Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Y Ellis tenía muchísima necesidad de conocerlo.
Rahmi pasó caminando exactamente a las diez y media, con expresión tensa y vestido con una chaqueta Lacoste rosada y unos pantalones marrones inmaculadamente planchados. Dirigió una mirada vehemente a Ellis y en seguida volvió la cabeza.
Ellis lo siguió a varios metros de distancia, tal como lo habían convenido.
En el siguiente café con mesas en la acera se hallaba la figura musculosa y demasiado fornida de Pepe Gozzi, ataviado con un traje de seda negro, como si acabara de salir de misa, cosa que probablemente había hecho. Sobre las rodillas tenía un portafolio de grandes proporciones. Se puso de pie y empezó a caminar más o menos a la altura de Ellis, de manera que cualquiera que los viera no sabría si iban juntos o no.
Rahmi subió la colina, hacia el Arco de Triunfo.
Ellis observó a Pepe de reojo. El corso poseía un instinto animal de autoconservación: disimuladamente se fijaba si alguien le seguía; primero, al cruzar la calle, pudo con toda naturalidad mirar hacia atrás mientras esperaba que cambiaran las luces, y en otra oportunidad, cuando pasó junto a la tienda de una esquina, pudo ver reflejada en la vidriera la gente que tenía a sus espaldas.
A Ellis le gustaba Rahmi, pero no Pepe. Rahmi era un individuo sincero y de elevados principios, y mataba probablemente a quien lo merecía. Pepe era completamente distinto. Actuaba por dinero y porque era demasiado bruto y estúpido para sobrevivir en el mundo de los negocios legales.
Tres manzanas después del Arco de Triunfo, Rahmi dobló por una calle lateral. Ellis y Pepe lo siguieron. Rahmi cruzó la calle y entró en el Hotel Lancaster.
Así que ése era el lugar del encuentro. Ellis deseó que la reunión se realizara en el bar o en el comedor del hotel: se hubiese sentido más seguro en un lugar público.
Después del calor de la calle, el vestíbulo de mármol estaba fresco. Ellis se estremeció. Un mozo de smoking miró sus vaqueros. En ese momento Rahmi se introducía en el pequeño ascensor del extremo del vestíbulo en forma de L. Sería en una habitación del hotel, entonces. Que así fuera. Ellis siguió los pasos de Rahmi, y Pepe se apretujó con ellos en el ascensor. Cuando subían, Ellis se dio cuenta de que tenía los nervios de punta. Subieron hasta el cuarto piso, Rahmi los condujo hasta la habitación 41 y llamó.
Ellis trató de mantener una expresión tranquila e impasible.
La puerta se abrió lentamente.
Era Boris. Ellis lo supo en cuanto su mirada se posó sobre él y sintió que lo recorría un estremecimiento de triunfo y al mismo tiempo un frío temblor de miedo. El hombre tenía la palabra Moscú escrita sobre toda su persona, desde su corte de pelo barato hasta sus zapatos sólidos y prácticos; en su mirada dura y en la expresión brutal de su boca estaba impreso el sello de la K.G.B.. Ese hombre no se parecía a Rahmi ni a Pepe; no era ni un idealista apasionado ni un mafioso. Boris era un terrorista profesional de corazón de piedra que no vacilaría en volarle la cabeza a cualquiera o a los tres hombres que tenía frente a sí.
Te he estado buscando durante mucho tiempo, pensó Ellis.
Boris mantuvo la puerta entreabierta durante un instante, escudando en parte su cuerpo mientras los estudiaba. Después dio un paso atrás y les habló en francés.
—Entren.
Ellos entraron en la sala de estar de una suite. Estaba exquisitamente decorada y amueblada con sillas, ocasionales mesitas y un aparador, los cuales parecían ser antigüedades del siglo XVIII. Sobre una delicada mesa lateral se veía un cartón de cigarrillos Marlboro y una botella de coñac comprado en el mercado libre. En el otro extremo de la habitación, una puerta entreabierta daba al dormitorio.
