Me importa un carajo Monette y todo: ¡sólo quiero ir a Laval, a esa cárcel, para obligar a la tal Loiselle a confesar que miente! ¡Que no había nadie detrás del seto! ¡Que se lo ha inventado todo!
La idea es una locura, lo sé…, pero eso también me importa un carajo. Judith Loiselle es la última persona que puede detener la duda que se me acerca cada vez más…
Diez minutos más tarde, estoy en el coche y conduzco hacia la prisión de Laval. Monette no me ha encontrado. Mejor.
Durante cuarenta minutos, circulo bajo la tempestad, una tempestad mental que me aterra. A través de las borrascas de mis pensamientos, distingo las palabras de Monette:
«¡Yo tenía razón en todo!».
Y si supiera lo que sabemos nosotros, Jeanne y yo… Si él supiera…
La tempestad sopla, aúlla en mis oídos. Y, a través del viento, la duda sigue avanzando, como una locomotora loca…
Por fin, llego a la prisión. Corro hacia la entrada, pero siento el corazón a punto de estallar y me obligo a aminorar el paso. Me encuentro en una sala grande, llena de columnas, sin ninguna ventana. Me dirijo hacia un mostrador detrás del cual hay un empleado sonriente.
—Querría ver al director, por favor.
Su sonrisa se vuelve confusa. Debo tener un raro aspecto.
—El director se ha marchado, caballero, son las seis y cuarto…
Suspiro y me paso una mano por el pelo. Me pongo un poco nervioso.
—Querría ver a una de las reclusas…
—Pero, señor, el horario de visitas ha terminado… Y hay que avisar con veinticuatro horas de antelación para…
—¡Escuche…!
La tempestad en mi cabeza… El empleado frunce el ceño, perplejo.
—Escuche, soy psiquiatra y… mañana me marcho a Europa… Tengo que ver esta tarde a una de las reclusas, Judith Loiselle…
—¿Todo bien por aquí?
Una vigilante que más parece un levantador de pesas camina hacia nosotros.
—Este señor quiere ver a una interna. Es psiquiatra y quiere ver a… Eh…, ¿cómo ha dicho? ¿Judith qué más?
La vigilante me observa sin ninguna simpatía.
—Las visitas han terminado.
Voy a explotar, lo noto. ¡Dios mío! ¡Nunca, nunca, nunca me he sentido en semejante estado! Sin saber cómo, consigo mantenerme relativamente tranquilo, aunque mi voz suena demasiado aguda.
—Le explicaba a su… compañero que soy psiquiatra. Escribo…
En un segundo, me invento algo:
—Escribo un libro sobre mujeres que han matado a sus hijos, y… busco a Judith Loiselle, que…
—¿Judith Loiselle? —pregunta la vigilante.
—¡Sí!
Hace una mueca y anuncia:
—Judith Loiselle se suicidó.
Contengo la respiración.
—¿Qué?
—El año pasado. Se ahorcó. Salió en los periódicos… Para ser alguien que escribe un libro sobre el tema, no tiene unos archivos muy actualizados…
La miro boquiabierto y me vuelvo hacia el empleado, como si quisiera que él contradijera sus palabras. Pero el hombre se limita a observarme. Me dirijo a la vigilante:
—¿Está segura?
—¡Yo era una de las vigilantes que la descubrió! ¡Me acuerdo como si fuera ayer!
Un poco perdido, pregunto:
—Pero… ¿cómo… cómo sucedió?
La vigilante ladea la cabeza y me observa con suspicacia.
—¿De verdad es usted psiquiatra?
Busco en los bolsillos, saco la cartera y le enseño mi carnet. Ella lo examina minuciosamente, vacila una vez más y me lo devuelve. Se nota que ha tomado una decisión.
—La encontramos una mañana, colgada en su celda. Nunca había conseguido integrarse con las demás y siempre estaba sola. De todas maneras, las otras presas la detestaban. No es sorprendente, con el crimen que había cometido… Si quiere mi opinión, creo que tenía demasiados remordimientos y…
Hace un gesto fatal. Entorno los ojos, incapaz de decir nada. La vigilante continúa:
—Hasta su muerte, sostuvo que ella no era la responsable del asesinato de sus dos hijos…
—¿Qué quiere decir? Porque confesó el crimen, ¿no?
—¡Oh, sí! Siempre reconoció que los había ahogado ella misma, pero decía que no era culpa suya. Como le he comentado, yo era una de las vigilantes aquella mañana… Ella dejó un mensaje sobre la mesita… Me acuerdo muy bien, era tan… extraño…
Mi respiración se acelera aún más.
—¿Qué escribió?
La vigilante se muestra muy colaboradora de pronto. Cree que habla con un escritor y se siente importante. El empleado también la escucha, fascinado por la historia.
—No recuerdo las palabras exactas, pero en resumen decía: «No es culpa mía… Ha sido él… Él me miraba, ha sido él… No es culpa mía». ¿Se hace una idea?
El suelo se mueve bajo mis pies… y me hundo aún más.
—Gracias —balbuceo—. Gracias, ahora… me marcho.
