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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (32 page)

BOOK: El umbral
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Dejo de sonreír. Ella se da cuenta de que lo que hacemos aquí Jeanne y yo no es un procedimiento «habitual» en psiquiatría.

—Es más que eso, sí…

Ella nos observa un rato; luego, recuperada de la sorpresa, nos corrige:

—El relato sobre el accidente del sacerdote no es su primera publicación, es la segunda. El primer relato que publicó salió en el…

—Volvamos al asunto del sacerdote, señora Roy, si le parece bien —la interrumpe Jeanne lo más educadamente posible.

La hermana de Roy le lanza una mirada sombría y le dice en un tono seco:

—Su primer relato está directamente relacionado con la historia del sacerdote… ¿Quiere saber lo que ocurrió, sí o no?

Jeanne se disculpa, confusa; la señora Roy continúa:

—Su primer relato apareció publicado durante el verano de 1973 en un semanario regional. No era un periódico importante, sólo se distribuía en los cuatro o cinco pueblos de la zona. Como les he dicho, yo no leía lo que escribía Tom, pero la mayoría de los habitantes de Lac-Prévost leyeron el relato de mi hermano en el periódico. Todo el mundo a mi alrededor hablaba tanto de ello que acabé por conocerlo como si lo hubiera leído. Trataba de una secta maléfica que se reunía a escondidas en una iglesia. Todo acababa en una matanza. ¿Ven el género? En cualquier caso, parecía que a todo el mundo le había gustado. Mi hermano se convirtió en el escritor del pueblo. Algunos decían que llegaría a ser un escritor muy conocido…

La mujer pone un rictus de amargura.

—En eso, no se equivocaron…

—¿Y qué pensaba usted de este éxito local?

—Cuando la gente me contaba el relato de mi hermano, me quedaba impresionada. Una vez, hablé con él. Le pregunté de dónde sacaba esas ideas tan repugnantes. Me dijo que había soñado con la secta del relato.

—¿Soñado?

—Sí… Me dijo que había tenido un sueño en el que un sacerdote dirigía una secta en una iglesia y obligaba a la gente a hacer cosas espantosas… Me comentó que ese sueño lo había marcado de tal manera que había escrito un relato sobre él…

Ya no es que se me ponga la carne de gallina, sino que siento un auténtico escalofrío, muy violento, que me recorre el cuerpo de arriba abajo. Le lanzo a Jeanne una mirada furtiva y veo que ella piensa lo mismo que yo: todo empezó entonces.

—No le di importancia —continúa la señora Roy—. No es la primera vez que la gente escribe sobre sus sueños. Pero, unos meses después, en diciembre, pasó algo…

Se para y toma un trago de vino. Duda; luego, resignada, prosigue:

—Me acuerdo perfectamente. Estaba a punto de terminar la carrera de matemáticas y me decía que, seis meses más tarde, Thomas cumpliría dieciocho años. Entonces podría vender la casa y marcharme a dar clases a Montreal, sola… Serían sobre las cuatro de la tarde. Yo estaba viendo la tele y él se encontraba en su habitación, escribiendo (se pasaba todo el tiempo escribiendo). Llamaron a la puerta. Era un sacerdote. Un sacerdote que yo no conocía, que seguramente no era del pueblo.

Mi corazón empieza a latir a toda velocidad.

—¿Cómo era?

La mujer suspira.

—Hace mucho tiempo, no sé muy bien…

—¿Calvo? —pregunta Jeanne.

—¿Calvo? No, me parece que no… Me acordaría de un sacerdote calvo… No, tenía pelo y debía de rondar los sesenta años…

—¿Y fue el que murió en el accidente de circulación?

—Sí.

Muevo la cabeza, desconcertado. Con el que vino al hospital el sábado, ¡son tres sacerdotes! Siento un ligero vértigo.

—Continúe —propone Jeanne.

—Me dijo que se llamaba el padre no se qué y que venía de Mont-Mathieu, un pueblo muy cerca del nuestro… Quería ver a Thomas.

—¿Cómo era? Me refiero a su actitud.

—Un poco agresivo, me acuerdo. Recuerdo sobre todo que tenía en la mano un ejemplar del periódico local, el número que contenía el relato de Tom. Entonces lo comprendí: el relato trataba de un sacerdote que dirigía una secta satánica en una iglesia… Este cura de Mont-Mathieu lo habría leído por casualidad… Los curas de pueblo no son muy abiertos de mente, ya lo saben… Aún piensan que la religión es intocable… ¡Y en 1973 se lo pueden imaginar!

La mujer observa el vaso de vino con una sonrisa desprovista de alegría.

—Confieso que la idea de ver a mi hermano recibir un sermón de un cura me parecía bastante divertida… Llamé a Tom. Cuando vio al sacerdote con el periódico en la mano, creo que él también lo comprendió.

Una corta pausa durante la cual ella mira a lo lejos; luego pregunta irritada:

—¿Es realmente necesario que…?

—Por favor, señora Roy —insiste suavemente Jeanne mientras se enjuga la frente.

La mujer parece que es la única que no se siente afectada por el calor.

