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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (30 page)

BOOK: El umbral
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Ellas balbucean algunas excusas más. Luego me alejo, exasperado.

En mi mesa, me encuentro un mensaje de mi secretaria: ha llamado Michaud. Si no lo tengo al corriente, es capaz de perseguirme hasta mi casa… El recuerdo de la llamada a las seis de la mañana termina de convencerme y, suspirando, marco su número.

—Buenos días, señor Michaud. No, no hay cambios reales, señor Michaud. Habla, pero muy poco. Sí, nos encontramos trabajando en algo, señor Michaud, pero no estamos aún seguros de nada. Sí, señor Michaud, le llamaremos…

Una vez solventada esta formalidad, encuentro el número de Claudette Roy y decido llamar ahora mismo. Tengo suerte: está en casa. Mi llamada no le agrada en absoluto. No comprende por qué deseo que nos reunamos si ella no ha visto a Roy desde hace varios años… Le suelto el rollo habitual: si conocemos un poco la infancia de su hermano, podría ayudarnos, etc. Ella escucha en silencio y la oigo suspirar, contrariada.

—Oiga, creo que no tengo ganas de hablar de todo eso… Además, ¡le había dicho que no volviera a llamarme!

—Señora Roy…

Me humedezco los labios y continúo en tono educado:

—Señora Roy, le agradecería mucho que aceptara colaborar de buen grado con nosotros. Pero, como psiquiatra, si considero que su ayuda es necesaria para el tratamiento de uno de mis pacientes, puedo obligarla por ley a responder a mis preguntas. Por supuesto, me parecería muy lamentable tener que recurrir a esta medida extrema y preferiría que usted consintiera por propia voluntad, considerándolo como un servicio a la psiquiatría…

Por supuesto, es una completa mentira. Psiquiatra o no, nunca puedo obligar a nadie a darme información sobre un paciente, pero ella seguramente no lo sabe. Como mucha gente, debe de creer que mi estatus de médico me confiere muchos derechos. Es una manipulación odiosa, pero me da igual. Con todas las transgresiones que he cometido últimamente, mi moral parece bastante flexible. Además, el desdén con el que Claudette Roy trata a su hermano me hace sentir menos culpable.

Ella se calla unos instantes. Debe de hervirle la sangre al otro extremo del teléfono, pero ha mordido el anzuelo: cuando habla de nuevo, su voz, a pesar de su tono glacial, es más serena.

—Muy bien. Estoy dispuesta a reunirme con usted. Aquí, en Saint-Hyacinthe.

—No hay problema. ¿En su domicilio?

Me propone una terraza cerca de su casa. Anoto la dirección. Acordamos vernos el lunes por la tarde, a las ocho y media. Antes no puede (lo dudo, pero qué se le va a hacer). Le doy las gracias y cuelgo.

Una cosa hecha. Pero ¿será útil? ¿Útil de verdad?

Ya veremos…

Unos minutos más tarde, cruzo la puerta del Núcleo y salgo al pasillo, enfrente de la recepción del ala de psiquiatría. Sonrío a la recepcionista de fin de semana, una muchacha regordeta cuyo nombre se me escapa.

—Adiós, señorita…

—Buenas tardes, doctor —me saluda sonriendo—. ¡Ah! Doctor, quería decirle… Hace cinco minutos ha venido un sacerdote, quería ver a Thomas Roy…

De repente, todo se paraliza. El mundo, el tiempo, mi sangre. Me vuelvo y miro a la muchacha como si me hubiera propuesto que me acostara con ella.

—¿Qué acaba de decir?

A cada lado de la recepcionista, las paredes se han vuelto oblicuas y convergen hacia ella, como un agujero negro que aspirara todo.

—Un sacerdote quería ver a Thomas Roy —repite, un poco sorprendida—. Le he dicho que nadie podía visitar a los pacientes sin autorización escrita del médico que los trata… Me ha parecido que se sentía desilusionado, pero no mucho…

Me acerco a la joven con una lentitud extrema, como si caminara por un espeso barrizal. No llego a convencerme de lo que me acaba de decir. Quizá, porque no llego a creerlo. Quizá porque hasta ahora no quería creerlo…

—¿Eso es todo lo que ha dicho?