—¡Eh! ¿Me va a citar en su libro? —pregunta la vigilante—. Me llamo Andrée Choquette.
—Perfecto —respondo con voz apagada mientras me alejo—. Perfecto…
—¿Lo ha apuntado?
Esta vez no contesto. No soy capaz. Tengo un nudo en la garganta.
Monto en el coche. Arranco. Lo veo todo borroso. Esto no va bien.
Nada bien. En absoluto…
De pronto, me paro en el arcén, abro la puerta y vomito en la carretera. Siento una arcada y vomito de nuevo.
Permanezco inclinado unos minutos mientras recupero el aliento y cierro la puerta.
Me encuentro algo mejor.
«No pienses en nada. Vuelve a casa sin provocar ningún accidente y no pienses…».
Conduzco de vuelta a casa.
El regreso es una pesadilla en sentido literal. Todo se enturbia ante mis ojos. Súbitos destellos de luz, procedentes de ningún sitio, me deslumbran. No causo ningún accidente de milagro. Después de un tiempo, que me ha parecido infinitamente largo, aparco delante de casa. Entro titubeando. En el pasillo, oigo que Hélène me llama desde el salón, pero no respondo. Voy directamente al cuarto de baño, me arrodillo y vomito de nuevo.
La voz de Hélène suena a lo lejos…
—¿Dónde estabas? ¿Has visto la hora que es?
Mi estómago está vacío, pero sigo vomitando. Bilis, sufrimiento, locura.
—Paul, ¿estás bien?
Hélène se acerca.
—Todo va bien —consigo farfullar con la voz empañada.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el mármol frío del lavabo. Detrás de los párpados cerrados, veo mucha gente. Monette, Jeanne, Archambeault, Judith Loiselle… Todos bailan en círculo, cogidos de las manos. En medio de ellos, se encuentra Roy.
Hélène está a mi lado, la noto.
—Paul, ¿quieres que te ayude? Un paño de agua fr…
—¡Déjame en paz, Hélène!
Vomito una vez más.
Me vacío, me vacío de todo…
Una imagen grotesca que me acosa sin motivo desde hace unos días aparece en mi cabeza hecha pedazos: la de las dos puertas cerradas flotando delante de mí…
Al cabo de unos segundos, oigo a mi mujer alejarse… sollozando. Ruido de pasos que suben por la escalera. Una puerta que se cierra con violencia.
Empiezo a gemir…
Paz, paz, paz…
Me levanto varios minutos después. Titubeando, bajo hasta el sótano. Entro en la habitación de invitados y me dejo caer sobre la cama.
No pensar. No pensar más. Demasiadas emociones, demasiados acontecimientos, demasiados…
Me pongo el brazo sobre los ojos.
Por supuesto, sueño. Lo que he rechazado de forma consciente me atrapa en el sueño.
Me despierto gritando. Literalmente. Un auténtico grito. Como estoy en el sótano, Hélène no ha debido de oírme.
Ya no recuerdo la pesadilla. Sólo unos niños ahogados, unos crímenes terribles, una mirada familiar que observa y lo ve todo…
En la oscuridad de la habitación, miro alrededor, nervioso, y dejo caer la cabeza en la almohada.
Hay algo nuevo dentro de mí, algo que me invade. Es el enemigo, el que he intentado repeler durante todo el día.
La duda está ahí.
Suelto un largo gemido de desesperación, de auténtica angustia.
—¡Oh, Dios mío…!
Pero las tinieblas cubren mi voz.
P
OR la mañana, cuando me despierto, sobre las diez (no recuerdo la última vez que me levanté tan tarde), me encuentro una nota de Hélène sobre la mesa de la cocina. En ella, mi mujer me explica que esta noche, después del trabajo, no regresará aquí. Que irá a casa de su hermana, en Drummondville, donde pasará el fin de semana.
«Debo reflexionar, Paul. No puedo quedarme sin hacer nada, pasiva, esperando a que tú te intereses de nuevo por mí. Meditemos cada uno por nuestro lado. Después, si te parece bien, hablaremos. De verdad».
Doy vueltas a la nota entre los dedos. Ella tiene razón, lo sé muy bien. Tengo que reflexionar seriamente. ¿Amo aún a Hélène? ¿Puedo quererla todavía? En su nota lo dice con claridad, no me esperará eternamente, y la creo. Hélène siempre ha sido una mujer de acción, audaz e independiente. Incluso con cuarenta y nueve años es capaz de dejarme y comenzar una nueva vida. Es lo bastante fuerte para hacerlo.
Pero lo cierto es que esta mañana sólo me obsesiona una idea: debo hablar con Jeanne. Por encima de todo. Los viernes por la mañana, ella va al hospital. Decido hacerle una visita.
«¿Y tu pareja, Paul? ¿Cuándo vas a pensar en ello? ¿Cuando Hélène esté harta y te deje?».
Muevo la cabeza.
Después de tomarme media naranja (me siento tan mal que la idea de comer me da náuseas) y de ducharme, conduzco hasta el hospital y entro en el ala de psiquiatría sobre las once menos cuarto. En el Núcleo, Manon me saluda y me sigue con unos ojos perplejos. Debo de tener un aspecto extraño.
