alrededor del italiano:

—Piénselo bien. Yo sé cosas muy valiosas. Pero necesitamos hablar como hombres que se entienden, ¿me sigue?

—Voy a pensar en el asunto —rubricó el extranjero.

—Pero, por favor, no lo comente con nadie —y volviéndose hacia mí añadió con malos modos—: Y sobre todo no hable con ese otro...

—¿Quién?

—Con su padre, el viejo Sulplicio.

Yo lo sabía: mi viejo existía fuera de los agrados gubernamentales. Pero el pueblo le tenía respeto, en razón de los antepasados que él disponía en la eternidad. En opinión de Chupanga, mi padre vivía en nación de animales, era un tipo trolero, muy lleno de artimañas. La primera vez que había intentado hablarle, el administrador había sufrido el peso del ridículo. Él allí, todo buenos modales y maneras, permisos por aquí, disculpas por allá. Y el otro nada, fruncido el ceño, lamiendo su propia lengua. Es decir: no hablando portugués sino la lengua local. El viejo Sulplicio no tenía respeto por ninguna presencia. Hasta que le dieron la lección.

El italiano se levantó, deseaba regresar a pie a la pensión. Pero el burócrata dijo que no. Irían en coche, que era más seguro. Además, nadie respeta a quien no llega motorizado. Chupanga señaló, ostentoso, el coche.

—Es un turbo diesel de bastantes caballos. Tiene aire acondicionado, por delante y por detrás.

Entramos en el vehículo. Chupanga conectó el aire acondicionado y abrió un bote de cerveza. Nos ofreció bebida. Sólo yo acepté. En el camino, el italiano rompió el silencio:

—Esta situación me preocupa.

—A mí también —dijo Chupanga—. Pero ya he mandado que traigan un marco nuevo, entero, de la capital.

Llegados a la pensión, el italiano salió del coche sin despedirse. Lo seguí y noté que su modo de caminar ya era más ligero, ya se movía como si el cuerpo fuese suyo. Los dos nos sentamos en el bar. Hablamos, sin más motivo que llenar el tiempo. Yo le dije, en cierto momento:

—Sabe, Massimo, usted me da pena, tan solo. Yo nunca podría quedarme tan absolutamente solo.

—¿Por qué?

—Aunque me arrancasen de aquí, aunque me llevasen a Italia, yo no lo pasaría tan mal. Porque yo sé vivir en su mundo.

—¿Y yo no sé vivir en su mundo?

—No, no sabe.

—Eso no me interesa. Sólo quiero cumplir mi misión. No se imagina lo importante que es esto para mí, para mi carrera. Y para Mozambique.

Trató de explicarme: mi seguridad estaba en los otros, la suya estaba en su carrera. Me dio pena. Porque buscaba como un ciego. No seguía el consejo: la verdad tiene patas largas y transita por caminos mentirosos. Para peor, en Tizangara todo ocurría de paso. Quien aquí venía nunca era para quedarse. Por eso, cuando llegaron, a esos soldados de las Naciones Unidas los llamaron saltamontes.

—Otra cosa: usted pregunta demasiado. La verdad huye de tantas preguntas.

—¿Cómo puedo tener respuestas si no pregunto?

—¿Sabe lo que debería hacer? Contar su historia. Nosotros esperamos que ustedes, los blancos, nos cuenten sus historias.

—¿Una historia? Yo no sé ninguna historia.

—Claro que sabe, tiene que saber alguna. Hasta los muertos saben. Cuentan historias por boca de los vivos.

—A propósito, yo ando por ahí interrogando a los otros. Pero aún no se lo he preguntado a usted: ¿estaba aquí cuando comenzaron esos estruendos?

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