La recepcionista me mira inquieta.

—Pues… Después me ha preguntado: «¿El señor Roy sigue aquí?» y le he respondido que sí.

Adelanto la cara hacia la joven. Ella retrocede involuntariamente, casi asustada.

—Pero ¿por qué no me ha avisado?

Mi voz es una granada a punto de explotar. La pobre chica está cada vez más desconcertada.

—Pues porque no lo sabía, yo… sólo estoy aquí los fines de semana, no sé qué médico trata a cada paciente, yo…

Está a punto de llorar, pero no siento ninguna compasión. Empiezo a respirar más fuerte y giro sobre mí mismo, como una peonza. Dios mío, ¡no puedo creer que se me haya escapado por poco, no puedo creerlo! Si he perdido esta ocasión, yo…, yo…

—¿Cuándo? ¿Cuándo ha ocurrido?

Esperanzada de repente, la muchacha responde con rapidez:

—¡Hace apenas cinco minutos! ¡En este momento, debe de estar saliendo del hospital! Quizá puede alcanzarlo si…

Salgo como una flecha. Mientras que bajo corriendo los escalones, busco en mi memoria para recordar la descripción que Roy hizo del sacerdote de su sueño: alto, calvo, con ojos verdes, de unos cuarenta años…

Señor, ¿es posible?

Esta vez, todo quedará explicado. Alcanzo el objetivo. Esto me excita tanto que, en cuanto franqueo la salida del hospital, vuelo hasta la acera.

La calle Notre-Dame no es en absoluto una vía desierta. Una multitud de peatones aparece ante mis ojos. Estoy a punto de gritar de rabia, pero me obligo a calmarme. Seguramente, acaba de salir del hospital.

«¡Mira! ¡Mira con atención!».

Me subo a un arcén de cemento y busco con la mirada alrededor de mí.

¡Un sacerdote, diantre! ¡No es tan difícil de reconocer!

De repente, veo a un hombre que espera en un semáforo, a unos quince metros a mi derecha. ¡Un sacerdote, es un sacerdote, lleva alzacuellos, es él!

Pero no es muy alto, tiene una mata de pelo blanca y parece haber superado los setenta años.

¡No es él! No es el sacerdote del sueño… No sé si debo sentirme defraudado o aliviado. Una mezcla de ambos sentimientos, tal vez…

Pero ¡es un sacerdote en cualquier caso, un sacerdote que quería ver a Roy! ¡Hay alguna relación, es evidente!

Salto a la acera. El semáforo cambia a verde y los peatones empiezan a cruzar. Corro hacia la intersección, pero choco de frente con un niño pequeño, que se echa a llorar.

—¡Fíjese por donde va! —me increpa la madre.

Balbuceo una disculpa. Cuando llego al cruce, sin aliento, el semáforo se ha puesto rojo y los coches pasan delante de mí a toda velocidad. Me pongo de puntillas y miro a lo lejos. Al otro lado de la calle, veo al sacerdote, que se aleja. Entonces grito:

—¡Padre!

Algunas personas se vuelven hacia mí. ¡Lo siento por el espectáculo que estoy dando!

—¡Padre! ¡Eh, padre!

Parezco ridículo vociferando de ese modo, pero por fin el anciano me oye y se da la vuelta, intrigado. Hago amplios gestos con los brazos; debo de parecer muy grotesco.

—¡Aquí! ¡Aquí, padre!

Me ve. Entorna los ojos, indeciso.

—¡Soy el médico de Roy! ¡El médico de Roy!

Pero hay demasiado ruido: la gente, los coches… El sacerdote se lleva la mano a la oreja mientras hace una mueca. Pero ¿a qué espera este maldito semáforo para ponerse verde?

—¡Médico! —grito apuntando con el dedo al hospital—. ¡El médico de Thomas Roy!

