El Umbral del Poder (33 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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—Tanis siempre detestó las cotas de malla y otros atuendos guerreros —rememoró el kender a media voz, mientras examinaba a su amigo—, y sin embargo no ha podido negarse a vestir el uniforme de la hermandad solámnica. ¿Qué diría Sturm si estuviese aquí? ¡Ojalá se hallara en mi flanco, él o alguien de su inteligencia y agallas! —deseó, y una lágrima surcó su nariz antes de que acertara a enjugarla.

Cuando los caballeros se hubieron aproximado al portalón, Tanis se detuvo y volvió la cara para dar las oportunas instrucciones a las filas. El crujir de las alas reptilianas restallaba en las alturas y, al alzar el rostro en un gesto mecánico, Tasslehoff descubrió a Khirsah que, en estrecho círculo, capitaneaba una formación de Dragones Broncíneos. La ciudadela también se desplazaba hacia el muro a un ritmo tan regular, tan pausado, como si se descolgase sujeta de una cuerda.

«Sturm no está junto a mí, ni Caramon, ni nadie —se desengañó el kender, que con sólo evocar a aquellos personajes ya los había visualizado—. Una vez más, Burrfoot, eres tú quien ha de organizar la ofensiva. Tienes que discurrir», se arengó, y secó las lágrimas que bañaban sus mejillas.

Por su mente cruzaron todo tipo de proyectos, cada uno más disparatado que el precedente. El primero consistía en inmovilizar al semielfo a punta de espada («Te clavaré una estocada si no levantas las manos, Tanis, hablo muy en serio»), luego estudió un ardid para golpearle en el cráneo con una roca («Despójate de tu yelmo, amigo, será sólo un instante») e incluso, insatisfecho con tales soluciones, llegó a considerar la alternativa de decir la verdad («Verás, retrocedimos en el tiempo y, cuando regresamos, cometimos un error de cálculo y nos desplazamos al futuro de tal modo que Caramon, en un arrebato, quitó este libro a Astinus poco antes del fin del mundo y así, gracias a lo que había escrito en sus páginas, en el último capítulo, averiguó que habías de morir y…»).

De repente, el objeto de sus bien intencionadas maquinaciones alzó el brazo derecho. Un resplandor argénteo capturó la atención de Tas, quien, suspirando a modo de desahogo, musitó:

—Ahora sí sé cómo solventar el conflicto. Es muy simple, haré aquello para lo que estoy más dotado.

—Sea cual fuere el desarrollo de los acontecimientos, dejadme a Soth —pidió Tanis, mirando con sombría actitud a los caballeros que se habían cuadrado a su alrededor.

—Pero, mi apreciado colega… —empezó a sermonearle Markham, deseoso de hacerle entrar en razón.

—No voy a discutir contigo —le atajó el semielfo—. Sin un talismán ninguno de vosotros tiene la más mínima posibilidad de vencer al espectro y, además, sois necesarios para combatir contra sus legiones. Jura por el Código y la Medida que no te inmiscuirás en mi terreno, o me obligarás a expulsarte del campo de batalla. ¡Jurad todos que acataréis mi voluntad! —exigió de los hombres.

Al otro lado de la puerta cerrada, una voz profunda, hueca como si brotase de una caverna, invitó a Palanthas a rendirse. Los soldados solámnicos se consultaron unos a otros con los ojos, trémulos sus cuerpos debido al miedo que les infundía aquel sonido inhumano. Se produjeron unos segundos de silencio, una letal expectación que sólo rompía el batir de las alas reptilianas mientras las desmesuradas criaturas de escamas de bronce, de plata, azules y negras describían elipses en las alturas, espiándose y al acecho de la señal de ataque. Khirsah, el Dragón de Tanis, planeaba no muy lejos de su jinete, presto a recogerle en cuanto éste se lo ordenase.

Resonó en el ambiente otra voz articulada, la de Amothus, que respondió al Caballero de la Muerte firme, inconmovible, aunque con un delator quiebro en las inflexiones del discurso.

