El historiador Narbut, un noble terrateniente al igual que Rynwid, o Surkont, en el año 1805, regaló su reloj a un hombre que, en un día de mercado, le repitió las palabras de una antigua plegaria musical a la diosa y que despertó la curiosidad del recopilador: «¡Pequeña Liethua», dice la canción, «libertad querida! Te has ido a los cielos, ¿dónde estarás? ¿Sólo la muerte nos acogerá? Adondequiera que mire el infeliz, ya sea al levante, ya al poniente, sólo ve miseria, violencia y opresión. El sudor del trabajo y la sangre de los golpes han cubierto la vasta tierra. Pequeña Liethua, libertad querida, baja del cielo y apiádate de nosotros». Es evidente que todo esto parecía escrito para José. Y así, cada uno por su lado, hablaban de ese libro en la parroquia, en la habitación donde se oía el tic-tac del reloj, mientras las dalias asomaban la cabeza por la ventana. Magdalena había plantado un hermoso jardín, y ahora bastaba con ir conservándolo.
Cierta tarde de otoño, José, menos dispuesto a reme morar el pasado, debido a ciertas noticias desagradables que habían llegado a sus oídos en la aldea, exponía lentamente sus quejas. El párroco le escuchaba con las manos cruzadas sobre la barriga, entornando los párpados. En realidad, esas quejas siempre aparecían en sus charlas habituales, pero ahora había llegado el momento de preguntarse cómo había que actuar y la cuestión se refería también a los señores.
José hacía el recuento de los campos de cultivo, los prados y los pastos de Surkont, e informaba al sacerdote de lo que había llegado a su conocimiento. Merecía, cuan do menos, un encogimiento de hombros el hecho de que el que parecía el mejor de todos también se sirviera de subterfugios.
—¿Y para qué lo necesita? —preguntaba José— ¿Acaso cree que podrá llevarse sus bienes a la tumba? Si en todas partes tienen la misma habilidad para ayudarse entre sí, ¿de quién van a ser las tierras? ¿Por qué no quieren comprender que su tiempo ha pasado?
En Letonia, les dejaban sólo cuarenta hectáreas: esto era correcto. El párroco insinuó que el problema no consistía en el número de hectáreas, sino en que la nación estaba corrompida, y en que los funcionarios se inclinaban ante todo aquel que poseía riquezas. Según José, la decisión de cuánto había que quitar y a quién, debería estar en manos de la gente de cada región, pero el párroco replicó que esto sería anarquía. Quizás sí lo fuera, pero ¿qué otra solución cabía, si no?
Sin embargo, ahora la cuestión era hacer algo. José no era partidario de las denuncias, ni de otro tipo de trámites que, aun bajo otro nombre, vienen a ser lo mismo. Pero, a veces, ocurre que no queda otra salida. En tal caso, hay que pensarlo muy bien: ¿convertirse en culpable por indiferencia, o cumplir con el deber por desagradable que sea? Hay que prever también qué consecuencias puede todo eso acarrear al prójimo. De todos modos, a Surkont no le matarían, ni lo mandarían a la cárcel, ni le confiscarían sus propiedades; sencillamente, tendría menos tierras. Más o menos, esto es lo que José trataba de explicar al sacerdote, pidiéndole al mismo tiempo su opinión.
El párroco reflexionó, se acarició la calva y dio al fin la respuesta acertada.
—¿Ha prometido Surkont dar el maderaje para la construcción de la escuela? —preguntó.
—Sí, para cuando empiecen las primeras heladas.
—Después de que él y los demás propietarios hayan dado su parte, ¿cuánto va a faltar todavía?
—Pues, alrededor de 120 estéreos.
—Hmmm.
En este «hmmm» se encerraban muchas cosas. Hasta entonces, a José no le había pasado por la cabeza semejante solución, pero ahora lo veía clarísimo. Bastaría sentarse a una mesa con Surkont y, sin otorgarle demasiada importancia, como si nada, darle a entender que él estaba al corriente de todo y firmemente decidido a no permitir que eludiera la parcelación. Entonces el otro, para ganárselo, estaría dispuesto a todo y el asunto del maderaje quedaría al mismo tiempo resuelto.
