A Tomás, también lo bajarán un día con unas correas, encerrado en un ataúd. ¿Incluso si llegara a ser papa? Incluso en ese caso. Pero, si aquel día hubiera explotado la granada, no se habría enterado de que moría, se habría despertado y preguntado: «¿Dónde estoy?». El urogallo que mató Romualdo no tuvo tiempo para el terror. «¡Dios mío, haz que yo no muera lentamente, como la abuela!»
«Echa tú el primer puñado», le dijo en un susurro la abuela Misia. A él, el nieto, el más próximo y, en realidad, el único pariente. Cogió un terrón de tierra amarillenta y la echó; el terrón cayó y se deshizo, otros lo siguieron, golpeando con un ruido hueco la tapa y, poco después, el contenido de una pala dejó caer sobre la tabla superior una fina capa de arena. Trabajaban aprisa; habían llenado ya el espacio comprendido entre los costados del ataúd y las paredes de la tumba, aún se veía la madera barnizada de color marrón y, pronto, tan sólo el vivo color de la tierra. Si la caja, una vez cerrada, incitaba a imaginar su contenido (pues el cuerpo se convertía en-algo-del-interior) tanto más lo hacía ahora: un espacio vacío, un poquito de aire, separado del resto del aire, un fragmento de túnel.
Arriba, los robles. Algunos, muy viejos, ya estaban allí cuando Jerónimo Surkont pasaba por la carretera. Abajo, al final de la ladera inclinada, cubierta de hierba espesa, corre un riachuelo que desaparece bajo un pequeño puente y se precipita más adelante en el Issa. Al otro lado del barranco, árboles frutales y chozas. Esta vista determina el final del viaje. «Hemos de encargar sin falta la placa con la inscripción», dijo el abuelo. Tomás intervino: «Habría que poner: Viuda de un insurrecto del año 1863». Esto la llenaba de orgullo. Antonina prometió: «Tomás y yo plantaremos las flores».
Kielpsz sostenía su cruz con tejadito, y la clavaba con fuerza, rodeándola de tierra y apisonando la tumba rectangular. Aquí, el cronista detiene la pluma y trata de imaginar a las personas que visitarán aquel lugar un día, muchos años después. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen? Su automóvil reluce allá abajo, junto al puentecillo: suben hasta allí paseando. «¡Qué vieja cruz tan curiosa!» «Valdría la pena cortar esos árboles, aquí no sirven para nada.» Sin duda no les gusta la muerte, recordarla rebaja su dignidad, golpean la tierra con el pie y dicen: «Vivimos». Sin embargo, en su pecho también late un corazón, a menudo enloquecido de terror, y el sentimiento de superioridad ante los que ya han pasado no les protege de nada. Unos líquenes azulados cuelgan del tejadito de Kielpsz, y ha desaparecido toda huella de nombre. Las nubes forman panzudas figuras, como entonces, el día del entierro.
Este sonido no recuerda en absoluto las voces que suelen salir de una garganta humana, pero, aun así, Tomás aprendió a imitarlo. Al principio, le costó mucho, pero, tras entrenarse con ahínco, hasta él mismo se extrañó de poder hablar con ellos. En el bosque, al lado de Borkuny, hay una depresión del terreno cubierta de alisos, que, en verano, se transforma en un laguito, y allí es donde aquello tenía lugar. El sol ya se había puesto, las puntas de los alisos se recortaban, oscuras, sobre el fondo color limón del cielo, y se acercaba el momento. Tenía ante sí un muro compacto de árboles jóvenes, permanecía de pie en el cenagal, del que emanaba un olor a hojas podridas, y, furioso, pero con prudencia, evitando movimientos bruscos, aplastaba los mosquitos que se abalanzaban en bandadas sobre su rostro y su cuello. Se llenaban de sangre hasta el punto de que, en la palma de la mano, una vez aplastados, dejaban manchas rojas. Levantó suavemente el seguro de la escopeta a punto de disparar. La escopeta, que habían quitado a Víctor el verano anterior, ya se la había quedado él. «¿Para qué la quieres tú?», decía Romualdo a su hermano, «No tienes tiempo. Además, ¿cuán do sales tú con ella? Se queda colgada en la pared, mientras que Tomás podrá ir de caza algún día.» Y Víctor había accedido.
