Se puso las botas de caña alta y brillante, y se abrochó bajo la barbilla el cuello de la chaqueta color azul marino. «¿Adonde va?», preguntó Barbarka. «Y a ti ¿qué te importa? Más vale que me traigas algo de comer, en vez de tanto charlar». De entre unas correas amontonadas en un rincón sacó dos sillas de montar: «Corre, llama a Pietruk y dile que ensille a
Kary
y a
Kasztanka»
. Compareció Pietruk con sus pecas, rascándose, como tenía por costumbre, por el agujero de los pantalones; Romualdo le siguió para asegurarse de que las cinchas quedaran bien ajustadas. Montó ágilmente a
Kary
, las ruedas de las espuelas tintineando, y condujo al otro caballo de la brida. Tras atravesar la pequeña hondonada, empezó a subir por el pedregoso caminito que atraviesa el bosquecillo. Súbitamente, un grévol arrancó el vuelo, el hombre se recostó sobre el cuello del caballo y esperó a ver dónde se posaría.
En el dedo de Romualdo, brillaba un anillo con escudo, pero no de oro, sino de hierro. La casaca era de paño casero, teñido de oscuro. Los príncipes Radziwill, ya a principios del siglo dieciséis, atraían colonos al valle del Issa, y los Bukowski, procedentes del lejano Reino, llegaron con sus carros encapotados, tras atravesar bosques, vados y zonas despobladas, y se quedaron en aquellos bosques inmensos. Estos hombres corrieron distintas suertes. Muchos de ellos quedaron tendidos en los campos de batalla contra los suecos, los turcos y los rusos, batallas próximas o lejanas a los lugares donde se habían establecido. Algunas ramas de la familia Bukowski se habían empobrecido, convirtiéndose en artesanos o campesinos. Pero Romualdo conservaba las tradiciones. Su padre administraba una hacienda propia cerca de Wedziagola; luego, vinieron las particiones, las ventas, las compras y se trasladaron allí. Perdieron su fortuna, pero lo que se es no depende del dinero que se tiene.
Después del bosquecillo, el camino baja hacia unos prados entre un laberinto de cercados hechos de ramas secas sostenidas con varas de madera. El brocal del pozo, los tejados de las primeras viviendas; cuando pasó frente a la casa, ambos se saludaron con un gesto de la mano.
Masiulis, el brujo, estaba sentado de espaldas contra la pared, fumando su pipa. No se tenían mucha simpatía. Poseía tanta tierra como Romualdo, pero ¡vaya vecino!, campesino y lituano por más señas. Acompañó al jinete con una mirada oblicua de sus ojos entornados, aspiró una bocanada de humo, tosió y escupió.
Era un hermoso atardecer. Quedaba aún algo de claridad, que se volvía ligeramente rosada detrás de la negra masa del horizonte, claramente delimitado por las afiladas copas de los abetos; en lo alto, la oblea de la luna y el lejano eco de la melodía de un pastor que tocaba una larga tuba de madera, cubierta de corteza de abedul. Puso el caballo al trote. La tierra ondula, no se piensa en nada, tan sólo se siente la alegría del movimiento, la alegría de la pierna que percibe el calor y la belleza del animal. Pronto, aparecen los pastos llanos y los campos cultivados; a un lado, la mancha oscura del parque y, más allá, en un espacio vacío, envueltas en una niebla azulada, se dibujan suavemente las colinas al otro lado y por encima del valle del río.