No preguntó más, y entablaron una discusión política; es decir, discutieron acerca de si el Gran Duque habría podido salvar a la patria de haber luchado del lado de los caballeros teutones en contra de los polacos en vez de ir con los polacos contra los caballeros teutones. Cuestión importante, si nos atenemos a las consecuencias de la segunda elección. Aunque sólo fuera por la existencia de una Michalina Surkont, que habría preferido morir antes que reconocerse lituana, sin olvidar la del mismo Surkont y de muchos miles como él. Así es cómo, después de un hecho acaecido hacía algunos centenares de años, los círculos iban ensanchándose, como ocurre cuando se echa una piedra en el agua.
—¿Y qué hay del padre de Tomás? —preguntó el párroco.
La sonrisa de José fue mas bien amarga.
—No vale la pena hablar de eso. Ese no volverá. Por el solo hecho de haber servido en su ejército, aquí iría a la cárcel. Seguramente también se llevará al hijo a su Polonia.
El párroco suspiró.
Se avergüenzan de pertenecer a un país pequeño. Sólo les importa ahora la cultura, las grandes ciudades. Pero Narbut sí que se sentía de allí. Aunque, en aquellos tiempos, la nacionalidad era otra cosa.
—Es como si la gente fuera presa de un encanta miento.
El padre Monkiewicz movía la cabeza en señal de desacuerdo.
—No, lo que ocurre es que, en el país, hay demasiadas mezclas. La vieja Dilbin, la abuela de Tomás, es de origen alemán. Y Prusia está llena de apellidos lituanos o polacos, cuando allí todos son alemanes. Esperemos que no salga nada malo de todo este lío.
José devolvió a Tomás la
Historia de Lituania
después de unos meses, y las conversaciones a las que su lectura había dado lugar indudablemente no quedaron registra das ni en la piel del lomo, ni en las rígidas páginas. Vuelta a colocar en el armario, la obra siguió impregnándose de olor a moho, mientras la recorrían pequeños insectos a los que les gusta la vida en la humedad y la penumbra.
José nunca fue a ver a Surkont para proponerle su silencio a cambio del maderaje para la escuela, aunque está comprobado que, durante mucho tiempo, llevó intención de hacerlo. La decisión no era fácil: a un lado de la balanza, había que poner la propia finalidad inmediata del acto, o sea, la escuela y, al otro lado, unos principios y el bien de los más necesitados, que recibirían tierras, de haber parcelación. Se impusieron los principios. Pero esto no determinaba en absoluto qué medios se emplearían. Cabían tres posibilidades: una, comunicar abierta mente a Surkont que estaban al corriente de todo y que, en la ciudad, se diría, a quien había que decirlo, que lo que no es verdad, no es verdad. Es decir, sería como declarar la guerra; dos, no demostrar nada, actuar en secreto, y en secreto presentar la queja a las autoridades; y tres, esperar y, antes de entrar en acción, observar qué saldría de todas aquellas estratagemas. Esta última solución parecía la mejor, pues la precipitación es enemiga del sentido común y más de un problema se resuelve favorablemente con tan sólo un poco de paciencia.
De vez en cuando, aparecían funcionarios lituanos y, entonces, la abuela Misia y tía Helena se escondían, pues consideraban que no convenía recibirles con excesiva cortesía; no querían mancillarse con la poco adecuada compañía de aquellos «porquerizos», como les llamaban, ya que, más que verdaderos funcionarios, eran en realidad campesinos. Tomás miraba por la puerta entreabierta y los veía sentados con el abuelo, quien simulaba beber, para incitarlos a ellos a beber vodka. Luego, el abuelo subía a su coche hasta el granero, y allí Pakienas les cargaba uno o dos sacos de avena para sus caballos.