La presentación que hizo Rahmi fue nerviosa y rutinaria.
—Pepe. Ellis. Mi amigo.
Boris era un hombre de anchas espaldas, llevaba una camisa blanca arremangada que dejaba al descubierto sus brazos gruesos y velludos. Sus pantalones de sarga azul eran demasiado gruesos para esa época del año. Sobre el respaldo de una silla colgaba una chaqueta a cuadros negros y marrones que no combinaba para nada con el color de sus pantalones.
Ellis depositó su mochila sobre la alfombra y se sentó. Boris señaló la botella de coñac.
—¿Una copa? —preguntó.
Ellis no tenía ganas de beber coñac a las once de la mañana. Contestó:
—Sí, un café, por favor.
Boris le dirigió una mirada dura y hostil; después dijo:
—Bueno, todos tomaremos café —dijo dirigiéndose al teléfono.
Está acostumbrado a que todo el mundo le tenga miedo —pensó Ellis—; no le gusta que yo lo trate de igual a igual.
Era evidente que Boris inspiraba un temor religioso a Rahmi quien se movía inquieto, abrochando y desabrochando el botón superior de su chaqueta mientras que el ruso llamaba al bar del hotel.
Boris colgó y se dirigió a Pepe.
—Me alegro de conocerlo —dijo en francés—. Creo que usted y yo podremos sernos de mutua utilidad.
Pepe asintió sin hablar. Se inclinó hacia delante en la silla de terciopelo y su figura poderosa cubierta por el traje negro parecía extrañamente vulnerable en contraste con esos muebles tan bellos como si ellos pudieran romperlo a él. Pepe tiene mucho en común con Boris —pensó Ellis—; los dos son tipos fuertes y crueles, sin rastros de decencia ni de compasión. Si Pepe fuese ruso, estaría en la K.G.B.; y si Boris fuera francés, estaría en la mafia.
—Muéstrenme la bomba —ordenó Boris.
Pepe abrió su portafolio. Estaba lleno de unas piezas de aproximadamente treinta centímetros de largo por dos centímetros y medio de ancho, de una sustancia amarillenta. Boris se arrodilló en la alfombra y hundió el dedo índice en una de las piezas. La sustancia cedió como si fuese arcilla. Boris la olió.
—Me imagino que esto es C3 —dijo, dirigiéndose a Pepe. Pepe asintió.
—¿Dónde está el detonador?
—Lo tiene Ellis en la mochila —contestó Rahmi.
—No, no lo tengo —negó Ellis.
Durante un instante en la habitación reinó el más absoluto silencio. En la cara apuesta y juvenil de Rahmi se pintó la expresión de pánico.
—¿Qué quieres decir? —preguntó agitadamente. Sus ojos aterrorizados miraban alternativamente a Ellis y a Boris—. Me prometiste, yo le dije que tú...
—Cállate la boca —ordenó Boris rudamente.
Rahmi permaneció en silencio. Boris miró expectante a Ellis.
Ellis habló con indiferencia que estaba lejos de sentir.
—Tenía miedo de que ésta fuese una trampa, así que dejé el detonador en casa. Puedo traerlo en pocos minutos. Lo único que tengo que hacer es llamar a mi chica.
Boris lo miró fijo durante algunos segundos. Ellis le devolvió la mirada con tanta frialdad como pudo.
—¿Qué le hizo pensar que esto podría ser una trampa? —preguntó Boris por fin.
Ellis decidió que si intentaba justificarse aparentaría estar a la defensiva. De todos modos era una pregunta tonta. Dirigió una mirada arrogante a Boris y luego se encogió de hombros sin contestar.
Boris continuó mirándolo interrogativamente. Por fin el ruso dijo:
—La llamada la haré yo.
