Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Ella le observó, sonriente. «Me has dado mi cabalgada y ahora has concluido tu jornada, ¿eh, Bebé? Bien, después de esto puedes dormir todo lo que quieras.»
Hacia finales del verano, las ausencias de Bebé, cuando iba de cacería, se fueron haciendo más prolongadas. La primera vez que se ausentó por más de un día, Ayla estaba fuera de sí por la preocupación y tan angustiada que no pudo dormir la segunda noche. Estaba tan cansada y derrengada como parecía estarlo él cuando, por fin, apareció a la mañana siguiente. No traía presa ninguna, y cuando Ayla le dio carne seca de las provisiones que tenía almacenadas, se puso a comerla aunque generalmente solía juguetear con las tiras quebradizas. A pesar de lo cansada que estaba, salió con la honda y le trajo dos liebres. Entonces el león despertó de su sueño por agotamiento, corrió a la entrada de la cueva para recibirla y se llevó una de las liebres al fondo. Ella le acercó la segunda y se fue a la cama.
Cuando estuvo ausente tres días no se preocupó tanto, pero a medida que pasaba el tiempo, se le iba apesadumbrando el corazón. Regresó con rasguños y arañazos; Ayla comprendió que había tenido escaramuzas con otros leones. Sospechaba que ya era lo suficiente maduro como para interesarse por las hembras. A diferencia de las yeguas, las leonas no tenían una temporada especial; podían entrar en celo en cualquier momento del año.
Las ausencias del joven león cavernario, cada vez más prolongadas, se hicieron todavía más frecuentes a medida que avanzaba el otoño, y cuando regresaba solía ser para dormir. Ayla estaba segura de que dormía también en otra parte, pero no se sentía tan seguro allí como en la cueva. Nunca sabía cuándo esperarle ni de dónde llegaría. Simplemente se presentaba allí, subiendo por el estrecho sendero desde la playa o de forma más espectacular brincando de repente desde la estepa que se extendía en la parte superior de la caverna hasta el saliente.
Ella se alegraba siempre de verle, y los saludos que él la prodigaba siempre estaban llenos de afecto..., a veces demasiado. Después de que saltara para ponerle las patas delanteras en los hombros, derribándola, Ayla decía inmediatamente: «Ya», si parecía demasiado entusiasmado por el placer de volver a verla. Por lo general se quedaba unos cuantos días; a veces cazaban juntos, y él seguía trayendo alguna presa a la cueva de cuando en cuando. Y entonces se ponía nuevamente inquieto. Ayla estaba segura de que Bebé estaba cazando por su cuenta y defendiendo sus presas contra las hienas, los lobos o las aves rapaces que tratarían sin duda de robárselas. Se acostumbró a su ir y venir, así como a sus ausencias. La caverna parecía tan vacía cuando no estaba el león, que Ayla comenzó a tener miedo de la llegada del invierno; temía que fuera demasiado solitario.
El otoño fue insólito: caluroso y seco. Las hojas se volvieron amarillas, después oscuras, y no adoptaron los brillantes matices con que una leve helada los revestiría. Se pegaban a los árboles en racimos blanquecinos y de tonalidad mortecina, que crujían al viento mucho antes de la época en que normalmente habrían cubierto la tierra. El clima peculiar era desconcertante: el otoño debería ser húmedo y fresco, lleno de ráfagas de viento y de chubascos repentinos. Ayla no podía evitar una sensación de temor, como si el verano estuviera reteniendo el cambio de estación hasta ser vencido por el furioso ataque del invierno.
Salía todas las mañanas a la espera de presenciar algún cambio drástico y casi se sentía desilusionada al ver que un sol cálido salía en un cielo notablemente claro. Se pasaba las tardes fuera, en el saliente, observando la caída del sol detrás del confín de la tierra con apenas una niebla de polvo brillando con tonos rojizos, en vez de una gloriosa exhibición de color sobre nubes cargadas de agua. Cuando titilaban las estrellas, llenaban la oscuridad de tal manera que el cielo parecía agrietado y agujereado por su gran número.
Había pasado días enteros sin alejarse del valle, y cuando un día más amaneció caluroso y claro, le pareció una tontería haber desaprovechado tan buen tiempo cuando podía haber estado fuera, disfrutándolo. Ya llegaría muy pronto el invierno para mantenerla confinada en una caverna solitaria.
«Lástima que no esté Bebé», pensó. «Habría sido un buen día para salir de cacería. Quizá pueda arreglármelas sola.» Cogió una lanza. «No; a falta de Whinney o Bebé, tendré que buscar otra forma de cazar. Me llevaré sólo la honda. Me pregunto si debería llevar una piel. Hace tanto calor que me haría sudar. Podría llevarla, quizá también la canasta de recolectar. Pero no necesito nada: tengo existencias de sobra. Lo único que necesito es una buena caminata. No necesito llevar canasta para eso, y tampoco me hará falta la piel. Un paseo a buen paso me proporcionará calor suficiente.»
