El Umbral del Poder (36 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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—Cierto.

Reclinándose sobre un costado, el inmenso dragón desdobló una de sus membranosas alas en el túrbido aire y la escudriñó de una punta a otra. El miembro exhibía cortes y coágulos sanguinolentos, pero no había desgarros. Repitió la operación con la segunda extremidad, mientras Tas le contemplaba absorto, ensimismado.

—Me encantaría ser como tú —dijo.

—Naturalmente —apuntó Khirsah y, dándose impulso, irguió su portentosa estructura sobre las garras, no sin antes liberar su cola de los restos de la casa que había echado abajo—. Somos los escogidos de los dioses —continuó sin jactancia, con perfecta naturalidad—. Nuestros índices de vida son tan prolongados que los elfos, tan longevos para vosotros, se nos antojan efímeros pabilos de candela y, en cuanto a humanos y kenders, os consideramos estrellas fugaces. Nuestro aliento transmite muerte, nuestra magia posee tan inconmensurable poder que sólo los más insignes hechiceros nos superan.

—Tenía noticia de vuestras prerrogativas —le atajó Tasslehoff, que comenzaba a impacientarse—. ¿Estás seguro de que no hay nada seriamente dañado en tu organismo?

—Lo estoy, amigo mío —aseveró Khirsah, disimulando una sonrisa con escasa fortuna—. Todo funciona, como tú dirías salvo que la cabeza todavía me da vueltas. Pero cambiemos de tema. Justo es que, si tú me has salvado de perecer…

—Por partida doble —puntualizó el otro.

—Por partida doble —subrayó el dragón—. Justo es —concluyó— que te rinda un servicio. ¿Qué deseas que haga?

—Transportarme a la ciudadela flotante —se sinceró Tas sin remilgos.

Inició el ascenso a la grupa del animal, pero Ígneo Resplandor le agarró por el cuello de la camisola, que quedó colgado de la ganchuda uña, y le izó—. Aunque agradezco tu colaboración, podría haber subido solo —gruñó.

Sin embargo, no fue depositado en el lomo del reptil sino en la cavidad que formaba el nacimiento del hocico. Así, los ojillos del kender toparon casi con unos iris que más se asemejaban a las aguas negruzcas de un gran lago.

—Una expedición a ese castillo sería muy arriesgada, acaso desastrosa, para ti —vaticinó Khirsah con firmeza—. No puedo tolerar que te pase nada, y menos aún a sabiendas de los peligros que corres. Te conduciré junto a los Caballeros de Solamnia, que se han congregado en la Torre del Sumo Sacerdote.

—¡Ya he estado allí! —se rebeló el hombrecillo—. Tengo que ir a la ciudadela y socorrer a Tanis el Semielfo o, hablando con propiedad —rectificó al distinguir un amago de desconfianza en aquellas pupilas tan próximas—, comunicarle ciertas nuevas. Antes de partir hacia la plataforma, el héroe me encomendó la misión de permanecer en Palanthas para recabar ciertos datos de la mayor importancia. Si no los pongo en su conocimiento, de nada…

—Dime a mí de qué se trata —le urgió su interlocutor—, y me encargaré personalmente de informarle.

—N… no puede ser —balbuceó el otro, devanándose los sesos para elaborar un pretexto—. El mensaje que he de transmitir a Tanis me ha sido dado en dialecto kender, y bajo ningún concepto debe traducirse a lengua común. Tú no hablas mi idioma natal ¿verdad, Ígneo Resplandor? —inquirió con resquemor.

—¡Desde luego! —iba a regañarle el dragón, pero, conmovido por la esperanza que se leía en la mirada del kender, que animaba sus rasgos, determinó no decepcionarle—. ¡Desde luego que no! —se enmendó, y lo hizo con fingido desdén. Despacio, amoroso, colocó al hombrecillo entre sus alas—. Te llevaré junto al semielfo, si tal es tu anhelo… tu deber. Como no estaba previsto que me montase más jinete que él en esta conflagración, no luzco silla ni arreos. Acomódate y aferra mi crin.

—Así lo haré —se avino Tas y, gozoso, distribuyó sus saquillos y asió la broncínea crin de Khirsah con ambas manos. Una súbita aprensión, no obstante, le obligó a indagar—: Espero que no entrará en tus planes realizar piruetas azarosas, como trazar círculos en vertical o lanzarte en picado hasta rozar el suelo. No es que me disgusten, al contrario, me parecen de lo más emocionantes, pero temo que me resulten incómodas al no poder atarme ninguna cincha.

—No padezcas, mi intención es que nos traslademos sin demora para reanudar cuanto antes la batalla —le calmó el reptil.

—¡Estoy listo! —vociferó el hombrecillo, y azuzó a su cabalgadura en los flancos para que emprendiese el vuelo.

Ígneo Resplandor se elevó en el aire y, beneficiándose de las fuertes ráfagas de viento, pronto navegó muy por encima de Palanthas.