Unos gavilanes habían hecho su nido en el espesor del bosque, allí donde el acceso era difícil, porque la tierra estaba demasiado mojada. Habían ya criado sus polluelos, que, durante todo el día, iban dando vueltas en el aire, muy alto, como sus padres; pero, al atardecer, toda la familia se reunía allí para pasar la noche. Anteayer, To más había probado su reclamo, y le habían contestado desde tres o cuatro puntos diferentes. El secreto consistía quizás en escoger el momento en el que aún no están todos en casa y se llaman unos a otros. Se oía su chillido siempre más cerca; de pronto, Tomás vio entre las hojas las alas grises abiertas y, poco después, un aleteo en el momento en que el gavilán se posaba sobre la punta fina del árbol. Él no podía ver a Tomás, que estaba abajo, en la penumbra, de modo que llamaba y esperaba respuesta. Fue entonces cuando Tomás levantó muy despacio la escopeta hasta el ojo y apretó el gatillo. ¡Ya cae! Estuvo mucho rato buscando, y ya temía no encontrarlo hasta quizás por la mañana, cuando, de pronto, topó con él: aquella mancha gris, ajena a aquella ciénaga llena de tallos oscuros, parecía casi chillona. Sus largas alas se abrieron al levantarlo, y, al querer estirar las garras convulsivamente apretadas, Tomás se hirió en un dedo: sólo uno era poco tras haber adquirido aquella superioridad sobre ellos. Esperó un día y volvió a pro bar.
«¡Pii-ii!" Este grito penetrante sale tan sólo si se con trae la garganta, y precisamente en esto estriba su dificultad, porque, después de repetirlo unas cuantas veces, la garganta se irrita. Tomás oyó a los gavilanes en algún lugar lejano del bosque. ¿Vendrán, o no vendrán hoy? A su alrededor, se oía tan sólo el zumbido de los mosquitos que bailaban su baile ascendente y descendente en un haz de luz, formando una columna. "Pii-ii», repitió. No sabía qué indicaba esta señal en su lenguaje. Lo único seguro es que era un grito de nostalgia, una llamada. Más cerca. Sí, seguro. Volvió a emitir su reclamo, que fue alejándose en el silencio, en el que otros pájaros habían encontrado ya sus ramas para pasar la noche y ahuecaban las plumas. Y, de pronto, desde varias direcciones, un lamento insisten te. Allí estaban, pues.
Saboreaba su triunfo, aunque procuraba no exagerar.
Los gavilanes, al ser tan jóvenes, no habían aprendido aún a distinguir una entonación falsa. Además, allí no había arrendajos que, con su graznido, denuncian la presencia del hombre. Llamó sólo una vez más, porque, de cerca, a lo mejor adivinarían que no era exactamente su llamada.
Por encima de los árboles, una silueta y luego otra. No, el hecho de que estuvieran volando allá arriba no probaba nada aún. Pero, atención, una sombra pasó entre el cepillo de los jóvenes alisos y se posó. ¿Dónde? Los mosquitos en las manos y la frente de Tomás podían disfrutar a gusto, él no se movía. El gavilán emitía su grito desde la punta de un árbol cercano, pero entre las hojas no se distinguía nada. Si Tomás avanzaba unos pasos, el otro se daría cuenta y seguramente desaparecería con aquel peculiar vuelo suyo, que suele adoptar cuando se enfrenta al hombre: un vuelo misterioso.
