El umbral (26 page)

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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

BOOK: El umbral
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Otro chasquido. Esta vez, la cinta acaba de verdad.

No me levanto para pulsar el
stop
. Estoy demasiado aturdido. Una voz burlona resuena en mi cabeza:

«Entonces, Paul, ¿qué explicación encontrarás esta vez?».

Con rabia, me doy un puñetazo en la rodilla y me hago daño. Me cubro la cara con las dos manos y suelto un largo quejido.

«¡Los ojos no! ¡Estoy dispuesto a sufrir, pero los ojos no! ¡No me dijo que sería tan horrible!».

¿A quién hablaba Roy cuando decía esto? ¿Al sacerdote?

¿Y qué fue a hacer en ese callejón? Inspirarse para un libro, no, porque en ninguna de sus novelas aparece una escena sobre dos jóvenes que se apuñalan… ¿Entonces?

«¡Estoy dispuesto a sufrir, pero los ojos no!».

De repente, me levanto de un salto y me dirijo al teléfono, sorprendido por mi propia reacción. Pero ¿qué tengo intención de hacer? Cojo la guía telefónica y me doy cuenta de que busco la dirección de la revista
Vie de Stars
. Apunto las señas y mis pies me conducen al exterior de la casa. Me monto en el coche y arranco a toda velocidad.

«¡Vaya! Parece que voy a ver a Charles Monette», me digo, totalmente estupefacto por esta decisión.

¿Y cuáles son mis intenciones cuando tenga a Monette delante de mí? ¿Preguntarle si es cierto? Sí, por supuesto, pero hay algo más, también… Algo que de momento se niega a aflorar en mi conciencia…

Veinte minutos más tarde, irrumpo en la redacción del
Vie de Stars
y pregunto dónde se encuentra el despacho de Monette. Cruzo una sala bastante tranquila y aparece ante mí el despacho en cuestión, con el periodista en plena conversación telefónica.

—¿Está contento, Monette? —digo plantándome delante de él—. ¡Ha conseguido atraerme hasta su guarida!

Él esperaba atraerme, sí, pero nunca tan deprisa; lo comprendo al ver su expresión atónita. Balbucea una disculpa por teléfono y cuelga. Rápidamente, su aire victorioso y de superioridad sale a la superficie.

—Doctor Lacasse, ¿qué lo trae por aquí?

—Lo sabe muy bien…

Miro alrededor: los otros periodistas que trabajan sin prestarme apenas atención, el timbre de los teléfonos, los fotógrafos que salen y entran corriendo… No puedo creer que haya venido hasta aquí.

De hecho, ¿por qué he venido?

No tan rápido… Dentro de un minuto, lo sabré, no antes…

Una sonrisa llena de suficiencia surca la barba recortada de Monette.

—¿Le ha impresionado?

Lo miro de arriba abajo despacio. Vacilo porque sé lo que voy a responder. Y eso me desconcierta.

—Sí —digo sosteniendo la mirada del periodista—. Sí, me ha impresionado.

Asiente de forma imperceptible, embriagado literalmente por su victoria.

—¿Me jura que esta entrevista es real? ¿Que no es un montaje?

Lo pregunto sólo por mantener las formas. Monette deja de sonreír.

—Se lo juro.

Estoy seguro de que dice la verdad. Cierro los ojos y suspiro en silencio.

—Jodidamente extraño, ¿eh? Confiéselo, doctor…

El periodista ha recuperado su sonrisa excitada. Una vez más, me digo que no tiene ni idea de la gravedad de una historia como ésta. Si fuera consciente de lo que implican sus descubrimientos, si supiera todo lo que Jeanne y yo sabemos, no podría sonreír así.

No, no podría.

Incluso yo mismo, en el fondo, ¿no he querido creer que no había nada excepcional en el caso Roy? Señor, sí… Me he empeñado en creerlo hasta esta tarde… Pero ahora…

«¿Ahora, qué, Paul?».

Muevo la cabeza como si ahuyentara un insecto de mi nariz.

—Pero usted no ha venido aquí para decirme que está impactado por la entrevista, imagino —continúa el periodista—. Usted ha venido para pedirme algo.

—Tiene razón. He venido para pedirle…

¿Qué me dispongo a decir? Todavía no lo sé. Durante un segundo, tengo la desagradable sensación de que voy a dejar la frase así, inacabada, cuando me oigo articular:

—… que me ayude a consultar unos archivos.

Ya está. Desde que he salido de casa, éste era mi objetivo. Pero acabo de confesármelo ahora.

—¿Unos archivos? ¿Del
Vie de Stars
?

—No, de un diario que cubra la actualidad, como
Le Journal de Montréal
o
La Presse
.

Monette me echa una mirada perspicaz. Sufro. Por su victoria, por rebajarme a pedirle un favor, por dejarme embaucar así, como Jeanne.

Pero tengo que comprobarlo hasta el final.

—He pensado que podría colarme en uno de esos dos periódicos…

Monette se lleva las manos a la nuca. Su sonrisa es más repugnante que nunca.

