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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

El último vuelo del flamenco (13 page)

BOOK: El último vuelo del flamenco
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Fue cuando llegó a Tizangara el tal Esteban Jonás. Llevaba puesto un uniforme de la guerrilla y las personas lo miraban como a un pequeño dios. Había salido de su tierra para tomar las armas y combatir a los colonizadores. Mi madre simpatizó mucho con él. En ese momento, dicen, él no era como hoy. Era un hombre que se entregaba a los otros, capaz de otroísmos. Se había marchado más allá de la frontera sabiendo que nunca más podría volver. Había llevado un pesar, había traído un sueño. Y era un sueño de embellecer futuros, ninguna pobreza tendría ya estera.

—Este país va a ser grande.

Mi madre se acordaba de él proclamando esa esperanza. Cuando nací, mi padre ya había dejado la policía de caza. Y ya Esteban Jonás había dejado de soñar con grandes futuros. ¿Qué había muerto dentro de él? Con Esteban ocurrió lo siguiente: su vida se olvidó de su palabra. El hoy se comió al ayer. Con mi padre ocurrió lo contrario: él quería vivir en ningún tiempo. El resto yo no lo podía entender. Mi padre se fue de casa cuando aún yo era menos que un niño. Pero no se marchó de la aldea. Se quedó al margen, junto a la curva del río. En el mismo cañaveral donde el padre Muhando había descubierto su lugar sagrado. Siempre que lo encontraba, mi viejo parecía distante. Él no se reconocía. No soportaba que le preguntasen sobre su disposición. Y luego, amargo, culpando al mundo:

—¿Y la tierra, nuestra tierra, alguien se ha preguntado si ella se está sintiendo bien?

Sulplicio amaba a Tizangara con dedicación de hijo. Con la extensión de la guerra muchos huyeron a la capital. Incluso las autoridades escaparon hacia un lugar seguro. Esteban Jonás, por ejemplo, se había dado prisa en refugiarse en la gran ciudad. Al contrario, mi padre siempre anunció: sólo saldría de su refugio una vez que los murciélagos abandonasen el tejado. Se había pegado a las paredes como el musgo.

Ahora, bajo la gran sombra del tamarindo, yo cerré los ojos e invoqué añoranzas. ¿Qué se me apareció? Un patio, pero que no era aquél. Porque en ese terreno había un chico. En las manos de ese niño mi recuerdo tocaba unas tristezas, cositas tiradas a la basura. Artes de la niñez era hacer de esas cosas un juguete. Pertrechos de mago, convertía el cosmos en un juego desarmable. ¿Y cuál era ese juguete? Yo no lograba distinguir eso en mi sueño. Sólo se me presentaba la neblinosa memoria del niño escondiendo el juguete entre las raíces del tamarindo.

Abrí los ojos, en el sobresalto de un ruido. Era mi padre que se acercaba.

—¿Qué estás buscando?

—Nada.

Me hizo un gesto para que esperase. Se agachó entre las ramas y recogió algo.

—¿No será esto lo que buscas?

Sí, era mi viejo juguete. Me acerqué despacio, para observar el objeto. Y, finalmente, ya en mis manos, adiviné su formato: era un flamenco. Entre alambres y lienzos yo había construido el animal volador que mi madre había armado en la fantasía de su historia. El juguete parecía ahora sobrar en mis manos. Lancé el muñeco al aire, las plumas blancas y rosas se desparramaron y demoraron una eternidad en caer. Mi viejo recogió una de esas plumas y la acarició entre sus dedos.

Aquel reencuentro con mi infancia me insufló un valor inesperado y me salió la pregunta, sin preparación:

—¿Yo soy realmente su hijo? —¿De quién si no?

—No lo sé, madre...

—Las madres, las madres. ¿Qué fue lo que ella te dijo?

—Nada, padre. Ella nunca me contó nada.

—Pues te voy a decir una cosa...

