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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

El último vuelo del flamenco (9 page)

BOOK: El último vuelo del flamenco
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—Sí.

—Entonces lo ha vivido todo. Cuénteme. Cuénteme todo desde que comenzaron las voladuras. Espere. Espere, que quiero grabarlo. ¿No le importa?

Las primeras voladuras

Los hechos sólo son verdaderos

después de ser inventados.

Creencia de Tizangara

La primera vez que oí las voladuras creí que la guerra regresaba con sus tropas y tropeles. Mi cabeza tenía una sola idea: huir. Pasé por las últimas casas de Tizangara, mi pequeña aldea natal. Incluso vi, perfilándose a lo lejos, mi casa natal; después, ya más cerca, la residencia de doña Hortensia, la torre de la iglesia. La aldea parecía en actitud de despedida del mundo, tristona como tortuga que atraviesa el desierto.

Me eché a los montes donde nunca nadie se había personado. Sí, era cierto: aquel bosque nunca había recibido ninguna humanidad. Construí un refugio, con ramas y hojas. Poca cosa, con discreción de animal: no sería bueno que se viera a alguien allí en estado de persona. Yo tenía un refugio, no una casa. Me quedé en ese escondrijo, aconsejado por el miedo. Regresaría a la aldea cuando estuviese seguro de que la guerra no había regresado. Ya en la primera noche, sin embargo, me amedrentaron las voces de los animales y aún más las sombras de la oscuridad. Me estremecí de miedo: ¿no habría salido yo de la boca de la hiena, nuestra
quizumba
, para entrar en las fauces del león?

Me senté para despejarme. Parecía habérseme desprendido el alma, que flotaba como una nube encima de mí. La guerra había terminado hacía casi un año. No habíamos entendido la guerra, no entendíamos ahora la paz. Pero todo parecía transcurrir bien, después de haberse acallado las armas. Para los más viejos, sin embargo, todo estaba decidido: los antepasados se sentaron, muertos y vivos, y habían acordado un tiempo de buena paz. Si los jefes, en este nuevo tiempo, respetasen la armonía entre tierra y espíritus, entonces caerían las buenas lluvias y los hombres conseguirían generales felicidades. Precavido, yo tenía mis dudas sobre eso. A los nuevos jefes parecía importarles poco la suerte de los otros. Yo hablaba de lo que veía allí, en Tizangara. De lo demás no tenía opinión formada. Pero, en mi aldea, había ahora tanta injusticia como en el tiempo colonial. Parecía, por el contrario, que ese tiempo no había terminado. Ahora lo estaban dirigiendo personas de otra raza.

Tal vez fuese un gran cansancio el que me hacía, a fin de cuentas, quedarme en aquella lontananza. Secretamente, había dejado de amar aquella aldea. O, si acaso, no era la aldea, sino la vida que en ella vivía. Ya no había en mí creencia que convirtiese a mi tierra en un lugar apetecible. Culpa del régimen vigente bajo el que existíamos. Aquellos que nos mandaban, en Tizangara, engordaban a espejos vistas, robaban tierras a los campesinos, se emborrachaban sin respeto. La envidia era su mayor mandamiento. Pero la tierra es un ser: le hace falta familia, ese telar de entrexistencias al que llamamos ternura. Los nuevos ricos se paseaban en territorio de rapiña, no tenían patria. Sin amor por los vivos, sin respeto por los muertos. Yo sentía añoranzas de los otros que ellos habían sido alguna vez. Porque, al fin y al cabo, eran ricos sin riqueza alguna. Les hacía ilusión tener coches, tener brillos de gasto fácil. Hablaban mal de los extranjeros, durante el día. Por la noche, se arrodillaban a sus pies, cambiando favores por migajas. Querían mandar, sin gobernar. Querían enriquecerse, sin trabajar.