El único sistema era arriesgarse y volver a lanzar otro reclamo. Olvidando quién era, trató de adoptar el alma de un gavilán, para que le saliera lo mejor posible. «Pii-ii». El otro, excitado, respondió. Agitó las alas, y esto bastó para que Tomás lo descubriera. Apuntó casi a ciegas; más que ver, adivinó en la oscuridad la mancha color ratón. Después del disparo, el pájaro levantó el vuelo, se curvó y empezó a caer, golpeándose contra las ramas, mientras trataba de detenerse. Tomás saltó hacia él, las varas de los juncos le golpeaban el rostro. Era el segundo, ya había matado dos: algo cantaba en su interior. Lo encontró caído de espaldas, vivo aún, las garras erguidas en actitud de defensa. En vez de los compañeros o de la madre, cuya llamada iba tan claramente dirigida a él, un ser enorme se inclinaba sobre su cuerpo, vencido e impotente. Tomás trataba de justificar su acto pensando que aquella ave rapaz se alimentaba con la car ne y la sangre de los palomos y pollos que destrozaba. Lo golpeó con la culata en la cabeza, y los ojos dorados quedaron tapados, de abajo arriba, por los párpados. Tras sacarle la piel, su carne sería para Lutnia; la piel, disecada, conservará durante un tiempo el aspecto de éste y no de otro ser, mientras no la destruya la polilla.
Si Tomás sentía a veces escrúpulos (solía ocurrirle), se decía a sí mismo que la criatura que se mata igualmente tiene que morir, de modo que da lo mismo que sea un poco antes o un poco después. El hecho de que los animales deseen vivir no le parecía una razón suficiente, puesto que él tenía un objetivo —matar y disecar— y este objetivo le parecía lo más importante. El cielo adquiría una tonalidad azul oscura cuando salió del bosque y atravesó la pasarela sobre el riachuelo. Las ventanas de la casa brillaban entre los arbustos. Barbarka estaba haciendo la cena. ¿Qué dirá al ver el segundo gavilán?
Pero, a la tercera vez, fue un fracaso, los tiros los habían ahuyentado. En varias ocasiones, volvió a hacer gala de su facultad de lanzar el reclamo, hasta que, cierta mañana (durante otro verano), quiso comprobar si podía aún hacerlo y sólo consiguió quedarse totalmente ronco. Estaba cambiando de voz, que se había vuelto grave, y ya nunca más pudo emitir aquella señal aguda, entre el maullido de un gato y el silbido de una bala.
Barbarka propinaba sonoras bofetadas en la jeta del señor Romualdo, tan fuertes que su eco se extendía por el vergel. «¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?», repetía él, retrocediendo. El ataque al adversario por sorpresa es una táctica en general muy recomendada, y, en este caso, la sorpresa fue total. En aquella mañana de domingo, sin haber mediado ninguna discusión ni malentendido, de pronto: «¡Cerdo! Ahora te da por ir con viejas! ¡Toma! ¡Toma! ¡Por el daño que me has hecho! ¡Toma!». La aparición de un cometa no hubiera sin duda suscitado en Romualdo más estupefacción que aquel ataque. Claro que él habría podido agarrar un palo y echarla inmediatamente de Borkuny, pero, por el contrario, se iba ablandando y se preguntaba si ella no se había vuelto loca. Pero Barbarka ya salía corriendo por un sendero, llorando desconsoladamente.
Su llanto era sincero. En sus golpes convergían la ira y el cálculo. Barbarka sentía que era así y no de otra manera cómo tenía que actuar y que, al hacerlo, se exponía a ganarlo, o a perderlo todo. Enfurruñarse e ir rezongando por los rincones de la casa ya no serviría de nada. Además, cuando se da un salto, no se aprecia la distancia mediante la aritmética. Romualdo era un adversario, pero no únicamente eso. Él estaba a gusto con ella, y ella lo sabía. En primer lugar, no le sería fácil encontrar una sirvienta como ella, tan limpia, ordenada y dispuesta para toda clase de trabajos, incluso para arar: en cierta ocasión, había arado ella sola casi todo un campo, cuando él es tuvo enfermo y el jornalero se marchó después de una discusión. Además, cocinaba mejor que las demás. Él ya no era jovencito, tenía sus manías y a una nueva tendría que volver a enseñarle todo. Además, había otros motivos por los que podía sentirse segura de sí misma.