Y se calló. Su voz se estranguló, parecía haber desistido en medio de la garganta. Intentó comenzar de nuevo, pero volvió a desistir. Se pasó la mano por el cuello como si se limpiase la voz por el lado de fuera. Al cabo de un rato infinito, volvió a hablar:

—Tú eres mi hijo. Y nunca más vuelvas a dudar de ello.

Sus dedos tamborileaban sobre los labios, lacrando lo dicho. Hasta podía contarme cómo había sido concebido. No me habían generado enseguida, al principio del matrimonio. Ni de una sola vez. Cuando él y mi madre se arrastraban el ala, siempre que lo hacían, el cielo se precipitaba en lluvia. Debajo del diluvio, la pareja se había seguido amando. Haz cuenta de que no había mundo ni lluvia. Tenían sus razones: pues hacía años sin cesar que venían fabricando a su único primer hijo. Se amaban sin paraje. Cada vez que sus cuerpos se cruzaban, decían, estaban fabricando una porción más del cuerpo del venidero.

—Esta noche vamos a hacerle los ojos.

Como ése era el producto de esa noche, eligieron hacer el amor bajo todo el claro de luna. Eligieron un descampado justo debajo de la luna. Y así lo hicieron, iluminados, dando seguimiento a la confección del niño. ¿Cuánto tiempo anduvieron en eso? Se encogían de hombros: un niño completo puede tardar más que la vida.

—¿Me entiendes, hijo? Fuiste concebido durante toda mi vida.

La sospecha me asaltaba: Sulplicio imaginaba aquella historia, en aquel preciso momento. Me fabricaba descendiente. Se eternizaba, como una ilusión. Sin embargo, yo lo admitía. Al fin y al cabo, todo es creencia. De repente, cambió de tema, a ciento ochenta grados.

—¿Y el extranjero?

—¿Massimo? Se quedó en la pensión.

—No dejes nunca que él te mande.

Que anduviese con él, porque andar con un blanco podía añadirme respetos. Pero ser mandado, nunca. Incluso los blancos del pasado nunca gobernaron. Sólo les dimos, con nuestra debilidad, la ilusión de que nos gobernaban.

—Ni siquiera estos de ahora, estos hermanos nuestros, colonizadores de dentro, mandan como piensan.

De repente, se cansó de hablar e hizo ademán de retirarse. Antes me comunicó:

—Alguien ha dejado allí, encima de la mesa, unos papeles para ti.

—¿Quién?

—Ese bellaco de Chupanga. Ha dicho que no quería dejarlos en la pensión por causa del italiano.

Abrí el sobre. Por primera vez, sentí que me invadía el miedo al leer el escrito del administrador. Como si sus palabras me espiasen a mí.

El regreso
de los héroes nacionales

La orina de un hombre

cae siempre cerca de él.

Refrán

Camarada Excelencia

El motivo de este informe es la urgencia de la situación en esta localidad, en el ámbito de los explosivos acontecimientos y de los acontecimientos explosivos. La situación en sí es muy pero que muy grave, fuera del control de las estructuras político-administrativas. Sospechamos sabotaje del enemigo, en gran medida para desacreditarnos frente a la comunidad mundial. Incluso he desconfiado del padre Muhando. Llegó a estar, bajo mi mando, aprisionado. Pero él no es capaz de nada. Sospecho, sí, de Ana Diosquiera, cuya existencia ha hecho muchos gastos en el corazón de las masas populares. Esa mujer, dicho sea de paso, merece un párrafo aparte.

Ella es una mujer de mala vida, de pago rápido, cuyo cuerpo ya ha sido patrocinado por el público masculino en general. Hasta con respecto a mi vida la tal Ana ha sembrado la confusión, creando tristes díceres sobre mi digna conducta. Esos rumores han recorrido la aldea y los barrios de chabolas. Es verdad, hasta los chabolistas solían hacerme comentarios. Como muy bien dice el Camarada Su Excelencia: el vulgo lleva heridas en la espalda, los jefes las llevan en la frente. ¿Cuál es el avieso objetivo de Ana? Para mí es venganza. No olvidemos que la detuvieron y trasladaron a un campo para ser reeducada, cuando se llevó a cabo el Operativo Producción. O puede ser un problema conmigo, un rollo mal resuelto. De ésos: amor con amor se apaga.