Ellis estuvo a punto de protestar, pero se contuvo. La situación tomaba un giro inesperado. Mantuvo cuidadosamente su pose de me-importa-un-rábano, mientras pensaba Curiosamente: ¿Cómo reaccionaría Jane ante la voz de un desconocido? ¿Y si no estuviera en su casa, si hubiera decidido romper su promesa? Lamentó haberla involucrado en la situación, pero ya era tarde para eso.
—Usted es un hombre precavido —le dijo a Boris.
—Usted también. ¿Cuál es su número de teléfono?
Ellis se lo dio. Boris anotó el número en un bloc que había junto al teléfono y empezó a marcar el número.
Los demás aguardaron en silencio.
—Oiga —dijo Boris—. Hablo en nombre de Ellis.
Tal vez la voz desconocida no la hiciera vacilar, pensó Ellis. Después de todo, ella esperaba una llamada bastante extraña. El le había dicho: Ignora todo excepto la dirección.
—¿Qué? —exclamó Boris con irritación, y Ellis pensó: Mierda, ¿qué estará diciendo Jane?— Sí, lo soy, pero eso no tiene importancia —dijo Boris—. Ellis quiere que traiga un mecanismo a la habitación 41 del Hotel Lancaster de la calle de Berri.
Hubo otra pausa.
Síguele el juego, Jane, pensó Ellis.
—Sí, es un hotel muy agradable.
¡Déjate de rodeos! ¡Simplemente dile que lo harás,!, ¡por favor!
—Gracias —dijo Boris. Y después agregó con sarcasmo—: Usted es muy amable.
En seguida cortó la comunicación.
Ellis trató de simular que no esperaba que hubiera habido problemas.
—Ella sabía que soy ruso. ¿Cómo lo averiguó? —preguntó Boris.
Durante un instante Ellis quedó intrigado, pero en seguida comprendió lo sucedido.
—Es lingüista —explicó—. Conoce los acentos.
En ese momento habló Pepe por primera vez.
—Mientras esperamos que llegue esa tía, propongo que veamos el dinero.
—Muy bien.
Boris pasó al dormitorio.
Mientras él no estaba, Rahmi le habló a Ellis en voz baja.
—¡No esperaba que nos jugaras esa mala pasada!
—Por supuesto que no —contestó Ellis en un falso tono de aburrimiento—. Si hubieras sabido lo que pensaba hacer, no nos hubiera servido de salvaguarda, ¿no crees?
Boris regresó con un sobre marrón de gran tamaño que entregó a Pepe. Pepe lo abrió y empezó a contar los billetes de cien francos.
Boris abrió el paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo.
Ellis pensó: Espero que Jane no pierda tiempo en hacerle la llamada a Mustafá. Debí haberle dicho que era importante que pasara el mensaje inmediatamente.
—Está todo —comentó Pepe después de un rato.
Volvió a colocar el dinero en el sobre, mojó la solapa con la lengua, la cerró y lo puso sobre una mesa lateral.
Los cuatro permanecieron en silencio durante algunos minutos.
—¿Su casa queda muy lejos? —preguntó Boris, dirigiéndose a Ellis.
—A quince minutos de motocicleta.
Sonó un golpe en la puerta. Ellis se puso tenso.
—Vino a toda velocidad —comentó Boris. Abrió la puerta—. El café —dijo con disgusto, regresando a su asiento.
Dos mozos de chaqueta blanca entraron en el cuarto con una mesita rodante. Se enderezaron y se volvieron, sosteniendo cada uno en la mano una pistola Mah modelo D, la corriente entre los detectives franceses.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó uno de ellos.
Ellis percibió que Boris se preparaba a saltar. ¿Por qué habrían mandado sólo a dos detectives? Si Rahmi llegara a hacer alguna tontería y le pegaban un tiro, se crearía la suficiente confusión como para que Boris y Pepe juntos pudieran más que los dos hombres armados.