Ahora, en la linde del bosque, yo veía el tiempo desfilando sin que nunca ocurriese nada. Ese era un gusto mío: pensar sin tener nunca ninguna idea. ¿Me habría convertido, finalmente, en animal, en lógica de uña y garra? ¿Qué había hecho la guerra de nosotros? Lo extraño era que no me hubiesen matado a tiros a los quince años y que sucumbiese ahora en medio de la paz. No había fallecido de la enfermedad, ¿moriría ahora del remedio?

Fue en una de esas mañanas de retiro cuando oí voces. Surgían camufladas. Seguí los sonidos con mil cautelas. Se trataba de gente que intentaba no ser vista. Avizoré entre los matorrales. Entrevi los bultos. Había negros y blancos. De bruces en el suelo, parecían excavar en el arcén de un atajo. En eso, uno habló alto, bien audible. El grito, en inglés de fuera:


Attention!

Y los demás se inmovilizaron. Después se retiraron, sin prisa. De vez en cuando, volvían a tumbarse de bruces alrededor de cualquier otra cosa. ¿Qué buscaban? Pero ellos se fueron y yo volví a quedarme solo. Di un tiempo para que se alejasen y me dirigí hacia donde habían estado husmeando. Fue cuando un brazo detuvo mi intento.

—¡No vayas, que es peligroso!

Me volví: era mi madre. O sería, más bien, la visión de ella. Pues ella ya hace mucho había pasado la frontera de la vida, más allá del nunca más. En aquel momento, sin embargo, surgía entre las frondas, envuelta en sus telas oscuras, las habituales. No me saludó, simplemente me orientó hasta junto a mi refugio. Allí se sentó, acomodándose en su pareo. Me quedé mudo y menudo, a la espera. Si tenemos voz es para vaciar el sentimiento. No obstante, demasiado sentimiento nos roba la voz. Ahora que ella había hecho tránsito de estado, yo accedía, completo, a su vista.

—¿Cómo es eso, hijo mío? ¿Vives en el lugar de los animales?

Devolví la pregunta con otra pregunta:

—¿Hay lugar, hoy, que no sea de animales?

Ella sonrió, triste. Podría haber respondido: lo hay, el lugar de donde vengo es lugar de gente. Giró entre los arbustos y deshizo pequeñas hojas entre sus dedos. Apuraba perfumes y los llevaba lentamente junto al rostro. Mataba añoranzas de aromas.

—¿La guerra ha llegado otra vez, madre?

—La guerra nunca se ha ido, hijo. Las guerras son como las estaciones del año: quedan suspendidas, madurando en el odio de la gente menuda.

—¿Y qué anda haciendo, madre, por estos lados?

Yo quería saber si había terminado su tarea de morir. Ella se explicó, lenta y larga. Andaba con un botijo recogiendo las lágrimas de todas las madres del mundo. Quería hacer un mar sólo de ellas. No respondas con esa sonrisa, tú no conoces la labor del llanto. ¿Qué hace la lágrima? La lágrima nos universa, en ella regresamos al primer principio. Aquella mínima gota es, en nosotros, el ombligo del mundo. La lágrima plagia al océano. Pensaba ella por otras, casi ningunas, palabras. Y suspiró:

—¡Dios quiera!

Me recordó cómo despertaba, antes, toda empapada. No hubo, después de que mi padre nos dejara, una mañana en la que el sol la encontrase en hábitos secos. Siempre y siempre ella y los llantos. Sin embargo, eso había sido antes, cuando padecía de la enfermedad de estar viva.

—No se quede aquí, que esos caminos aún tienen el pie de la guerra. ¡La huella está viva!

—Estoy tan bien aquí, madre. No me apetece regresar.

Nos quedamos allí intercambiando nadas, simplemente estirando el tiempo. Alargando el milagro de estar allí, en la linde del bosque. Ya atardecía, ella me avisó:

—Vuelve a la aldea, tienen que ocurrir muchísimas cosas.

—Antes de irme, madre, recuérdeme la historia del flamenco.

—Ah, esa historia está tan gastada...