—Transmite este mensaje a tu cabecilla: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.

—Juro por el Código y la Medida someterme a tus decisiones —cedió Markham al imperativo semielfo.

—También nosotros —le corearon los hombres que tenía a su cargo.

—Gracias —se congratuló Tanis, posando la vista en aquellos guerreros leales y meditando que no tardaría en malograrse su juventud, que también él… No, no debía comportarse como una plañidera. Meneó la cabeza y llamó a su cabalgadura—: Khirsah, ya puedes…

No concluyó la frase, pues, cuando ésta afloraba a sus labios, oyó una espantosa conmoción en las filas de la retaguardia.

—¡Quita las pezuñas de mis pies, animal desmañado! —gritó el supuesto alborotador.

Piafó un caballo y en los tímpanos del barbudo semielfo vibró el reniego de un soldado, seguido por las porfías de alguien que, en tono chillón, protestaba su inocencia.

—El afrentado soy yo —afirmó—, tu caballo me ha pisado. Flint no se equivocaba al evitar a esas bestias estúpidas.

Los otros cuadrúpedos, que presentían la inminente contienda y afectados por el nerviosismo de sus amos, por la contagiosa tensión que presidía la espera, irguieron las orejas y relincharon ruidosamente. Uno incluso se salió de la hilera, sin que un inmediato tirón de las bridas le restituyera a su lugar.

—¿Acaso no sois capaces ni de dominar a vuestros caballos? —rugió Tanis—. ¿Qué ocurre ahí atrás?

—¡Dejadme pasar! Apartaos de mi camino y no me importunéis. ¿Es tuya esta daga? Sin duda ha resbalado hasta el suelo. Tienes suerte de que yo, por pura casualidad —prosiguió el personaje de pretendida candidez—, haya reparado en ella.

Fuera, en la Ciudad Nueva, volvió a elevarse la voz del caballero espectral augurando la muerte de todos sus rivales. Casi al unísono, a unos pasos del semielfo, el intruso se dio a conocer:

—Soy yo, Tanis, Tasslehoff.

El héroe de la Lanza se sintió al borde del desmayo. No habría podido discernir, en aquel preciso instante, cuál de las dos voces le aterrorizaba más. Sin embargo, no había tiempo para reflexionar ni desentrañar sus emociones: por encima del hombro, el adalid advirtió que la puerta se tornaba de hielo y comenzaba a resquebrajarse.

—¡Tanis! —le invocó alguien, colgado de su brazo—. ¡Oh, Tanis, cuánto me alegro de encontrarte! —persistió aquel ser en aturdirle, en vapulearle—. ¡Tienes que acompañarme y salvar a Caramon! Se dirige en solitario al Robledal de Shoikan ¡hemos de socorrerle sin tardanza!

«¡Caramon ha muerto! —fue el primer pensamiento del semielfo, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta, porque según sus noticias, también el kender había expirado—. ¿Tanto me enajena el pánico que veo visiones?»

Alguien gritó y, al mirar con aire ausente a sus seguidores, Tanis observó que sus rostros se demudaban bajo los yelmos y asumían una lividez cadavérica. Comprendió que Soth y sus huestes habían atravesado el umbral de la Ciudad, y regresó a la realidad.

—¡Montad! —mandó a los suyos a la vez que, en un frenesí, forcejeaba para desembarazarse de las garras del tenaz hombrecillo—. Escucha, amigo, no es ésta ocasión propicia para distraerme. ¡Vete, maldita sea! —le imprecó al fin.

—¿Distraerte? —se soliviantó Tasslehoff—. Te comunico que Caramon va a morir y eso es lo único que se te ocurre decir, ¡una bonita manera de reaccionar!

—Nuestro compañero ya ha muerto —repuso el aludido con evidente impaciencia.