Aquella vida, lejos de todo, les satisfacía plena mente, porque vivían juntos. La primavera y el verano pasaban aprisa, cargados de toda clase de ocupaciones; tantas, que casi no podían con todo. En otoño, ella hacía mermeladas de arándanos y manzanas y, cuando comenzaban las lluvias, se sentaba a la rueca. Sabía hilar fino. Cultivaban su propio lino y compraban lana a Masiulis. Con lo que había hilado, tejía lienzos de lino y paños de lana en su telar. Lo hacía cada día hasta el anochecer (se oía el ruido seco de la lanzadera); se puede hilar de noche, casi a ciegas, pero, para tejer, es preciso tener luz y prestar mucha atención. Ese telar de madera y unas cuantas faldas guardadas en un baúl, constituían la única dote de Barbarka.
Su laboriosa semana terminaba, el sábado, con la ceremonia del baño y, el domingo, con su ida a la iglesia, a pie o en coche. Romualdo no era muy piadoso y faltaba a misa muchos domingos, pues prefería ir de caza.
Romualdo había construido con sus propias manos la caseta para el baño, junto al río, y lo había hecho a conciencia. Se componía de dos cuartos. En el primero, había clavado en la pared unas perchas de madera, para poder colgar la ropa, e incluso talló un banco, para que fuera más cómodo vestirse y desnudarse. Allí también instaló un hogar en el que se introducían unos troncos gruesos que calentaban de tal manera una piedra plana colocada al otro lado del tabique que, si se vertía sobre ella un cubo de agua, desprendía al instante torbellinos de vapor. En la otra habitación, de pared a pared y unos encima de otros, había tres estantes, unidos entre sí para formar unos peldaños. Nada hay más desagrada ble que una caseta de baño en la que entra el viento, de modo que todos los años recubrían con musgo las rendijas que se formaban entre los troncos de las paredes.
Al principio de la ceremonia, Barbarka le lavaba la espalda a Romualdo. A continuación, éste añadía vapor, pues le gustaba muy caliente. Se encaramaba directamente en el último estante mientras ella colocaba a su lado, al alcance de su mano, un cubo de agua fría: si uno se va echando agua fría a la cabeza, puede aguantar más tiempo allí arriba. Barbarka cogía un azote de varitas de abedul y, desde el peldaño inferior, se las pasaba por el pecho y la barriga, lo cual exigía mucha pericia: por efecto del vapor, la piel se vuelve sensible y el más pequeño roce quema como si de hierro al rojo vivo se tratara; un roce suave duele más que un golpe, y el arte consiste precisamente en saber pegar y rozar alternativamente. Romualdo resoplaba y gritaba: «¡Ay! ¡Más! ¡Más!». Hasta que se levan taba de un salto, rojo como un cangrejo cocido y salía corriendo afuera: allí, se dejaba caer en la nieve, se revolcaba en ella unos segundos, lo justo para recibir un latigazo y no sentir frío. Volvía y se subía otra vez al estante, porque le tocaba el turno a Barbarka. La tenía allí arriba tanto tiempo que ella acababa gimiendo: «¡Ay, ay! ¡No puedo más!». «¡Claro que puedes! Date la vuelta» y la azotaba, mientras ella gritaba, riendo: «Basta ya, ¡suéltame!».
Si Romualdo la despidiera, ¿con quién iría a bañarse y quién le frotaría la espalda?
No había la menor duda de que Romualdo, en el baño, la miraba con suma complacencia. Era la encarnación misma de la salud y de la juventud, los senos ni demasiado pequeños ni demasiado llenos, la espalda y las caderas fuertes. Al lado de él, ella era de un rosa pálido, casi blanca. Y, sea por lo que fuere, le daba muchas ocasiones de sentir su orgullo viril.