—El sacerdote lo miró un buen rato sin decir nada, como si mi hermano lo… lo trastornara un poco. Aunque se repuso y al final le preguntó si podía hablar con él a solas. Mantenía un tono agresivo. Era extraño… Parecía un poco fanático, ¿saben?… Tom tenía cara de desgana. Seguramente, no le apetecía nada oír las reprimendas de un viejo cura. Sin embargo, se mostró educado y le dijo que le acompañara a su cuarto. Yo me quedé decepcionada… Entonces me coloqué junto a la puerta de mi hermano y conseguí oír la conversación.

La mujer toma un trago y continúa en voz más baja:

—No me acuerdo de todo, pero…, en resumen, el sacerdote le preguntó cómo se le había ocurrido escribir esa historia… Thomas, sin inmutarse, le contestó que la había soñado… Aunque el sacerdote se mostraba un poco agresivo, no lo regañaba en realidad… Sólo hacía preguntas muy concretas… Cuestiones extrañas… Preguntaba cómo era el sacerdote maléfico en el sueño… Thomas lo describía… Preguntaba también si sabía quién era y si había soñado antes con él… Thomas dijo que no, pero que desde hacía un par de noches tenía el mismo sueño… Esta vez el sacerdote maléfico le hablaba, aunque mi hermano no se acordaba muy bien de sus palabras… Tom respondía a todo, pero la situación le resultaba curiosa, se le notaba en la voz. Se estaría preguntando a dónde quería llegar el cura…

»De repente, el sacerdote le dijo a mi hermano que no debía seguir escribiendo. Nunca más. Se lo dijo con vehemencia, de forma un poco trágica, casi amenazadora. Entonces, Tom pareció perder la paciencia. Dijo que sentía mucho haberlo ofendido con su historia, pero que haría lo que le diera la gana y que, además, tenía otra idea sobre un cura y que él no iba a decirle sobre lo que debía escribir… La conversación subió de tono y empezó una discusión. Todo me parecía muy divertido… Al final, el sacerdote salió, rojo como un tomate, con ojos como de loco. En ese momento, me asustó… Ni siquiera me miró y salió de la casa. De repente, todo aquello no me pareció tan divertido. Por la ventana, vi que montaba en su coche y se marchaba. Seguramente, volvía a Mont-Mathieu.

Su mirada se desliza hacia la ventana panorámica del bar.

—Tom salió de la habitación. Yo me hice la tonta y le pregunté qué había pasado. Parecía pensativo. Me dijo que no era importante. Entonces oímos el ruido del accidente. Un
¡bang
! espantoso. Tom y yo fuimos a la ventana. Delante de nuestra casa, se extendía una carretera larga y plana. Como no había muchas casas, se podía ver a lo lejos. A unos trescientos metros, en la carretera, el coche del cura se había estrellado contra un árbol.

Por supuesto, lo había adivinado. Pero, de todas maneras, experimento una dolorosa impresión. Como si hubiera esperado estúpidamente que el artículo del periódico se hubiera equivocado.

—Tom y yo nos pusimos las botas y los abrigos, y salimos afuera. Corrimos hasta el coche. Los vecinos más próximos acudieron también. Vimos al cura…

La hermana de Roy nos mira a los ojos, ahora casi desafiante, como si se prohibiera expresar cualquier emoción.

—El cuerpo había salido disparado por el parabrisas. La cara se había empotrado en el árbol y estaba completamente desfigurada.

Se calla, midiendo el efecto de sus palabras. Creo que, a mi pesar, una mueca se ha dibujado en mi rostro. De repente, ya no tengo calor.

—Volví la cabeza, asqueada y horrorizada. Luego miré a Thomas. Estaba petrificado. Contemplaba la escena asustado y… fascinado al mismo tiempo. Estaba convencida de que algo se le pasaba por la mente. No sabía el qué, pero… me daba miedo.

La mujer toma otro trago. Yo escucho sin atreverme a mover ni el dedo meñique, con la sensación de tener hormigas en las piernas. Tampoco me atrevo a echar una mirada a Jeanne.

—Lo cogí del brazo y volvimos a casa. Mientras caminábamos, él volvía la cabeza sin cesar hacia el accidente… La policía dijo que el cura debió de perder el control del vehículo a causa de la nieve. Sin embargo, no había tanta como para eso…

Ella acaba el vino de un trago. Sus ojos se posan en el vaso vacío.

—Tom y yo nunca volvimos a hablar de ello… Pero, unos meses después, publicó por primera vez un relato en una revista importante… No lo leí, aunque, de nuevo, me lo contaron… Era la historia de un cura que muere en un accidente…

La mujer nos mira de nuevo. Jeanne y yo no respiramos. Una especie de feroz satisfacción cruza la dura mirada de la señora Roy.

—Hasta entonces, me había limitado a no querer a mi hermano. Pero, a partir de ese momento, me dio miedo. En el mes de junio, unos días después del cumpleaños de Tom, cuando el CÉGEP
[1]
de Saint-Hyacinthe me llamó para ofrecerme un puesto, me vine aquí enseguida. Le dije a Thomas que no le daría mi dirección y que tampoco quería la suya. No pareció sorprendido. No hemos vuelto a hablar desde entonces.