Khirsah aterrizó a su lado, lanzando un belicoso bramido. Bondadosos y perversos, en ese punto todos coincidían, los otros dragones le imitaron antes de, en una auténtica exhibición de fiereza, abalanzarse contra los rivales más cercanos con las zarpas extendidas. La refriega había estallado, la atmósfera se impregnó de llamaradas y de ácidos malolientes. En la ciudadela flotante los clarines proclamaron el zafarrancho y, entre vítores de entusiasmo, los draconianos iniciaron sus descensos sobre la ciudad, desplegadas sus correosas alas para amortiguar la caída.

El Caballero de la Rosa Negra, envuelto en los efluvios de muerte que despedía su ser descarnado, avanzaba implacable hacia el interior de la bella Palanthas.

A pesar de sus denodados afanes, el semielfo no conseguía desprenderse de su eventual aprehensor. Al rato, renegando entre dientes, pasó a la contraofensiva: asió al kender por la cintura y, tan rabioso que casi se asfixió él mismo, lo arrojó cual un proyectil a una calleja vecina.

—¡Y haz el favor de quedarte ahí! —vociferó.

—¡No vayas! —suplicó el otro—. ¡Sé de buena tinta que no sobrevivirás!

Tras examinar por última vez al impertinente Tas, sin plantearse la posibilidad de prestar oídos a todos aquellos despropósitos, el héroe giró sobre sus talones y echó a correr, mientras repetía el nombre de Ígneo Resplandor. El reptil, que durante la reyerta particular de los viejos compañeros había volado para conducir a su escuadra, acudió raudo. En un santiamén, se posó en la calle.

—¡Tanis, no puedes encararte con Soth sin el brazalete! —le avisó el astuto hombrecillo.

Capítulo 2

Caramon, su misión y el Robledal

¡El brazalete! Tanis miró su muñeca y constató que, en efecto, la alhaja había desaparecido. Ágil de reflejos, el semielfo se volvió y arremetió contra el kender, pero éste, no menos veloz, había emprendido la fuga. El hombrecillo corría calle abajo como si en ello le fuera la vida y, en realidad, cualquier espectador que pudiera atisbar la faz del héroe concluiría que tal manera de expresarse nada tenía de metafórica.

Cuando se disponía a perseguir al huido, una llamada de Markham detuvo al semielfo. Centró unos minutos su atención en el paraje donde aguardaban las tropas y contempló al caballero Soth a lomos de su pesadilla, enmarcado por los ajustados bloques de piedra que, antes de desintegrarse las puertas, las circundaban. Al entrar en la fabulosa ciudad de Palanthas, el espectro fijó sus llameantes pupilas en Tanis y le forzó a sostener aquella mirada indefinible. Incluso a tanta distancia como aún les separaba, el héroe sintió que su alma se retorcía en el halo de pavor que siempre destilan los muertos errantes.

¿Qué podía hacer? Le habían arrebatado su amuleto, sin él estaba indefenso. No tenía ninguna probabilidad de éxito. «Gracias a los dioses —pensó en la fracción de segundo de que disponía—, no soy un Caballero de Solamnia y, por consiguiente, no he jurado morir con honor.»

—¡Escapad! —ordenó a través de unos labios tan resecos, de unos músculos tan rígidos, que apenas podía articular los sonidos—. Batíos en retirada, nunca venceríais a semejante ejército. ¡Recordad vuestra solemne promesa de obedecerme! —insistió frente a la reticencia de sus hombres—. Sacrificad vuestras vidas, si así lo queréis, luchando contra criaturas de carne y hueso.

Mientras aleccionaba a las tropas, un draconiano tomó tierra delante de él, desfigurada su ya horrenda faz por la sed de sangre. Conminándose a no ensartar la espada en aquel engendro inmundo cuyo cuerpo, al convertirse en piedra, atenazaría el filo sin darle opción a desincrustarlo, acometió su rostro con la empuñadura, le propinó una lluvia de puntapiés en el estómago y saltó sobre él en cuanto se derrumbó.