Estas visitas intensificaban las conversaciones sobre «negocios», en las que tomaba parte incluso la abuela Misia, mientras se balanceaba frente a la estufa, ora sobre un pie, ora sobre el otro. También por negocios el abuelo iba ahora a la ciudad. Colocaba el dinero y los documentos en una bolsa de tela, que se colgaba del cuello, y, para más seguridad, la sujetaba con imperdibles a la camiseta. Encima, se ponía la camisa, un jersey de lana y el chaleco.
Entre las puntas del cuello duro introducía el nudo de la corbata que sujetaba con una goma. De un bolsillo a otro del chaleco colgaba la gruesa cadena del reloj.
Como consecuencia de sus visitas a Borkuny, Tomás se dedicaba a escribir en un cuaderno especial, que pare cía un libro, en la habitación de la abuela Dilbin o, si no podía aguantarla por más tiempo, en el comedor bajo la lámpara. Recortó con cuidado unas cuartillas de papel, pegó los bordes, les puso unas tapas de cartulina y escribió encima: Pájaros. Al hojearlo (cosa que nadie hacía, pues el valor de la obra consistía en que era secreto, y Tomás habría odiado al que se hubiese atrevido a hacer lo), se habrían encontrado, primero, con unos títulos, en letras más grandes y subrayadas, y, debajo, con letra más pequeña, la descripción. Le costó mucho vencer su inclinación por los garabatos; escribía con la pluma, despacio, sacando la lengua. Su esfuerzo fue coronado por el éxito, porque el conjunto no se presentaba nada mal.
Tomemos como ejemplo los picos. Ante todo, el que más le gustaba, y aparecía en invierno en el parque, era grande y de colores variados. Sólo una especie, la grande, tiene la cabeza roja. Así pues, escribía: «Pico dorsiblanco (
Picus leucotos L.
)" y, debajo: "Habita en bosques frondosos con viejos árboles decrépitos, así como en densos bosques de coníferas. En invierno, se acerca a los poblados».
O bien, «Pico negro (
Picus martius L.
), el mayor de la familia de los picos. Es negro, con una mancha roja en la cabeza. Anida en bosques de coníferas o abedules».
Tomás había visto un pico negro en Borkuny: no de cerca, pues no permite que nadie se le acerque; sólo se le puede entrever un instante entre los troncos de los abedules y el eco se lleva su agudo y chirriante crri-crri-crri.
De hecho, ignoraba que, después del nombre latino, se escribía «L.», o «Linni» en recuerdo del naturalista sueco Linneo, quien fue el primero en clasificar las especies, pero nunca dejaba de poner esta inicial para que su libro sobre los pájaros no se diferenciara en nada de otras clasificaciones sistemáticas. Los nombres latinos le encantaban a Tomás por su sonoridad: por ejemplo, el escribano (
Emberisa Citrinella
), o bien el zorzal (
Turdus Pilaris
), o el arrendajo (
Garrulus Glandarius
). Algunos de estos nombres se distinguían por tener una enorme cantidad de letras, y los ojos de Tomás debían saltar continuamente de su cuaderno a la página del antiguo tratado de ornitología para no dejarse ninguna. Ahora bien, si los repetía varias veces, sonaban muy bien: el cascanueces era nada menos que
Nucifraga Caryocatactes
, sin duda una palabra mágica.
Aquel cuaderno demostraba la capacidad de Tomás para centrar su atención en lo que le apasionaba. El esfuerzo valía la pena, porque encerrar un pájaro en un escrito y ponerle un nombre equivale casi a poseerlo para siempre. ¡Qué interminable cantidad de colores, tonos, chirridos, silbidos y aleteos! Al volver las páginas, lo tenía todo ante sus ojos, y Tomás actuaba ordenando, en cierta manera, aquel exceso de existencia. En realidad, en los pájaros, todo causa inquietud: sí, existen, pero ¿podemos simplemente afirmarlo y luego nada? La luz centellea en sus plumas cuando vuelan; del cálido amarillo interior de los picos, que los polluelos abren en su nido escondido entre las ramas, nos llega como una corriente de relación amorosa. Y la gente considera que los pájaros no son más que un detalle sin importancia, algo así como un adorno móvil, casi ni se fijan en ellos, cuando lo que deberían hacer ante semejantes maravillas, es dedicar toda su vida a una sola finalidad: meditar sobre la felicidad.