Mi parienta Ermelinda no para de insistir en que detenga a Ana Diosquiera. Mi esposa siente muchísimo odio por la tal mujer. Para ella todo está claro: la prostituta es la que hace accionar las voladuras. Que yo lo sé y que hago cuenta de que no hay pruebas. Sin embargo, me pregunto: ¿voy y la meto en el calabozo así como así, como si nuestro país fuese tierra de derechos inhumanos? ¿Para colmo teniendo cerca el hocico de ese grupo extranjero que anda por ahí husmeándonos?

Estoy muy preocupado, a punto de morir de pánico. Ese italiano, ese cura, el hechicero, junto con todos esos grupos. ¿Qué quieren? ¿Adonde van a ir a parar? El otro día incluso tuve un sueño. Hacíamos las ceremonias para convocar a nuestros héroes del pasado. Llegaron Tzunguine, Madiduane y los demás que combatieron a los colonialistas. Nos sentamos con ellos y les pedimos que pusiesen orden en nuestro mundo de hoy. Que expulsasen a los nuevos colonialistas que tanto sufrimiento han provocado en nuestra gente. Esa misma noche desperté con Tzunguine y Madiduane sacudiéndome y ordenándome que me levantase.

—¿Qué estáis haciendo, héroes míos?

—¿No has pedido que expulsemos a los opresores?

—Sí, así es.

—Pues entonces te estamos expulsando a ti.

—¿A mí?

—A ti y a los otros que abusan del Poder.

¿Ha visto? Ese fue el sueño, una vergüenza. Pues también el Camarada Excelencia entraba en él. Recibiendo puntapiés, como yo. ¿Los combatientes de nuestra gloriosa Historia echándonos a patadas fuera de la Historia? Pero lo más grave, en esa pesadilla, fue lo siguiente: los héroes amenazaron a mi hijo Jonassane diciéndole que, si no devolvía las tierras que ocupaba, lo harían desaparecer de inmediato de allí. ¿Y qué me dice si le digo que, al día siguiente, ya fuera del sueño, en plena vida real, mi hijo no daba señales de aparecer? Parece, al fin, que el muchacho huyó al país vecino. Y peor: llevándose parte de mis ahorros. ¿Es esto obra de fuerzas explicables?

Y ahora, Excelencia, le pido mil disculpas, pero voy a hacer una autocrítica. Porque, al fin y al cabo, nosotros andamos gritando blasfemias contra los antepasados. Quiero decir que, de otra manera, no se entiende cómo comenzaron a ocurrir cosas que nadie puede creer. Por ejemplo, la semana pasada un burro parió un niño. Nació una persona con piel y pelo, como Su Excelencia y yo. Pero perdóneme, no vale la pena mezclar su honroso nombre con un asunto de burros y no burros. Sin embargo, ocurrió, fue así, un bebé nacido de un animal macho. Y aún más extraño: el niño venía calzado con botas militares. Fue un choque muy pero que muy enorme. El periodista local de la radio, el radiofónico incluso quería dar la noticia, pero yo no lo autoricé. Son cosas que dan vergüenza en términos de civilización y democracia. Para no hablar del prestigio de las gloriosas fuerzas armadas, allí representadas por botas y cordones. Ya es bastante con el tole tole que nos cae por esa inmundicia de los estallidos.