—Cuéntemela, madre, que es para el viaje. Me falta tanto viaje.

—Entonces, siéntate, hijo mío. Te la contaré. Pero primero prométeme esto: nunca andes por los senderos por donde andaban aquellos hombres que observabas hace un rato.

—Lo prometo.

Entonces ella contó. Yo repetía palabra por palabra, calcando su voz cansada. Rezaba: había un lugar donde el tiempo no había inventado la noche. Era siempre de día. Hasta que, en cierta ocasión, el flamenco dijo:

—¡Hoy haré mi último vuelo!

Las aves, desprevenidas, languidecieron. Y a pesar de estar tristes, no lloraron. La tristeza de pájaro no ha inventado la lágrima. Dicen: la lágrima de los pájaros se guarda allí donde se queda la lluvia que nunca cae.

Ante el aviso del flamenco, todas las aves se juntaron. Habría una asamblea para conversar sobre el asunto. Mientras el flamenco no llegaba, se oían píos entre suspiros. ¿Había que creer en tales dichos? Sí, o tal vez no. Fuese o no fuese así, todos se preguntaban:

—Pero se va volando ¿adonde?

—A un sitio donde hay ningún lugar.

El zancudo, por fin, llegó y explicó que había dos cielos, uno de acá, donde era posible volar, y otro, el cielo de las estrellas, inválido para el vuelo. Él quería pasar esa frontera.

—¿Por qué ese viaje tan sin regreso?

El flamenco restaba importancia a su acción:

—Vaya, aquello es lejos, pero no distante.

Después se fue internando en los árboles de mucha sombra del manglar. Se demoró. Sólo apareció cuando ya envejecía la paciencia de los otros. Los animales alados se concentraron en el claro del pantano. Y todos miraron al flamenco como si descubriesen, sólo entonces, su total belleza. Llegaba altivo, muy por encima de su altura. Los otros, en fila, se despedían. Uno incluso pidió que desmintiese el anuncio.

—¡Por favor, no te vayas!

—¡Tengo que irme!

El avestruz se interpuso y le dijo:

—Mira, yo, que nunca he volado, cargo las alas como dos añoranzas. Y, no obstante, sólo piso felicidades.

—No puedo, me he cansado de vivir en un solo cuerpo.

Y habló. Quería ir a donde no hay sombra, ni mapa. Allí donde todo es luz. Pero nunca llega a ser de día. En ese otro mundo él dormiría, dormiría como un desierto, olvidaría que sabía volar, ignoraría el arte de posarse sobre la tierra.

—No quiero volver a posarme. Sólo quiero reposar.

Y miró hacia arriba. El cielo parecía bajo, rastrero. El azul de ese cielo era tan intenso que se vertía líquido en los ojos de los animales.

Entonces el flamenco se lanzó, arco y flecha se tensaron en su cuerpo. Y helo ahí, dilecto, elegante, despidiéndose de su peso. Así, visto en vuelo, se diría que el cielo se había vertebrado y la nube, adelante, no era sino alma de pájaro. Más se diría: que era la propia luz la que volaba. Y el pájaro iba deshojando, ala en ala, las transparentes páginas del cielo. Un batir más de plumas y, de repente, a todos les pareció que el horizonte se enrojecía. Transitaba del azul a tonos oscuros, morados y violáceos. Todo transcurriendo como un incendio. Nacía, así, el primer poniente. Cuando el flamenco se extinguió, la noche se estrenó en aquella tierra.

Era el punto final. Al oscurecer, la voz de mi madre se desvaneció. Miré el poniente y vi a las aves cargando el sol, empujando el día hacia otros más allá.

Aquélla era mi última noche de retiro en los montes. A la mañana siguiente ya entraba yo en la aldea, como quien regresa a su propio cuerpo después del sueño.

El primer culpable

Las ruinas de un Estado

nacen en la casa del simple ciudadano.