De golpe se abrió la puerta del dormitorio y aparecieron otros dos mozos uniformados, armados igual que sus colegas.
Boris se relajó y en su rostro apareció una expresión resignada.
Ellis se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Emitió un largo suspiro. Ya había terminado todo.
Entró en la habitación un oficial de policía uniformado.
—¡Una trampa! —exclamo Rahmi—. ¡Esto es una trampa!
—¡Cállate! —ordenó Boris, y una vez más su voz destemplada consiguió silenciar a Rahmi. Entonces el ruso se dirigió al oficial de policía—. Me opongo absolutamente a este ultraje —empezó a decir—. Por favor, tome nota de que...
El policía le dio una bofetada en la boca con su mano cubierta con un guante de cuero.
Boris se tocó los labios y en seguida miró la sangre que teñía su mano. Su modo de actuar cambió completamente al comprender que éste era un asunto demasiado serio para que se solucionara con palabras.
—Recuerde mi cara —le dijo al oficial de policía en un tono de voz helado como una tumba—. Volverá a verla.
—Pero ¿quién es el traidor? —preguntó Rahmi. ¿Quién nos ha delatado?
—Él —acusó Boris, señalando a Ellis.
—¿Ellis? —exclamó Rahmi con incredulidad.
—La llamada telefónica —recordó Boris—. La dirección.
Rahmi clavó la mirada en Ellis. Parecía herido hasta la médula.
Entraron varios policías uniformados. El oficial señaló a Pepe.
—Ése es Gozzi —explicó. Dos policías esposaron a Pepe y se lo llevaron. El oficial miró a Boris—. ¿Y usted quién es?
Boris tenía expresión de aburrimiento.
—Me llamo Jan Hocht —explicó—. Soy ciudadano argentino.
—¡No se moleste! —comentó el oficial con disgusto—. ¡Llévenselo! —Se volvió hacia Rahmi—. ¿Y bien?
—¡Yo no tengo nada que decir! —exclamó Rahmi en tono heroico.
Ante una señal del oficial, también esposaron a Rahmi, quien dirigió a Ellis una mirada furibunda hasta que se lo llevaron.
Bajaron a los prisioneros en el ascensor, uno por uno. El portafolio de Pepe y el sobre lleno de billetes de cien francos fueron envueltos en un plástico. Entró un fotógrafo de la policía e instaló su trípode.
—Hay un Citroén negro estacionado en la puerta del hotel —informó el policía a Ellis. Y en seguida agregó, vacilante—: Señor.
Estoy de nuevo del lado de la ley —pensó Ellis—. Es una pena que Rahmi sea un tipo mucho más atractivo que este policía.
Bajó en el ascensor. En el vestíbulo del hotel el gerente, con chaqueta negra y pantalones rayados, miraba con expresión preocupada a los policías que seguían entrando.
Ellis salió a la luz del sol. El Citroen negro estaba estacionado en la acera de enfrente. Dentro había el conductor y un ocupante en la parte posterior. Ellis se instaló en el asiento trasero. El auto arrancó de inmediato.
El ocupante se volvió hacia Ellis.
—¡Hola, John!
Ellis sonrió. Le resultaba extraño que después de más de un año lo llamaran por su propio nombre.
—¿Cómo estás, Bill? —contestó.
—¡Aliviado! —aseguró Bill—. Durante trece meses las únicas noticias que tenemos de ti son peticiones de dinero. Después recibimos una llamada telefónica urgente advirtiéndonos que tenemos veinticuatro horas para organizar un arresto por medio de un escuadrón local. ¡Imagina todo lo que tuvimos que hacer para persuadir a los franceses de que colaboraran sin decirles el motivo del arresto! El escuadrón tenía que estar listo en las proximidades de los Campos Elíseos, pero para saber la dirección exacta tendríamos que esperar la llamada de una desconocida que preguntaría por Mustafá. ¡Y eso fue todo lo que supimos!