Oyó a su espalda, después de rematar a su agresor, un gran estrépito de cascos y relinchos de pánico. Confiaba en que los caballeros cumplirían la palabra que habían empeñado, sobre todo en su propio beneficio pero no podía quedarse para comprobarlo. Quizá todavía no era demasiado tarde. Si atrapaba a Tasslehoff y recuperaba el brazalete mágico se enfrentaría a su portentoso contrincante hasta derrotarlo o sucumbir.

—¡El kender! —urgió al dragón, a la vez que señalaba con el dedo a una figura en movimiento que parecía tener alas en los pies.

Khirsah comprendió la indicación y partió sin demora, tan rasante su vuelo que las puntas de sus alas rozaron los edificios y provocaron un verdadero alud de piedras y ladrillos en la avenida. El semielfo le siguió a la carrera, esquivando los escombros y sin volver la vista atrás. Por otra parte, no era necesario presenciar la escena, ya que los alaridos agónicos, los gemidos de angustia, le revelaban lo que estaba sucediendo.

Aquella mañana, la muerte cabalgó a placer por las calles de Palanthas. Bajo el caudillaje de Soth, las huestes de ultratumba traspasaron el umbral cual una glacial ventolera y marchitaron todo cuanto interceptaba su avance.

Cuando el semielfo les alcanzó, Ígneo Resplandor sujetaba a Tasslehoff entre sus dientes. Después de morder la parte trasera de sus calzones azules, el reptil le alzó en posición invertida y comenzó a zarandearlo a la manera de los más eficientes celadores, quienes, antes de encerrar a los prisioneros, solían registrarles de arriba abajo. Se abrieron los recién «requisados» saquillos de la víctima y brotó de su interior un curioso amasijo de anillos, cucharas y otras bagatelas, así como un servilletero de elegante talla y, junto a él, medio queso.

Sin embargo, al hacer inventario mental de los tesoros, el héroe de la Lanza no halló su joya.

—¿Dónde está, Tas? —interrogó al cautivo, exasperado, ansioso de agarrarle por los hombros y agitarle personalmente.

—Nunca darás con esa pulsera —replicó el otro con las mandíbulas apretadas.

—Khirsah, puedes bajarle —dictaminó Tanis—. Vigila mientras conferenciamos.

La ciudadela se siluetaba, egregia, encima de la muralla. Desde su ahora inmóvil plataforma sus oscuros magos y clérigos trataban de tener a raya a los fieros Dragones Broncíneos, rodeados por los cegadores destellos de los relámpagos, sus propios rayos arcanos y la bruma que formaba el humo. En esta creciente neblina, el semielfo creyó columbrar, aunque en una imagen fugaz y confusa, a un reptil azul en el acto de abandonar el castillo. «A su grupa debe de ir Kitiara», intuyó, pero sus numerosas cuitas de otro orden no admitían digresiones íntimas.

Khirsah, sumiso, soltó a su presa —que casi se desplomó de bruces— y, extendiendo sus apéndices voladores, se situó de frente a la zona sur de la ciudad, donde se agrupaba el enemigo y los defensores palanthianos se debatían valientemente para refrenar su ímpetu.

El semielfo escrutó al pequeño rehén, quien, lejos de amedrentarse, se incorporó y adoptó una postura desafiante.

—Tasslehoff —le reconvino el adalid, con voz quebrada debido al supremo alarde de voluntad que entrañaba refrenar la ira—, esta vez has ido demasiado lejos. Tu travesura, si se la puede denominar así, quizá cueste la vida a centenares de ciudadanos. Entrégame el brazalete y, a partir de este instante, olvida nuestra amistad.

Persuadido de que el kender le ofrecería alguna excusa descabellada o se ampararía en el llanto a fin de hacerse perdonar, Tanis no estaba preparado para encararse con él, que con serena dignidad, pálido y ligeramente tembloroso, sentenció:

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