Mi falta de discreción es inexcusable, pero me da igual. Olvido que estoy en plena calle, que docenas de personas pueden oírme.

La mano del sacerdote se separa de la oreja y me señala con el dedo. Su mirada es inquisitiva. Lo ha comprendido. Le sonrío y le indico por señas que voy a cruzar dentro de un segundo.

Entonces el sacerdote tiene una reacción que me deja estupefacto: me da la espalda y se aleja rápidamente.

¡Huye de mí! Me pongo a gritar:

—Pero…, pero…, pero ¿qué hace? Padre, ¿qué…?

Lo pierdo de vista. Me precipito hacia la calzada para cruzar, pero un claxon ensordecedor me revienta el tímpano mientras un coche está a punto de atropellarme. Subo a la acera y fulmino el semáforo con la mirada. Me desespero hasta que por fin se decide a cambiar de color.

Me lanzo a cruzar la calle y, una vez en la acera opuesta, me vuelvo a poner de puntillas. ¿Dónde está? ¡Es un anciano, no puede andar muy rápido!

Lo veo más adelante, en un mar de peatones. Es evidente que huye, pero no va muy deprisa. Corro abriéndome paso sin mucha dificultad entre la gente. Me detengo y me alzo de nuevo. A unos quince metros, el sacerdote toma una callejuela transversal.

De nuevo, echo a correr. Resoplo ruidosamente, mientras farfullo disculpas a la gente que empujo. De pronto, me acuerdo del dolor del pecho del otro día. Si no tengo cuidado…

Pero ¡no es momento de ser prudente ni de aminorar la marcha! Si se me escapa, nunca me lo perdonaré…, y Jeanne, tampoco. Además, el simple hecho de que quiera huir de mí demuestra que estoy a punto de dar con algo.

Después de un rato que me parece demasiado largo, llego a la esquina de la callejuela. Sin aliento, cubierto de sudor, las manos apoyadas en los muslos, exploro la calle con la vista turbia. Sólo hay algunos peatones y localizo rápidamente a mi fugitivo. Está muy cerca. Se da la vuelta y me ve. Intenta acelerar el paso, pero es inútil. Lo tengo a mi alcance.

Me lanzo a correr de nuevo con el vientre acalambrado. En el pecho, el dolor se intensifica. En mi cabeza, suena una voz alarmada.

«¡Detente! ¡Detente ahora mismo! ¡Si no, tu vieja cafetera va a explotar!».

Pero el sacerdote está muy cerca y cada vez me aproximo más a él… No puedo detenerme, sólo unos segundos más, unas zancadas y…

El dolor resulta fulgurante. A mi pesar, empiezo a aminorar la marcha y me llevo la mano al corazón.

«¡De acuerdo, me detengo! ¡Lo comprendo, me paro!».

Me quedo inmóvil, pero el dolor aumenta cada vez más. Inclinado hacia delante, jadeo presa del pánico. Dios mío, ¡tiene que acabar! Ya no corro, estoy parado, ¿por qué no se acaba? ¿Por qué se sigue hinchando?

Un hacha me parte la caja torácica. El impacto es tan fuerte que suelto un gemido de dolor. Mis rodillas chocan contra el suelo. Veo un destello de luz cegadora. Cierro los ojos y aprieto los dientes.

«¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!».

Abro los ojos. Todo está deformado, pero distingo el cielo azul. Sin darme cuenta, me he tendido sobre la acera. El dolor es tan intenso que no puedo moverme. Tengo la mano crispada sobre el pecho y me falta el aire. Los oídos me zumban y quisiera gritar, pero sólo consigo emitir algunos jadeos patéticos.

«Dios mío, ¡me voy a morir! Me voy a morir de un ataque cardiaco, tirado en la acera, cuando corría detrás de un sacerdote. ¡Es demasiado grotesco! Me voy a morir con la duda; es terrible, espantoso…».