La mujer baja la cabeza y contempla de nuevo el vaso vacío. Miro tontamente mi bloc de notas. No he escrito nada, ni una palabra. Lo guardo en el bolsillo.

Jeanne parece tan perdida como yo.

La hermana de Roy levanta la cabeza. Una sonrisa cínica y triste estira sus labios.

—Confiesen que no esperaban tanto.

No respondemos. Siento de nuevo el calor del bar que me pega la camisa a la piel. La sonrisa de la señora Roy desaparece y su rostro se vuelve de piedra. Se levanta. Desde esta posición, su frialdad y su ausencia de emoción nos aplastan literalmente.

—No sé lo que le ocurre a Thomas…, pero sé que empezó hace mucho tiempo… Y no estoy segura de que ustedes puedan ayudarle… Ni nadie, además…

Rodea la mesa y nos dice con una voz perfectamente neutra:

—Si me vuelven a llamar, les juro que les colgaré.

Yo querría decir algo, pero no sale nada de mis labios. Absolutamente nada.

Y Claudette Roy se aleja sin despedirse siquiera.

Me vuelvo hacia Jeanne.

Ella me mira, inmóvil. Y su silencio llena mi cabeza.

En la autopista, mientras circulamos hacia Montreal, Jeanne y yo permanecemos un buen rato sin decir nada. Demasiadas ideas se arremolinan en nuestras cabezas. Hasta que no llegamos a Beloeil no me decido:

—¿Qué piensas de todo esto?

Es un poco cobarde, como si no me atreviera a ser el primero en dar mi opinión. Detrás del volante, Jeanne se encoge de hombros:

—Roy empezó a soñar con ese sacerdote muy joven, como pensábamos…

—Un sacerdote que dirige una secta maléfica… Me pregunto si ya existía…

—Posiblemente. El viejo sacerdote que fue a visitar a Roy habría reconocido a alguien al leer la historia…

Suspiro.

—¿Y el accidente de automóvil que tuvo lugar justo al salir de casa de Roy?

Jeanne mueve despacio la cabeza, con aire grave, pero no responde.

Un nuevo silencio.

—Lee el artículo que habla del accidente, en el cuaderno de Roy —propone ella de pronto—. Tal vez encontremos algún detalle interesante…

Me pongo las gafas, abro el cuaderno y leo el artículo de 1973. El sacerdote se llamaba Roland Boudrault, tenía sesenta y dos años y, efectivamente, era párroco de Mont-Mathieu, justo al lado de Lac-Prévost.

—Esto no nos dice nada más, sólo el nombre.

—Ya es mucho. Hay que encontrar información sobre este padre Boudrault, ¿estás de acuerdo?

—Sería una buena idea, pero no veo cómo…

—¿No lo ves?

La verdad es que lo veo muy claro. Con voz apagada, digo:

—Me ha llamado este fin de semana, pero no he hablado con él…

—¿Le devolvemos la llamada?

No respondo. Jeanne tiene razón. Monette es el único que puede encontrar este tipo de información. Además, ha descubierto demasiadas cosas para que lo tengamos al margen.

—A menos que nos dirijamos a la policía —propone mi compañera.

—¡Vamos, Jeanne! ¡Eso no es serio! ¿Podemos acusar a Roy de algo? ¿Qué quieres que digamos? ¿Que pensamos que ocurren fenómenos inexplicables con uno de nuestros pacientes?

Me froto las manos nervioso.

—¿Puedo fumar?

—Si abres la ventana, sí…

Saco un cigarrillo. Lo siento por el corazón, pero no puedo más. Después de una primera y larga calada, digo:

—No, Monette es… es mejor.

Noto a Jeanne satisfecha.

—¿Quieres que me encargue?

Le agradezco la propuesta. Ya es bastante duro para mí admitir que lo necesitamos.

—Por favor, sí…

Tomamos la salida que conduce a la autopista 132. Al otro lado del río, la torre iluminada del estadio olímpico parece un hacha de guerra clavada en la tierra. Jeanne reflexiona en voz alta:

—El sacerdote que vino el sábado al hospital… El que perseguiste… ¿Crees que conocía al padre Boudrault?

—Ya lo he pensado… Es posible…

Medito un segundo y luego añado:

—Creo que los tres se conocían: el padre Boudrault, el sacerdote que vino al hospital el sábado y el cura calvo del sueño de Roy…

—¿Cada vez tienes más claro que ese cura calvo existe?

—Sí… Sí, eso creo.

Reflexiono un instante y añado:

—El sacerdote que vino al hospital el sábado… Quizá también es de Mont-Mathieu… En la hipótesis de que conociera al padre Roland Boudrault, es muy probable que los dos procedan del mismo pueblo…

—Pero después de todo este tiempo, ¿seguirá allí?

—No lo sé, aunque con ocasión del simposio en Quebec, durante el fin de semana puedo darme una vuelta por Mont-Mathieu. Me parece que está muy cerca…

—¿Esperas encontrar al cura que se te escapó el sábado?

—Nunca se sabe… En cualquier caso, no tengo nada que perder…

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