Ayla echó a andar sendero abajo, sintiéndose extrañamente descargada. No tenía nada que llevar, ningún animal por el cual preocuparse; su caverna estaba bien abastecida. No tenía que pensar en nadie más que en sí misma, pero ojalá tuviera que ocuparse de alguien. La carencia misma de responsabilidad le producía sentimientos contradictorios: una sensación inusitada de libertad al mismo tiempo que una frustración inexplicable.
Llegó a la pradera y subió la suave pendiente hasta la estepa oriental, y entonces se puso a andar rápidamente. No había pensado en una meta en particular; caminaba por donde se le antojaba. La sequedad de la temporada se acentuaba en la estepa: la hierba estaba tan quemada y reseca que, cuando cogió una ramita en la mano y la apretó, cayó convertida en polvo. El viento la barrió de su palma abierta.
El suelo estaba tan compacto y duro como la roca, agrietado y formando cuadros. Tenía que mirar por dónde pisaba para evitar tropezar con terrones o torcerse un tobillo en hoyos o grietas. Nunca había visto la tierra tan yerma. La atmósfera parecía aspirar la humedad de su aliento. Sólo llevaba consigo un pequeño pellejo lleno de agua, esperando poder llenarlo en algún arroyo o aguaje conocido, pero la mayoría estaban secos. Tenía el pellejo de agua medio vacío antes de media mañana.
Cuando llegó a un río, del que estaba segura tendría agua, sólo encontró lodo y decidió volver sobre sus pasos. Esperando llenar el pellejo, caminó a lo largo del lecho del río un rato y llegó a un charco lodoso, lo único que quedaba de una poza profunda. Al inclinarse para ver a qué sabía, observó huellas recientes de cascos. Era obvio que una manada de caballos había estado allí poco antes. Algo, en una de las huellas, la incitó a mirar más de cerca. Era una experta rastreadora, y aunque nunca se le ocurrió prestar atención al hecho, el caso era que había visto con demasiada frecuencia la huella de las pisadas de Whinney como para no reconocer las más mínimas diferencias del contorno y la presión, que hacían fueran únicas. Cuando miró, estuvo segura de que Whinney había estado allí hacía poco; tenía que estar allí cerca... y el corazón de Ayla palpitó más aprisa.
No fue difícil encontrar el rastro. El borde roto de una grieta donde un casco había resbalado cuando los caballos salieron del lodo, tierra suelta recién asentada, hierba aplastada..., todo ello señalaba el camino tomado por los caballos. Ayla lo seguía, aguantando la respiración por la ansiedad; parecía que hasta el aire tranquilo la aguantara, esperando. Hacía tanto tiempo..., ¿la recordaría Whinney? Saber que estaba con vida sería suficiente.
Los caballos estaban más lejos de lo que pensó al principio. Algo debió perseguirlos, haciéndoles cruzar la planicie a galope. Oyó gruñidos y revuelo antes de dar con la manada de lobos dedicados a devorar uno de los corceles. Debería haber retrocedido, pero se acercó para comprobar que el animal caído no era Whinney. Al ver un pelaje marrón oscuro sintió alivio, pero era el mismo color, poco corriente, del semental, y tuvo la seguridad de que aquel caballo pertenecía a la misma manada.
Mientras seguía rastreando, pensó en los caballos en las tierras salvajes y en lo vulnerables que eran al ataque. Whinney era joven y fuerte, pero todo podía suceder. Quería llevarse a la yegua con ella.
Era casi mediodía cuando, por fin, vio a los caballos. Seguían nerviosos por la persecución y Ayla estaba contra el viento; tan pronto como les llegó su olor, se pusieron en movimiento. La joven tuvo que dar un amplio rodeo para acercarse con el viento a favor. En cuanto se encontró a una distancia lo bastante corta como para distinguir a los caballos individualmente, identificó a Whinney; el corazón se puso a darle fuertes golpes en el pecho. Tragó saliva varias veces tratando de contener las lágrimas que insistían en brotar de sus ojos.
«Parece saludable», pensó Ayla. «Gorda; no, no está gorda. ¡Creo que está preñada! ¡Oh, Whinney, es maravilloso!» Ayla estaba tan contenta que no pudo dominarse, no aguantó más: tenía que ver si la yegua la recordaba, y silbó.
La cabeza de Whinney se alzó inmediatamente y miró en dirección a Ayla. Ésta silbó de nuevo y la yegua avanzó hacia ella. La joven no pudo esperar: echó a correr para reunirse con la yegua color de heno. Súbitamente una yegua beige llegó al galope, se interpuso y, mordiéndole los jarretes, la apartó y se la llevó hacia la manada. Entonces, rodeando a las demás, la yegua guía las alejó a todas de la mujer desconocida y posiblemente peligrosa.
Ayla se sintió destrozada. No pudo remediarlo, se fue detrás de la manada. Estaba ya mucho más lejos de la caverna de lo que había pretendido y los caballos podían correr mucho más que ella. De todos modos, para regresar antes de que oscureciera, tendría que darse prisa. Silbó una vez más, fuerte y prolongadamente, pero comprendió que era demasiado tarde. Dio media vuelta, desalentada, y subiéndose el manto de cuero sobre los hombros, inclinó la cabeza bajo el fuerte viento.