De repente, en mi campo de visión deformado por el dolor, entra el sacerdote. Se acerca despacio y, desde arriba, me mira dubitativo. Así parece muy alto, como una torre. Tiendo una mano hacia él. Quiero decirle algo, pero el sufrimiento aumenta un grado. Mi mano cae y me muerdo los labios, mientras las lágrimas me corren por las mejillas.

Mi visión se nubla cada vez más, sin embargo, aún puedo ver al sacerdote. Se inclina hacia mí. Está sofocado y tiene la cara cubierta de sudor, pero me mira intensamente con sus ojos azules. Comprendo que me va a hablar. Su voz llega a mis oídos distorsionada y lenta, como un viejo disco de vinilo que no gira a la velocidad correcta.

—Nunca lo deje salir…

Estas palabras hacen que me olvide por un segundo de mi sufrimiento. Abro la boca para responder, para pedirle que me lo explique, que me lo explique todo…, pero la larga aguja de metal se clava una vez más en mi corazón y un desgarrador gemido consigue por fin cruzar mis labios.

Mi cabeza cae sobre la acera y mi visión se enturbia aún más. Distingo vagamente a otros peatones que se acercan y me rodean, preocupados. Unas voces etéreas estallan por todas partes…

—Señor, ¿se encuentra bien?

—El corazón, seguramente es un ataque cardiaco…

—Hay una cabina telefónica en la esquina…

—Llame al novecientos once…

Todo se oscurece, excepto las siluetas, que permanecen de color blanco, como en un negativo fotográfico… El sacerdote me mira aún unos segundos con sus ojos azules, tan vivos en medio de un rostro donde se aprecian los estragos de la vejez… Luego se aleja sin decir una palabra… Le grito mentalmente:

«¡No se vaya! ¡Se lo ruego, no se vaya! ¡No me deje en el umbral! ¡Debe decirme más! ¡Debe decirme qué puerta he de elegir! ¡Qué puerta tengo que…».

Las siluetas se vuelven brumas tenebrosas. El dolor lo cubre todo. Cierro los ojos y naufrago al fin.

En el hospital, cuando me despierto en una cama blanca, en mitad de una habitación blanca, un médico vestido de blanco me explica que he sufrido una angina de pecho. Me mantendrán veinticuatro horas en observación. Al parecer, he tenido suerte después de todo. La próxima vez, podría ser un infarto.

Me preguntan si quiero avisar a alguien y digo que no. Es inútil alarmar a Hélène, que se encuentra en casa de su hermana. Ya está bastante preocupada, y como voy a salir mañana de aquí…

Veinticuatro horas de mortal aburrimiento, durante las cuales sólo llego a una triste conclusión: estoy viejo. Tan simple como eso. A partir de ahora, formo parte de la gran familia de personas de corazón frágil y un médico me vigilará con regularidad… Buena noticia para Hélène cuando vuelva…

Pienso en el sacerdote que se me ha escapado… Me daría de cabezazos contra la pared… Varias veces he sentido deseos de llamar a Jeanne. Pero no tan pronto. Mañana, cuando esté en mi casa. Si la llamo desde el hospital, se preocupará y vendrá a verme de inmediato.

Al día siguiente, a media tarde, recibo una reprimenda del médico: que trato mi cuerpo como una bolsa de basura, que debo cambiar mi alimentación, hacer un poco de deporte, pasar un reconocimiento completo todos los meses, etc. Escucho como un alumno al que le echan una regañina. Sí, doctor. Bien, doctor. Prometido, doctor. Por fin me deja marchar con los bolsillos llenos de frascos de nitro.

En casa, escucho los mensajes del contestador automático: Charles Monette ha llamado. No parece de muy buen humor y exige que le devuelva la llamada. Dudo. Debería hablar con Jeanne, pero estoy seguro de que nos pondremos en contacto con él…

Sentado en el salón, me dispongo a encender un cigarrillo, pero renuncio. No sería muy inteligente después de lo que me acaba de pasar. Más vale esperar unos días… Lo ideal sería dejar de fumar, pero no me siento capaz…

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