Me llamaron para comprobar la verdad del acontecimiento del burro. Pero me negué. Confieso, Excelencia, que sentía recelo. No miedo, recelo. ¿Y si todo fuese realmente la pura verdad? ¿Cómo se puede combinar la explicación de la cosa, conforme la actual vigencia de ideas? ¿O incluso según la antigua coyuntura marxista-leninista? ¿Sabe lo que le digo? El cielo está en obras, sólo ha caído óxido de las nubes. Dios lo perdone, Excelentísimo. Pregunto una cosa, Excelencia: ¿usted está soñando normalmente? Sí, ¿los sueños se conciertan en su cabeza? Es que en mí no. Despierto lleno de tics y aspavientos. Le digo, por descargo de inconsciencia: me he convertido en un aspaventero, parezco uno de esos
xidakwas
, esos curdas sin destino.

He analizado su última carta y coincido bastante con su esclarecida opinión: es un problema que yo sea del sur, que no hable la lengua de aquí. Pero el hecho de que mi mujer sea una legítima nativa me puede ayudar. Debido a lo prolongado de las líneas no me extiendo más, saludando su firme liderazgo en los asuntos del Estado y las transformaciones capitalistas en marcha en favor de las masas populares.

P. D. Como anexo, le confieso: mi mujer, incluso ella, ya presenta un comportamiento un poco así. Pues una tarde de ésas asistió a una de las ceremonias que se celebran entre las poblaciones. Fue allí. Palabra de su honor, Excelencia. Haber ido ya es grave. Pero no se limitó a asistir. Danzó, cantó, rezó. Es verdad, Excelencia, no fue ella quien me lo dijo, fue un informe de los del servicio de seguridad. Cuando llegó a casa ya era muy avanzada la noche, mostrando un cansancio lamentable. No dijo nada, no comió, no nada. De repente, soltó un suspiro y con una voz que nunca le había oído dijo:

—¡Marido, esta noche va a estallar un soldado más!

¿Y quiere saber lo peor? Fue mi sentencia, mi derrota. Pues esa misma noche se consagró un accidente más con uno de esos nacionunidenses. El tipo se desintegró todito, no quedó ni polvo de él, lavado sea Dios. ¿Cómo interpreto yo esas actitudes? Ya se me había ocurrido que Ermelinda podía estar metida en el asunto. Pero esa sospecha vino y se fue. No puedo imaginarme metiendo en prisión a la madre del hijo de su anterior marido.

¿Qué puedo hacer? ¿Trasladar a mi propia esposa a la capital? ¿Declararle una enfermedad, ingresarla en el puesto sanitario, con cincuentena? Estoy escribiendo torcido por renglones rectos, discúlpeme los atrevimientos. Junto con el portador de esta carta van los cabritos que me pidió y algunas damajuanas de aguardiente de palma. Son siete animales y veinticinco unidades de bebidas. Compruébelo, por favor, para evitar la tentación de desvíos por parte de los cuadros medios.

El pajarillo
en la boca del cocodrilo

No me basta con tener un sueño.

Yo quiero ser un sueño.

Palabras de Ana Diosquiera

Entré en la habitación de Massimo y en multitud los papeles se desparramaban por todos los muebles.

—¡No me diga que se han borrado las letras otra vez!

—No.

Tuve entonces un acceso de frío. El italiano empaquetaba sus cosas. Se marchaba. Me ensombreció una inesperada tristeza. ¿Le había tomado afecto ya al extranjero?

—¿Se va?

El hombre asintió, sólo con un gesto de la cabeza. Yo intenté darle ánimo: ¿iba a desistir, echarse atrás? ¿Abandonaba su afán de promoción así, a mitad de camino?

—¿Qué camino?

Yo no sabía responder. Tenía razón. Había, cuando mucho, un laberinto. Cuanto más tiempo allí, más perdido él acabaría. Así, acomodando sus ropas en la maleta, parecía plegar su propia alma. En cierto momento se detuvo, con una sonrisa extraña. ¿Por qué se reía?

—¿No me dijo que yo debería contar historias? Pues me acuerdo ahora de una.

—¡Finalmente una historia! Cuéntela, Massimo.

—No es una historia, es un recuerdo. Me acordé de lo que le hacían a mi abuelo, cuando envejeció allá, en Italia.

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