A la linde misma del parque, sentada en un banquito cubierto de blancas barbas de musgo, Helena Juchniewicz contemplaba la luna que iba adquiriendo fuerza por momentos. Había salido para descansar y respirar el aire puro de aquel atardecer estival, y que a nadie se le ocurra pensar que lo hizo para ir de paseo con el señor Romualdo (en tal caso se hubiera puesto pantalones, ¿no es así?). No, en realidad, había olvidado por completo que, así, bromeando, lo había citado; ningún deseo pecaminoso había guiado sus pasos. Cuando Romualdo, que había dejado los caballos atados a un árbol, más abajo, junto al camino, empezó a subir hacia el banco, exclamó: «Oh», sorprendida. La saludó con galantería, inclinándose y besando la punta de sus dedos. Hablaron del buen tiempo, de la hacienda, él le dijo unas cuantas ocurrencias divertidas, y ella rió a gusto. Cuando le propuso un paseo, primero se negó afirmando que había perdido la costumbre de montar y que, además, no llevaba un traje adecuado. Pero, al fin, accedió y puso el pie en el estribo como una amazona nata. «¿Adonde iremos?», preguntó. «Probaremos por allí», señaló él hacia adelante, «¿le parece bien?».
El camino, blanco de polvo, conduce desde Ginie, a lo largo del Issa, donde los campos en terrazas se vuelven siempre más inclinados. Primero, a ambos lados del camino, hay tierras yermas y prados; luego, acosado por una prominencia del terreno, el camino se esconde entre los sauces de la orilla, hasta bifurcar, después de atravesar primero una, luego otra aldea, ante cuyas casas descansan grandes fajos de juncos cortados puestos a secar: para los que van a la otra orilla, hay allí un vado, y aquellos que siguen recto, por el camino más largo, deben subir al monte Wilajna. Una corriente rápida socava y descalza un banco de arena, cubierto, en el centro, por matas de juncos. El vado es cómodo, el agua no llega hasta los ejes de los carros. En otoño y en época de lluvias, es peligroso, los caballos relinchan con voz ronca y avanzan asustados, pero no queda más remedio que fiarse de su instinto, porque es imposible saber qué hay delante. El monte Wilajna, sembrado de grandes rocas y arbustos de enebro que recuerdan oscuras siluetas humanas, cae verticalmente sobre el río, que excava en él un barranco. Desde la cumbre, se vislumbra una espléndida vista sobre aquella cinta azul, allá en el fondo, y las islitas alrededor del vado. Pero el monte, salvaje y solitario, nadie sabe por qué, goza de mala fama.
Todo se había sumergido ya en el silencio. Pasaron por delante de un campo cercado que olía a leche recién ordeñada; se oía el ruido de un chorro de leche cayendo en un cubo y la voz impaciente del ama de casa diciendo: «
Eh, Marga»
, cuando la vaca le daba un coletazo en la cara. Avanzaban casi en la noche, cruzando a veces el haz de luz que salía por la puerta de una casa, y acompañados por los ladridos de los perros detrás de los corrales. El agua en el vado centelleaba y su superficie se rizaba ligeramente. Cuando las herraduras de los caballos empezaron a resonar sobre las piedras de la pendiente del Wilajna, lavadas por las lluvias, Helena acortó las bridas de Kasztanka.
—Algo aquí da miedo.
Él se rió.
—¿Qué es lo que da miedo?
—Dios nos libre de pronunciar su nombre.
—Yo tengo un sistema para tratar con él.
—¿Qué clase de sistema?
—Hablarle cortésmente e invitarle a hacernos compañía. Entonces, seguro que no nos hará nada.
—¡Virgen Santa! ¿Cómo puede usted decir eso? Si sigue así, me marcho.
—Lo decía en broma.
Seguían por el camino empinado, la oscuridad iba haciéndose más densa, un débil vientecillo bailaba entre las hierbas. Se pararon al borde del barranco. Abajo, el río brillaba débilmente. Un pájaro en vuelo pió plañidera mente: «tiú-tiú-tiú».
Se quedaron inmóviles, el bocado tintineó y Helena suspiró. ¿Era porque estaba bien hacerlo así, o porque suelen elegirse los gestos y los ademanes que pueden hacerse, o porque a veces se desearía que fuese de otra manera?
La Vía Láctea, a la que allí llaman la Vía de los Pájaros, desplegaba en el cielo sus signos luminosos.