No fue una excursión placentera. Al otear el panorama el kender tuvo que contener el resuello, ya que, para empezar, la Ciudad Nueva se había convertido en una gran hoguera. Como había sido evacuada, los draconianos la devastaban a capricho, prendiendo fuego y saqueando a su pleno albedrío. Por otra parte, la zona antigua, aunque en mejor estado, no auguraba un final más feliz. Era cierto que los Dragones del Bien había obstaculizado los afanes destructivos de sus adversarios Negros y Azules, de tal modo que éstos no la habían arrasado al igual que hicieran en Tarsis, y que las guarniciones pedestres resistían valientemente las embestidas de aquellos engendros mitad hombres y mitad reptiles pero las huestes de Soth habían hecho estragos. Tasslehoff avistó, desde su atalaya, a decena de cadáveres de caballeros diseminados junto a sus corceles a lo largo de las calles, cual si se tratara de soldaditos de plomo que hubiera despedazado un niño de instintos vengativos. Y, recreándose frente al dantesco espectáculo, el espectro se silueteaba incólume en una aura de vapores mientras sus sanguinarios guerreros asesinaban a todo ente vivo que se cruzase en su camino y las elfas, en su eterno luto, entonaban lúgubres cánticos a fin de acallar los estertores de los moribundos.

—¿Y si fuera yo el responsable? —se torturó el hombrecillo, deprimido—. Después de todo, Caramon se detuvo en la lectura de las Crónicas y sólo me basé en presentimientos, en conjeturas, para actuar como lo hice. ¡No seas necio, Burrfoot! —se amonestó él mismo—. De no haber salvaguardado la integridad de Tanis, tu otro amigo habría expirado en el Robledal. Dado que todo esto es un gran embrollo, y que al menos tienes constancia de haber obrado acertadamente al rescatar a tus dos compañeros, debes descartar cualquier elucubración pesimista.

Resuelto a acatar su propio mandato, a desembarazarse de sus problemas mentales y de los sentimientos que le inspiraba la masacre de la ciudad, Tas espió las regiones donde ahora se hallaba. A pesar del denso humo, que se rizaba en volutas a su alrededor, su agudo sentido de la percepción le permitió columbrar una figura en movimiento a su espalda. Era el cuerpo de un Dragón Azul, un magnífico ejemplar que tomaba altura desde una avenida lindante con la espesura mágica de Shoikan. «¡El animal de Kitiara!», se alarmó ante la inconfundible, mortífera figura de Skie. Aguzó la vista en busca de la amazona, pero no había tal.

—¡Ígneo Resplandor! —previno a su reptil, pendiente de vigilar al adversario que, tras reparar a su vez en ellos, había girado para acometerles.

—Soy consciente de sus maniobras —murmuró Khirsah, impertérrito—. No te asustes, kender, estamos ya muy cerca de tu destino. Después de que descabalgues, dispensaré a mi enemigo el trato que merece.

En efecto, al enderezar el cuello, Tasslehoff verificó que la ciudadela flotante estaba casi a su alcance. La invocada imagen de Kitiara y la más real de su dragón se borraron del cerebro del hombrecillo por arte de encantamiento. El castillo poseía un embrujo mucho más estremecedor en primer plano que desde el suelo, con los nítidos perfiles de las rocas que, en un tiempo, configuraran el lecho sobre el que se asentaba la mole arrancados en forma de auténticas sierras colgantes.

Unas nubes arcanas bullían en su entorno, manteniéndola a flote, relámpagos de idéntico origen siseaban deslumbradores entre las torres. Al pequeño viajero no le pasaron inadvertidas las grietas que reptaban cual culebras en la maciza estructura, derivadas del tremendo impacto que debió de entrañar separar el edificio de la osamenta del mundo. Brillaban luces tras las ventanas de las tres tórrelas, y también surgía un poderoso haz del rastrillo levantado, pero no había otras señales externas de vida. De todos modos, al espectador no le cabía la menor duda de que dentro medraban las criaturas más variopintas.

—¿Dónde aterrizo? —preguntó Khirsah, cortés, aunque con una nota de apremio.

—Lo dejo a tu elección —concedió el kender, quien comprendía el ansia del animal por enzarzarse en una escaramuza contra Skie.

—Yo creo que no es aconsejable la entrada principal —ponderó el reptil, modificando abruptamente la trayectoria a fin de rodear la plataforma—. En la parte trasera no habrá centinelas.

Tasslehoff despegó los labios con el propósito de darle las gracias pero, por algún motivo que no atinaba a definir, tuvo la sensación de que el estómago le caía a peso hasta los pies, como si fuera atravesarlos y descolgarse en el vacío, a la par que el corazón le brincaba hasta la garganta. El hombrecillo rechazó de forma enérgica que le hubiera trastornado el repentino giro de Khirsah que, si bien les había ladeado a ambos a una vertiginosa velocidad, no duró más que unos segundos. El dragón se estabilizó sobre un patio desierto y, sin apenas batir las alas, se posó en el empedrado en una sutil maniobra, digna de su maestría.

Ocupado en reorganizar su revuelto sistema, el kender se deslizó como un autómata por el metálico flanco y cayó en el sombrío paraje sin intercambiar las fórmulas que le exigían sus modales. Una vez en terreno sólido, sin embargo, si así podía denominarse a un castillo suspendido en el aire, recobró el dominio de sí mismo.