Seguramente, Jeanne no ha terminado la ronda de sus pacientes; decido esperarla en su consulta. La secretaria me deja pasar sin problemas.
La consulta de Jeanne está más decorada que la mía, es menos sombría, tiene más colorido. Hay muchas plantas, algunas reproducciones de Monet, de Renoir… Observo los cuadros sin verlos realmente, de pie, con las manos a la espalda. Unos diez minutos después, entra Jeanne. Es patente que mi presencia la disgusta.
—¿Quieres verme?
Su tono frío, su cara glacial… Ella aguarda, de pie, con las manos cruzadas sobre su grueso vientre.
No sonrío. No saludo.
—Quería hablar contigo.
Ella adopta un aire duro, pero percibo un atisbo de inquietud en su mirada. ¿Tan mal estoy? Debo de llevar la angustia escrita en la cara con letras mayúsculas.
Jeanne duda. Al final, se sienta detrás de la mesa y espera. Pero no puede ocultar su preocupación por más tiempo:
—¿No te encuentras bien, Paul? Pareces completamente aturdido…
—Sí, supongo…
Tomo asiento a mi vez. Me miro las manos y muevo la cabeza.
—Escucha, sé que ayer no estuve muy brillante… Que me pasé un poco… Que…
Me callo, incapaz de continuar. Incapaz de lanzarme de verdad. Siento un ligero vértigo. Percibo la mirada de mi compañera sobre mí y su voz, de nuevo preocupada:
—Por Dios, Paul, ¿qué te pasa?
Clavo la vista en los dedos. Me detengo unos segundos en la alianza.
—Ayer, no estabas segura de que fuera capaz de reconocer mi error si me equivocaba con Roy… ¿te acuerdas?
Silencio. Jeanne me mira con expresión distante, preguntándose adónde quiero llegar.
—Pues bien, me he equivocado, Jeanne…
Ella entorna los ojos.
—¿Equivocado? ¿En qué punto?
—Me he equivocado al negar categóricamente tus dudas.
Ya está, lo he dicho, y esto me hace sentir una curiosa mezcla de satisfacción y humillación.
Su expresión glacial desaparece por fin y me mira con prudencia, aún incrédula. ¡Pues sí, Jeanne, pues sí!
—Concreta un poco —me pide.
Y concreto. Mucho. Le cuento absolutamente todo lo que pasó ayer: la carta de Monette, la cinta con el testimonio del joven punk; la consulta, con el periodista, de los archivos del
Journal de Montréal
; lo que descubrí sobre Judith Loiselle, la visita a la cárcel, la noche de terror…
Ella se queda boquiabierta, estupefacta, desconcertada. Al final, habla.
—¡Paul, es… es una completa locura!
Me echo a reír.
—Es lo menos que se puede decir.
Me observa intensamente, temerosa e intrigada a la vez.
—Y… ¿qué conclusión sacas?
Me hundo en el sillón, suspirando. Vuelvo a examinar mis dedos. Cada palabra sale de mi boca con mucha dificutad.
—Ya no estoy tan convencido, Jeanne. Ya no puedo atribuirlo todo a la casualidad, pretender que es un paciente más, que es…, que no hay nada anormal en esta historia. Ya no puedo.
Levanto la cabeza.
—Tengo dudas, Jeanne. Yo también. Quizá no tantas como tú, pero tengo dudas.
—¿Sobre qué?
Mi compañera intenta permanecer tranquila, pero percibo claramente que está tocada. Reflexiono un rato. Debo medir cada una de las sílabas que voy a pronunciar.
—Dudo del orden habitual de las cosas, de la omnipotencia de la lógica. Me digo que tal vez…, tal vez el caso Roy requiere una explicación… no racional.
Permanecemos un momento sin movernos, como si estuviésemos en una fotografía. Al final, ella se dispone a hablar, pero la detengo levantando la mano:
—Digo tal vez, Jeanne. Esto significa que voy a continuar buscando una explicación al caso Roy, pero que esta explicación puede ser racional… o irracional…
Suspiro y me río amargamente, como si una cuerda estirada al máximo acabara de soltarse dentro de mí.
—¡Señor, veinticinco años de psiquiatría para llegar a esto!
Jeanne guarda silencio unos minutos. No está segura de seguirme bien.
—No lo comprendo, Paul… Desde hace varios años, sostienes que no hay explicación a la locura, que buscarla es vano e inútil… Y con Roy dices que la vas a encontrar, sea racional o no…
Mueve la cabeza, curiosa:
—¿Por qué este… cambio?
Sabía que me lo preguntaría. Desde ayer me planteo esta misma cuestión. Pero creo haber hallado una respuesta:
—¿Crees en el destino?
Jeanne se encoge de hombros, divertida.
—No sé. Pero ¡seguro que tú no crees en el destino!
—En efecto, no creo en él. Aunque, desde ayer noche, muchas de mis creencias se han visto cuestionadas. En todo caso, empecé por decirme que tal vez Roy no es mi último paciente por casualidad.