—¿Empieza a interesarse por mis «delirios», doctor? ¿Va a realizar su propia investigación?

—Tengo que comprobar una cosa.

—¿Cuál?

Me muerdo los labios sin responder.

—¿Se acuerda de lo que digo al final de la cinta, doctor? Ya no le ayudaré de forma gratuita. Usted también debe colaborar un poco…

—Creía que teníamos un acuerdo al respecto…

—Ese acuerdo ya no sirve.

Monette lo ha dicho tranquilo, nada nervioso. Nos desafiamos con la mirada unos instantes y continúa:

—Le propongo lo siguiente: le llevo al
Journal de Montréal
, le acompaño hasta los archivos y me quedo con usted mientras hace su investigación. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

La rapidez con la que acepto me sorprende. Pero quiero saber. Quiero descartar cualquier duda…

El periodista resplandece de satisfacción.

—Perfecto. ¿Cuándo quiere ir al
Journal de Montréal
?

—Hoy. Ahora mismo, si es posible.

Monette hace un gesto impresionado y burlón a la vez.

—Está usted decidido de verdad…

Me rechinan los dientes, pero no digo nada.

—Tiene razón —añade el periodista—. Siento mucha curiosidad por saber lo que busca… ¿Qué es exactamente?

—Lo sabrá cuando lleguemos.

Mira su reloj.

—Casi las cuatro… Bien, vámonos…

Cogemos cada uno nuestro coche y nos encontramos en el
Journal de Montréal
. En la sala de redacción, espero apartado mientras Monette, a unos metros de mí, habla con alguien que parece ser el redactor jefe. Monette me señala con el dedo, el otro me mira y parece de acuerdo. Bajo la cabeza, vagamente humillado. Yo, que siempre he detestado el sensacionalismo, hoy me he tirado al barro: ¡
Vie de Stars
y
Le Journal de Montréal
en el mismo día!

Monette regresa sonriendo.

—No hay problema. La sala de archivos informáticos es nuestra.

—¿Informáticos?

—Estamos a punto de entrar en el siglo veintiuno, doctor Lacasse, ¿recuerda? Ya no se guardan los viejos periódicos. Todos están grabados en CD-ROM. Es más práctico y ocupa menos espacio. Venga.

Nos hallamos en un local reducido. Hay una mesa, un ordenador y una pequeña estantería llena de CD.

Monette se sitúa delante de la estantería y me pregunta:

—Entonces, ¿qué buscamos?

Esto tampoco lo sabía conscientemente hasta que he llegado aquí. Pero ahora lo sé.

—Quiero consultar artículos relacionados con la mujer que ahogó a sus dos hijos hace unos años…

Monette entorna los ojos.

—¿El artículo que se encontraba en el cuaderno de Roy? ¿El que le inspiró el libro
Noche secreta
?

—Exactamente.

El periodista me dirige una mirada intensa.

—¿Por qué le interesa este asunto?

No respondo. Pienso en lo que me comentó Michaud por teléfono…

Soy ridículo. Totalmente ridículo. Pero la duda me acecha. Y debo ahuyentarla. Ahora mismo.

—Monette, tal vez me equivoque por completo y, con franqueza, eso espero. Si encuentro algo, usted estará a mi lado para descubrirlo también. Pero si no hay nada, el silencio atenuará ligeramente mi vergüenza. ¿Puede al menos concederme ese privilegio?

Una sonrisa ilumina la barba de Monette. Esa sonrisa, esa maldita sonrisa…

—Por supuesto.

Se vuelve hacia la estantería llena de CD.

—¿De qué fecha es el artículo?

Reflexiono.

—De mayo de 1988. Pero no me acuerdo del día exacto. De todas maneras, no busco necesariamente ese artículo, puesto que ya lo he leído en el cuaderno de Roy. Me gustaría saber si se publicaron otros artículos sobre este asunto en el periódico. ¿Es posible?

—Desde luego.

Monette elige un CD que lleva la inscripción «1988—1989», lo inserta en el ordenador y se pone a teclear. No entiendo absolutamente nada de lo que hace, pero acaba por encontrar el artículo.

—«Una mujer ahoga a sus dos bebés», del treinta de mayo de 1988 —me anuncia—. Debe de ser esto…

—Sí, en efecto… ¿Hay otros artículos posteriores que traten de este asunto?

Sus dedos corren de nuevo por las teclas. Un minuto después, me comunica con orgullo:

—Aquí están, mire…

Busco las gafas, sin encontrarlas. Las he debido de olvidar en mi casa, he salido demasiado deprisa… Me acerco a la pantalla y entorno los ojos para poder ver bien. Los títulos de cuatro artículos brillan en ella; consigo leerlos con dificultad:

«Una mujer ahoga a sus dos bebés» (30 de mayo de 1988).

«Comienza el juicio de Judith Loiselle» (14 de octubre de 1988).

«La declaración de Judith Loiselle» (27 de octubre de 1988).

«Judith Loiselle: cadena perpetua» (6 de noviembre de 1988).

—Perfecto —digo con estúpida admiración.

—¿Qué artículo desea consultar?

Leo los títulos y reflexiono. ¿Qué busco exactamente?