Refrán africano

Al día siguiente, me llamó el administrador. El mensaje era claro: que me presentase sin el italiano. En la entrada de la administración, Chupanga me recibió con su habitual arrogancia. Sin mirarme, me señaló una silla. Que esperase. Por la sala de espera pasó un grupo de individuos de raza blanca. El adjunto se levantó en actitud servil, todo simpatía y atenciones.

—¿Quiénes son éstos? —le pregunté a Chupanga.

—Ésos son los de la campaña de desminado.

—¿Todavía están desminando?

—Los de las ONG anduvieron por ahí diciendo que ya se han quitado todas las minas. Mentira. Aún falta mucho trabajo.

—Y hay minas ¿dónde?

—Eso no lo sabemos. Sabemos sólo que hay, siempre aparecen nuevas.

Recordé mi visión cuando huí hacia el monte: el extraño grupo husmeando en los matorrales. Me pareció reconocer a uno de los que acababan de salir. Incluso pensé en aclarar el asunto con Chupanga. Pero una voz me llamó a la prudencia. Mejor sería no abrir la boca. Por fin, la secretaria me hizo una seña para que entrase. Su Excelencia me recibiría.

—Cuando le encargué que fuese mi traductor usted no entendió —dijo Esteban Jonás en cuanto me senté.

—Disculpe, no está claro.

—¿Ve? Sigue sin entender. No entiende lo que quiero de usted.

—¿Y qué es, Excelencia?

—Vigilar a ese blanco cabrón. Ese italiano que anda por ahí olisqueando en rincones ajenos.

—Pero yo pensé que él venía a ayudarnos.

—¿¡Ayudar!? ¿Todavía no lo sabe? En el mundo que nos toca vivir nadie ayuda a nadie. ¿No conoce el dicho: el murciélago hace sombra en el techo?

El administrador, después, confesaba: había colocado a Chupanga para espiarme. Su esquema era un triple espionaje: yo espiaba al italiano, Chupanga me espiaba a mí y él, por último, nos espiaba a todos nosotros.

—Se lo digo sinceramente: tengo dudas de usted. Por causa de su padre.

—No tengo nada que ver con él, Excelencia.

—¿No? No lo sé, no lo sé. Ustedes son padre e hijo y de tal palo tal astilla.

Y por otro lado, subrayó él, ¿por qué razón mi viejo aparecía precisamente ahora en la aldea? No entendía ese repentino regreso.

—Sí, ¿por qué razón? Y no exactamente la razón, sino el motivo.

Cuando me retiré, me hizo una advertencia: que tuviese cuidado. Lo que estaba en juego no era un asunto sencillo. El sabía bien lo que decía. Me miró con complacencia:

—La primera vez que pasé por aquí usted ni siquiera había nacido. Me recuerda a la difunta. Ah, esa mujer...

Me hizo estremecer. ¿Esteban Jonás recordando a mi madre con tanto embeleso? Me leyó las dudas en mi pensamiento. Y recordó:

—Llegué aquí cuando era un guerrillero.

—Ya me lo han dicho.

—No lo olvide, nunca: ¡fui yo quien liberó a la patria! Fui yo quien lo liberó a usted, jovencito. .

Una señal leve en sus dedos me indicó que me retirase. Ya en la calle, me sorprendió el pueblo en plena barahúnda. Se oían las voces:

—¡Lo han pillado! ¡Ya han pillado al de los estallidos!

En la calle, se amontonaban las personas, haciendo tumulto. Entre ellas se distinguía al italiano. Se veía que había salido deprisa, aún ajustándose la ropa, arreglándose el pelo. Me uní a él.

—¿Qué ocurre?

—Han detenido a un hombre.

Nos fuimos acercando a los policías que escoltaban a un hombre pequeño, un cojo. Estaba de espaldas, pero, cuando se volvió, vi que era el padre Muhando. Iba descalzo, sin camisa. Semejaba un Cristo negro, cargando una cruz invisible. Me abrí paso y llegué hasta él:

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