—Adiós, Ígneo Resplandor —se despidió de su montura, ondeando la mano en apoyo a sus palabras—. Te estoy muy agradecido. ¡Buena suerte!

Si el aludido le oyó, no expresó reciprocidad. Había empezado a ascender en el espacio sin desperdiciar un solo instante, seguido por su rival, que, tan raudo que propagaba zumbidos al desplazar el aire, le acechaba con ojos enrojecidos, rebosantes de odio. Tas, resignado, se encogió de hombros y les dejó a sus auspicios. Dando media vuelta, exploró el paisaje circundante.

Se hallaba en la zona posterior de la antigua fortaleza, dentro de lo que podría describirse como un patio cercenado, ya que le faltaba, al menos, la mitad. Este hecho se hacía ostensible en la ausencia de una tapia y en los cortes irregulares de los adoquines, que indujeron al kender a concluir que la otra porción se desgajó al ser arrastrada la mole. Incómodo frente a aquellos cantos quebrados que le invitaban a despeñarse, Tasslehoff se apresuró a visitar el interior del alcázar, sin incurrir, por ello, en negligencia. Avanzó despacio, arrimado a las sombras de los muros y con ese sigilo innato en los de su raza que les protege de inoportunos guardianes.

Hizo una pausa antes de internarse, incierto sobre la ruta idónea. Una puerta comunicaba el recinto con las dependencias, pero las hojas de madera estaban reforzadas mediante gruesas barras de hierro y, aunque exhibía el cerrojo de aspecto más sugerente en que el hombrecillo jamás hubiera insertado sus dedos, supuso que al otro lado debía de custodiarla un soldado no menos prometedor. Era preferible encaramarse a una ventana. Quiso la casualidad que se dibujara una, bien iluminada por añadidura, encima de él.

En el término «encima» estribaba, precisamente, la dificultad. El alféizar se hallaba a casi a un metro y medio del suelo lo que, para alguien de la estatura del kender, convertía la escalada en una ardua empresa. Sabedor de que era su única alternativa, Tasslehoff inspeccionó el patio y no tardó en divisar un bloque de roca suelto, roto. Tras una dura sesión de empellones y altos para allanar el camino, consiguió colocar el pedrusco debajo de su objetivo. Subió entonces hasta su cúspide y, cauteloso, se asomó al interior.

Dos draconianos yacían en una sala, convertidos en estatuas de piedra y con los cráneos aplastados como si los hubieran entrechocado. Un tercero, éste sin cabeza, se perfilaba en la retaguardia. Aparte de tales despojos, no había nadie en la cámara. Poniéndose de puntillas, el hombrecillo aplicó el oído y detectó un sonoro tintineo de acero coreado por gemidos y lamentos y también, durante un breve lapso, por rugidos ensordecedores.

—¡Es Caramon! —exclamó.

Gateó presto hasta la repisa, se afianzó y, de un salto, se introdujo en la habitación, no sin recapacitar que en la fortaleza reinaba una estupenda inmovilidad y bendecir su buena estrella. De haber viajado el edificio, se habría complicado su tránsito. Volvió a escuchar y, en sus finos tímpanos, los reniegos de Tanis vinieron a mezclarse a los familiares bramidos del guerrero.

—¡Cuan amables han sido! —se congratuló Tas, mientras recorría la estancia—. Han tenido la deferencia de aguardarme.

Salió a un pasillo de desnudas paredes y el kender echó una ojeada para orientarse. La pendencia se desarrollaba en una planta superior, así que, viendo una escalera en un rincón alumbrado por antorchas, corrió hacia ella. Desenvainó su cuchillo en anticipación de algún conflicto, pero mal había de suscitarse en aquella ala deshabitada del castillo.

«Aquí estaré mucho más a salvo —meditó al coronar un tramo de peldaños particularmente estrechos y empinados— que en la ciudad. Debo acordarme de mencionárselo a Tanis. Y, hablando del semielfo, ¿dónde se han metido Caramon y él? ¿Cómo llegaré junto a mis compañeros?»

Después de una odisea de más de diez minutos, convencido de hallarse en el umbral del cielo a tenor del esfuerzo que le exigían los altísimos escalones, Tas se concedió un descanso en uno de los angostos rellanos. Dedujo, dada la configuración redonda de los muros, que estaba en una de las torres de la ciudadela, adosada a la construcción misma. Los fragores de la reyerta, algo difuminados pero todavía audibles, indicaban que los héroes de la Lanza estaban en el lado opuesto, es decir, en el cuerpo compacto del alcázar. De haber podido cruzar la pared, seguramente habría ido a parar frente a ellos. Frustrado, doloridos los músculos de las piernas, se sumió en hondas deliberaciones.

«Se me ofrecen dos opciones —razonó—: hacer marcha atrás y, ya en la base, ensayar otro itinerario, o continuar. Bajar, aunque menos fatigoso para los pies, significa arriesgarme a tener que sortear multitudes. Lo contrario quizá me conduzca a la puerta de algún aposento secreto. ¿De qué serviría si no la escalera?»

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