—Vaya al tercero, «La declaración de Judith Loiselle».

Se oye el ligero ronroneo del ordenador y aparece en la pantalla una reproducción del artículo del
Journal de Montréal
del 27 de octubre de 1988. Hay tres crónicas en la página. Nos interesa la más larga.

Monette me mira.

—¿Qué espera encontrar, doctor?

Examino un buen rato la pantalla. Una angustia sorda me atenaza el estómago.

—Nada. Espero no encontrar nada.

Intento leer sin gafas, pero es demasiado arduo.

—Por favor, ¿me lee el artículo en voz alta?

—Desde luego…

Monette se acaricia la barba y exhibe una sonrisa condescendiente; luego inicia la lectura:

—«Ayer por la tarde Judith Loiselle, la mujer tristemente célebre por estar acusada de haber asesinado a sus hijos, prestó declaración ante el jurado. Desde el primer día del juicio, el abogado había solicitado la absolución por enajenación mental. Ayer la señora Loiselle dio por primera vez su versión de los hechos. Su declaración causó escalofríos en la mayoría de las personas presentes en la sala. La acusada admitió haber ahogado a sus dos hijos gemelos de ocho meses de edad en la piscina por propia voluntad. Ella explicó que los mantuvo sencillamente bajo el agua durante unos dos minutos, lo que, tratándose de unos niños tan pequeños, es más que suficiente para provocarles la muerte. La señora Loiselle afirmó que siempre quiso a sus dos hijos, pero que aquella noche, a las nueve, supo que debía hacerlo. Cuando la defensa le preguntó la razón, la señora Loiselle confesó que no lo sabía, pero que era más fuerte que ella».

Mis manos están húmedas. Monette prosigue:

—«La defensa preguntó a continuación lo que ella pensaba mientras mantenía a sus hijos bajo el agua. La señora Loiselle respondió que no pensaba en nada concreto, excepto que tenía la sensación de que alguien cerca de ella la observaba. Alguien que, según la acusada, se habría escondido en el seto que rodea la parcela. La señora Loiselle no pudo ver a nadie, pero insistió en que había alguien cerca de ella que la observaba mientras ahogaba a sus hijos».

Monette interrumpe la lectura, entorna los ojos y pregunta:

—¿Lo ha oído?

Me mira. Yo observo la pantalla, petrificado. Un frío terrible entumece mis miembros. De pronto, pego la cara al monitor y entorno los ojos. Quiero leerlo por mí mismo. Busco la última frase. La descifro con dificultad.

Una vez, dos veces. Diez veces.

No cambia. Todas las palabras están ahí, inquebrantables, inalterables. No se borran. Permanecen intactas y me desafían.

Retiro la cabeza despacio. Algo se desmorona en mi interior. En silencio.

Monette continúa leyendo. Su voz me llega como si yo estuviera bajo el agua.

—«Con esta declaración, la defensa espera demostrar la inestabilidad mental de su clienta. El juicio debería terminar en los próximos días».

El periodista guarda silencio y se queda un rato contemplando la pantalla. Luego suelta un largo suspiro. Al final, se vuelve hacia mí.

—Es evidente que no la creyeron. No creyeron que alguien la observaba, escondido… Pero nosotros, doctor… Con todo lo que sabemos, con todo lo que hemos descubierto en estas tres semanas…

Lo miro. La sensación de estar bajo el agua persiste. Veo a Monette borroso, pero distingo con claridad su sonrisa de carnívoro. Él prosigue:

—… Lo sabemos, ¿eh? Sabemos que él estaba allí, escondido en el seto…, mirando…

Mantengo la mirada clavada en él, incapaz de reaccionar de ningún modo.

—¿Se imagina lo que esto quiere decir, doctor? ¿Se lo imagina? ¡Yo tenía razón en todo! ¡Roy estaba siempre allí, en cada una de las tragedias!

El agua donde me encuentro se enturbia, se vuelve glauca. Tengo que salir; si no, me ahogaré; si no…

Una luz atraviesa la ola oscura y me alcanza en los ojos. Exclamo:

—¡Léame el último artículo! ¡El del veredicto! ¡Léame!

Monette, sorprendido por esta prisa repentina, aporrea el teclado y, unos instantes más tarde, aparece otra página del periódico, la edición del 6 de noviembre. Él empieza a leer en voz alta:

—«El jurado no ha apreciado enajenación mental en Judith Loisselle y la ha declarado culpable. El juez ha condenado a la acusada a cadena perpetua. La señora Loisselle cumplirá la pena en la cárcel para mujeres Charlemont de Laval, donde ella…».

En cuanto Monette dice estas últimas palabras, me levanto y me dirijo a la puerta. El periodista, desconcertado, me lanza:

—¡Eh, doctor! ¿Adónde va?

Pero no le doy ninguna importancia. Cruzo la sala de redacción a toda velocidad, corro por el pasillo y me meto en el ascensor. Mientras se cierran las puertas, tengo justo el tiempo de ver a Monette, en el extremo del pasillo, que me busca con los ojos. No me ha visto.

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