Como una estatua oscura, como una vertical móvil en el lomo del caballo, así es cómo apareció a los ojos de Tomás el señor Romualdo, con su pequeña gorra con vi sera azul marino y la fusta colgando junto a la silla de montar, cuando, saliendo de la alameda, llegó cabalgando frente a la terraza. En poco tiempo, se hicieron grandes amigos. En el comedor, sentados alrededor de la mesa, tía Helena le acercaba las mermeladas y el abuelo le preguntaba sobre las cosechas. Pese a todo, Tomás se daba cuenta, por detalles casi imperceptibles en el comportamiento de las abuelas, de que se mantenían las distancias. El señor Romualdo podía venir de visita, pero no pertenecía al mismo mundo. Lo cual no tenía la menor importancia, pues de su persona emanaba un encanto muy particular. Su visita y la conversación acerca de animales presagiaban nuevas maravillas.
Ante todo, Tomás nunca había ido a Borkuny a pesar de que viviera a tan sólo tres verstas y media. Un día acompañó a su tía, quien tenía que ir a ver al brujo con el fin de obtener unos medicamentos para las ovejas y, aprovechando aquella circunstancia, se le ocurrió a ella ir a visitar también al señor Bukowski. Pasada la
kumietynia
, junto a la cruz, se torcía, no hacia la derecha en dirección a Pogiry, ni por otro camino también a la derecha, y luego, recto, en dirección de la casa de Baltazar, sino a la izquierda, hasta alcanzar la linde del bosque donde, en seguida después de los primeros árboles, se abría un mundo totalmente nuevo; de la colina se bajaba a un pequeño valle, sembrado de bosquecillos, marismas y caminitos de una sola vía que serpenteaban entre la vegetación. La casa y el patio del señor Romualdo aparecían de pronto en el valle, detrás del bosque de abetos. Era un edificio pequeño con columnitas de madera que sostenían la terraza, rodeado de saúcos. Oculto detrás de la casa, estaban el huerto de árboles frutales, los alisos y el pinar de jóvenes pinos, que ascendía en franjas escalona das hasta los pinos de tronco largo. En el interior, olía a cuero, y, por los rincones, había montones de correas, sillas de montar y arneses; entre esos montones y en las paredes, se hallaba cantidad de objetos poco corrientes —cuernos de caza, pitos, escarcelas y cartucheras. Tomás preguntó para qué servían cada uno de aquellos objetos, y Romualdo le permitió coger una escopeta, tras doblarla para cerciorarse si estaba cargada, pero, al oír el ruido del gatillo, se sobresaltó y le dijo que esto no se hacía: cuando se aprieta el gatillo con el fusil descargado, puede estropearse el percutor. Aquella escopeta era del siglo dieciséis, de calibre mediano; la del doce, con un orificio de cañón muy ancho, a veces va mejor, sobre todo para animales de gran tamaño, y la del veinte, la más pequeña, se usa tan sólo para pájaros menudos. El señor Romualdo la había heredado de su padre, y, aunque vieja, disparaba bien. Adornaba el cañón un dibujito sinuoso, labrado en plata: se trataba de una escopeta llamada damascena.
Una chica joven, de aspecto y ademanes modosos, servía la mesa, cubierta con un mantel. Tomás la miraba embobado, o, como suele decirse, no podía apartar los ojos de ella, seguramente por el color de su piel, de una blancura que, suave y gradualmente, iba transformándose en arrebol a la altura de las mejillas; llevaba una trenza recogida de un tono dorado oscuro, y, cuando una vez lo miró por un instante, fue como un misterioso brillo de intenso azul oscuro. Le pareció notar en aquella mirada un destello de simpatía, pero cuando, más tarde, a la hora de irse, oyó que ella le murmuraba por lo bajo al señor Romualdo: «
Szutas
» —se refería a él—, pasó mucha vergüenza, pues, en lituano, aquella expresión equivalía a decir que alguien estaba un poco chiflado. Aquel detalle enturbió toda la alegría de la visita, pero, al mismo tiempo, a partir de entonces, deseó aún más volver a Borkuny, por desafío, o para tratar de arreglar algo.