Esto (más o menos) es lo que pensaba Tomás, y ni la «reforma» ni los «negocios» le afectaban, aunque el apasionamiento con el que oía hablar de ellos le forzaba a tomarlo en consideración. Oía continuamente: «Pogiry», «Baltazar», «el prado», y era lo suficientemente listo como para entender de qué se trataba, aunque no le cayera bien. Deseaba, ciertamente, que al abuelo le salieran bien las cosas, pero habría preferido que no hablara de ello con tía Helena.
Baltazar engordaba a ojos vista. Algunos sufrimientos del alma propician la gordura y son quizás más dolorosos que aquéllos por los que se adelgaza. Cuando oyó hablar del célebre rabino de Szylely, al principio se lo tomó a broma, pero luego su risa se convirtió en una angustiosa duda: ¿sería prudente rehusar una ayuda que a lo mejor podía salvarlo? Decidió tan sólo esperar a poder hacer el viaje en trineo. Con las primeras nieves, llegaron las heladas, cogió frío en los trineos, entró en una taberna para calentarse, se emborrachó y pasó allí la noche, recostado en un banco. Por la mañana, ardor en el estómago, la carretera inhóspita, rígidas columnas de nieve en polvo que el viento, aullando, levanta en torbellino y que hieren con sólo mirarlas. Por fin, llegó a Szylely. La casa del rabino, grande, con el tejado de madera que se hundía de viejo, estaba al final de la calle; se llegaba a la puerta tras atravesar un patio inclinado. Ya en el vestíbulo, le rodearon tres o cuatro personas. Había un montón de gente, jóvenes y viejos, que le preguntaban de dónde venía y para qué. Dejó el látigo en un rincón, se desabrochó la pelliza, sacó el dinero y contó la cantidad que, según decían, había que dejar como ofrenda. Finalmente, le introdujeron en una habitación donde un hombre barbudo, con la gorra hundida hasta la frente, sentado detrás de una mesa, estaba escribiendo en un libro muy grande. Éste le dijo a Balta zar que él no era el rabino, pero que tenía que explicarle a él el motivo de su visita, y él se lo repetiría al rabino: era el reglamento. Entonces, Baltazar, indeciso, empezó a rascarse la melena despeinada y se sintió indefenso. Creía, a pesar de todo, en una especie de rayo que lo traspasaría y le revelaría toda la verdad, incluso a sí mismo. ¿Hablar? Apenas salieran unos pocos sonidos de su boca, se notaría la falsedad y la falta de medios para poder expresarse. Tendría que ir desgranando confesiones totalmente contradictorias y, para colmo, allí, ante aquel judío desconocido, que no cesaba de mover la pluma y ni siquiera le había pedido que se sentara (sólo al cabo de un rato le indicó una silla). De lo que Baltazar fue capaz de balbucear se desprendía que no sabía qué hacer consigo mismo, que vivía y no vivía y que se moriría si aquel santo varón no le ayudaba. El judío dejó la pluma a un lado, hundió la mano en la barba y le preguntó: «¿Tienes hacienda propia? ¿Mujer e hijos?». Y, después, añadió: «¿Son los pecados los que no te dejan vivir? ¿Unos pecados muy graves?». Baltazar asintió, aun que no sabía bien si eran los pecados, el miedo u otra cosa lo que no le dejaba en paz. «¿Y rezas a Dios?», si guió indagando el judío. No entendió la pregunta. Si uno está mal y desea mejorar, es evidente que es Dios quien debería solucionarlo, pero ¿y si no quiere hacer lo? No hay manera de acceder a El. Baltazar iba a la iglesia, como es debido, y por eso movió afirmativamente la cabeza: sí, rezaba.