Estaba tan desanimada que no prestaba atención más que a su frustración y su pena. Un gruñido de advertencia la detuvo en seco. Había tropezado con la manada de lobos, los hocicos empapados en sangre, cebándose en el cuerpo del caballo oscuro.
«Será mejor que me fije por dónde ando», pensó, retrocediendo. «Yo tengo la culpa; de no haber sido tan impaciente, quizá esa yegua no hubiera apartado de mí la manada.» Volvió a mirar al animal caído, mientras daba un rodeo. «Es un color oscuro para un caballo; se parece al garañón de la manada de Whinney.» Miró más detenidamente. Ciertas características de la cabeza, el color, la forma hicieron que Ayla se estremeciera. ¡Era el garañón bayo! ¿Cómo podía haber sido presa de los lobos un garañón en la plenitud de su fuerza?
La pata delantera izquierda doblada en un ángulo imposible le dio la respuesta: incluso un magnífico semental joven podía romperse una pata al correr por terreno traicionero. Una profunda grieta en la tierra seca había proporcionado a los lobos la posibilidad de saborear un garañón de primera. Ayla meneó la cabeza, pensando: «¡Qué lástima! Aún tenía muchos buenos años por delante». Al alejarse de los lobos, percibió el peligro que ella misma corría.
El cielo, que había amanecido tan lleno de claridad, era ahora una masa cuajada de nubes amenazadoras. La alta presión que había estado conteniendo al invierno había cedido y el frente frío que se mantenía a la espera se había desatado. El viento aplastaba la hierba seca y la lanzaba por el aire. La temperatura bajaba rápidamente. Ayla podía oler la proximidad de la nieve en camino, y se encontraba muy lejos de la cueva. Lanzó una mirada a su alrededor, se orientó y echó a correr. Iba a ser una verdadera carrera para poder llegar antes de que se desatara la tormenta.
No tenía la menor posibilidad. Estaba a más de medio día de distancia del valle, caminando aprisa, y el invierno había sido contenido por demasiado tiempo. Al llegar a las inmediaciones del arroyo seco, enormes copos húmedos de nieve habían comenzado a caer; se convirtieron en agujas penetrantes de hielo cuando volvió a levantarse el viento, y después en una ventisca seca pero feroz. Se estaban formando remolinos sobre la base sólida de nieve mojada. Torbellinos que combatían aún contra corrientes transversales de aire, la azotaban primero por un lado y después por el otro.
Sabía que su única esperanza residía en seguir adelante, pero ya no tenía seguridad de estar siguiendo el camino correcto; la forma de los mojones era irreconocible. Se detuvo, tratando de hacerse una idea del lugar en que se encontraba y de dominar el pánico que estaba apoderándose de ella. Había sido una tonta al salir sin sus pieles. Podría haber metido su tienda en la canasta; por lo menos, así habría tenido abrigo. Se le estaban helando las orejas, tenía los pies entumecidos y le castañeteaban los dientes. Tenía frío. Oía el ulular del viento.
Volvió a escuchar; en realidad no parecía que fuese el viento. Otra vez. Se rodeó la boca con las manos y silbó con todas sus fuerzas; después, escuchó.
El tono agudo del relincho de un caballo parecía más cercano. Volvió a silbar, y cuando la forma de la yegua amarilla se aproximó como un fantasma que saliera de la tormenta, Ayla corrió hacia ella con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
–¡Whinney, Whinney, oh, Whinney! –gritó el nombre de la yegua una y otra vez, abrazando el robusto cuello y hundiendo su rostro en el áspero pelaje de invierno. Entonces montó a lomos de la yegua y se inclinó sobre su cuello para recibir todo el calor posible.
La yegua obedeció a su instinto y se dirigió a la caverna; era hacia donde iba. La muerte inesperada del garañón había desbaratado la manada. La yegua guía estaba manteniéndolas juntas, pues sabía que aparecería algún otro garañón. Podría haber conservado también a la yegua amarilla... de no haber sido por el silbido familiar y los recuerdos de la mujer y la seguridad. Para la yegua que no ha sido criada con una manada, la influencia del caballo guía es menor. Cuando estalló la tormenta, Whinney recordó una caverna que era abrigo contra vientos feroces y nieves cegadoras, y el afecto de una mujer.
Ayla temblaba tanto cuando, por fin, llegaron a la caverna, que a duras penas pudo encender un fuego. Cuando lo hizo, no se acurrucó cerca, sino que cogió sus pieles de dormir, las llevó al lado de la caverna reservado para Whinney y se hizo un ovillo junto a la yegua tibia.
Pero apenas pudo disfrutar del retorno de su querida amiga durante los siguientes días. Despertó con fiebres y una tos seca y profunda. Vivió a fuerza de tisanas medicinales, cuando se acordaba de que tenía que levantarse y prepararlas. Whinney le había salvado la vida, pero la yegua nada podía hacer para ayudarla a salvarse de la pulmonía.