El señor Romualdo subió con ellos al carruaje. Insistió en que estaba muy cerca y en que su madre se alegraría. Borkuny es un conjunto de tres propiedades, que no tienen nombres separados: las tierras se distribuían de manera que, entre la hacienda del señor Romualdo y la de la vieja Bukowski, quedaban metidas como una cuña las tierras de Masiulis. La casa de la madre estaba situada en la colina y, desde la terraza se abría la vista sobre un pequeño lago, al fondo de una hondonada pantanosa. La señora Catalina Bukowski realmente se mostró muy ama ble y hospitalaria. ¡Pero qué cara! Cubierta de verrugas, de las que sobresalían matitas de pelos, y las cejas descoloridas y arremolinadas, el búho de Tomás la ganaba en belleza. Su voz era honda y baja, masculina. Además, su aspecto armonizaba con su manera de dar órdenes, como pronto Tomás tuvo ocasión de observar. El que llevaba la hacienda era su hijo Dionisio, soltero y ya no muy joven. Nunca la contradecía y se encogía mansamente ca da vez que ella pegaba un grito. A Tomás no le llamó la atención por ningún detalle particular, a no ser por sus botas de caña suave que se ajustaba con tiras de cuero por debajo de la rodilla y se ensanchaba sobre los muslos en forma de cáliz. El tercer hijo, Víctor, un adolescente casi adulto, tenía los ojos saltones y los rasgos mal dibujados, y tartamudeaba; si conseguía farfullar algo, se comía la mitad de las palabras, pronunciando en realidad sólo las vocales, mezcladas a unos sonidos guturales que podían indicar cualquier letra. Por ejemplo: «Ya hemos recogido el heno», sonaba así: «Gaguego guegogigo gue guego».
Y, otra vez, hubo que sentarse a la mesa y volver a comer, ante la botella de
krupnik
: «Usted ya puede beber, ya no es un niño», decían, y añadían: «Bebamos a vuestra preciada salud». Levantaban las copas y el cristal tintineaba. Tomás tomó un sorbo, y los ojos se le llenaron de lágrimas, pues la bebida quemaba como si fuera fuego. En cambio, la señora Bukowski lo vació todo de un trago (hablando de tragos: más tarde, Tomás observó que la señora Bukowski se servía más de uno: simulaba buscar algo en el armario, y clúc, volvía a cerrarlo en seguida con el rostro acalorado). Dionisio llenaba una ronda tras otra, y tía Helena tampoco se quedaba atrás: la verdad es que no bebía como los demás, entornaba los párpados y sorbía el contenido de la copa como si fuera agua. Empezaron a hablar más alto y a contar chistes que él no entendía. En fin, tonterías de mayores: se aburría. Alguien empezó a canturrear. La señora Bukowska se levantó de un salto, corrió hacia la pared y volvió con una guitarra que estaba colgada sobre un tapete con un gatito bordado. Colocada en el centro de la habitación, marcando el ritmo con el pie, atronó a la concurrencia con su voz de bajo:
Dulce Anita, Anita mía,
¿dime por qué te han pegado?
¿Por el azúcar, por el café?
¿o por la honra que te han robado?
No es por azúcar, ni por café
Ni por la honra que me han robado.
Mi madre quiere que en casa esté
Y a mí un mozo me ha enamorado.
Animada por el éxito, se sentó y, pasando los dedos por las cuerdas, cantó la canción de Wurcel, acompañándose con unas lánguidas caídas de ojos. Tomás conocía esta canción, se la había oído a Antonina, y siempre le había producido cierta extrañeza. ¿Cómo alguien puede ser joven como una fresa si ha estado amando durante cuarenta años? De hecho, las palabras de la canción eran como sigue: