Sea por lo que fuere. Cuando se sometía al rito amoroso, Barbarka (lo cual no es quizá demasiado idóneo, pero en aquel momento no se piensa en lo que es o no es adecuado) invocaba los santos nombres del Evangelio y, al rendir el último suspiro, gritaba en un susurro: «¡Romuaaaldo!». Él, inmóvil, contemplaba aquella oleada que chocaba contra él, y que él mismo había provocado. Tenía el prurito del trabajo bien hecho. Le satisfacía comprobar que, poco después, ella volvía a jadear y a emitir su confusa letanía. Si esto se repetía una y otra vez, ella no se quejaba nunca. Y no podía siquiera imaginar que pudieran separarse un día. Si algunos antiguos métodos no dieran resultado y viniera un niño, pues bienvenido sería. El mundo parecía renovarse cada mañana, el cristal bañado de rocío, un ligero temblor en las rodillas. De ahí tantas canciones junto al telar, por un exceso de alegría.
Pero ahora lloraba y pensaba a la vez en lo que él debía de estar haciendo en el vergel. Camina por el sendero, dentro de un momento oirá el chasquido de las tablas, él entrará y dirá: «¡Fuera!», pese a que, si la echara así, en un arranque de cólera, actuaría en contra de sí mismo. No necesitaba para nada toda esa historia con Helena Juchniewicz. Barbarka consideraba sus caprichos de nobleza como parte de la tontería masculina, distinta en cada hombre, y que hay que soportar tal como es. No es más que un disfraz, por debajo es como todos. Pero debería darse cuenta de que correteando detrás de una verdadera dama, sólo para demostrar que no era peor que los demás, lo estropeaba todo.
¡Si no fuera por la vieja Bukowski!… Esa era el ene migo. No se oponía a que Barbarka viviera en casa de Romualdo, pues él no podía vivir solo, pero los vigilaba. A veces, él sentaba a Barbarka junto a él en el carruaje e iban así hasta la iglesia; entonces, la madre le reprendía: «¡Qué dirá la gente! Una sirvienta debería saber cuál es su sitio».
Sí, la Bukowski era un obstáculo. Ella tenía la culpa de que le estuviera vedada la felicidad suprema, el sentirse dueña y señora de Borkuny, con la seguridad de que nadie podía ya echarla de allí. Nunca ningún Bukowski se había casado con una campesina, ni siquiera una campesina rica, no como ella. Con la mirada baja, fija en sus rodillas, sentada con las piernas separadas, que tensaban la falda, Barbarka se abandonaba a su desesperación. Los demás obstáculos le parecían ahora una preocupación in necesaria. Si él entrara ahora, ella caería de rodillas ante él y le pediría que la perdonara, con tal de que todo siguiera como hasta entonces.
La nuca robusta de Romualdo estaba surcada de pequeños rombos. Ahora se había puesto roja como un moco de pavo. Estaba de pie, inmóvil. De pronto, empezó a caminar aprisa, en dirección a la casa, pero se detuvo junto al porche. Al cabo de un instante, subió despacio la escalera y, ya en su habitación, descolgó su escopeta.
El bosque, cuando se pasa en él muchas horas escuchando su murmullo, es buen consejero. Sus consejos o el hecho bien conocido de que la dureza de los hombres es tan sólo aparente, hicieron que, cuando volvió por la tarde, no dijera ni una palabra. Hasta la noche, cuando ella hubo ordeñado las vacas, no se oyó su rotunda llamada:
—¡Barbarka!
Entró en la habitación temblando.
—¡Acuéstate!
Romualdo sostenía en la mano la fusta con la pezuña de ciervo. Le levantó la falda y le azotó el trasero des nudo, sin prisa, pero haciéndole daño. A cada golpe ella lanzaba un gemido, se retorcía, y mordía la almohada, pero se sentía feliz. ¡No la había rechazado! ¡La castigaba, por lo tanto la consideraba suya! Su castigo era justo. Se lo tenía merecido.
Lo que pasó a continuación puede ser considerado un premio, tanto más cuanto que el amor se vuelve más dulce cuando va unido a las lágrimas y al dolor. Aquí conviene señalar uno de los rasgos más curiosos del ser humano: incluso cuando se acerca a la cima del éxtasis, no le abandona el pensamiento, que sigue fluyendo independientemente del frenesí carnal. Entonces, más que en ninguna otra circunstancia, siente como una doble naturaleza. Los labios de Barbarka iban soltando nombres de santos, testimoniando así su filial fidelidad a la Iglesia, así como su incapacidad para expresar la vehemencia de sus sentimientos en otro lenguaje que no fuera aquél, mientras el pensamiento seguía calibrando su triunfo. Ella, quien unos momentos antes se conformaba totalmente con que las cosas siguieran tal como habían sido hasta entonces, iría ahora más lejos y se disponía ya a luchar contra la vieja Bukowski. La Barbarka visible deseaba que él la desgarrara y la colmara, mientras la Barbarka invisible le insinuaba que, si de todo ello nacía un niño, tampoco estaría mal. Y las dos mantenían entre sí cierta complicidad.
Dentro de una semana tendría lugar una cacería de urogallos, y la aventura de tía Helena sumió a Tomás en la mayor de las perplejidades. Aunque por muchos motivos no le era simpática, se sentía atado por la solidaridad familiar. ¿Qué había ocurrido? Helena iba a Borkuny en el carruaje, y Tomás no dejó escapar la ocasión. Sostenía las bridas y el látigo, iban sentados uno al lado del otro, ya estaban en el bosquecillo, el caballo empezaba a remontar la cuesta, cuando de pronto… Era difícil saber si primero vio, u oyó. Por detrás de un joven abeto, hubo un destello blanco, seguido de unos gritos que salían de la garganta de Barbarka, a quien jamás había visto de aquel modo. Quedó petrificado de estupefacción. Sofocada, con las cejas fruncidas, agitaba una vara de avellano y vociferaba:
—¡Perra! ¡Ya verás! ¡Te enseñaré yo a ir por ahí con tus amoríos!
Y siguió toda una sarta de maldiciones en los dos idiomas.
—¡Que te vea yo una vez más en Borkuny! ¡Que te vea yo!…
Restalló la vara, y Helena llevó las manos a las mejillas; restalló otra vez la vara, y Helena se cubrió con el brazo. Cómo comportarse en esos casos superaba todos los conocimientos de Tomás. Tan sólo supo golpear al caballo; las ruedas giraron ruidosamente.
—¡Da la vuelta! ¡Da la vuelta! ¡Dios mío!, pero ¿por qué, por qué? —se lamentaba Helena—. ¡Da la vuelta, Tomás, no volveré a pisar esa casa!
Sí, era fácil decirlo, pero el camino era estrecho e iban aplastando arbustos, y la rueda chirriaba contra el flanco del carruaje; estuvieron a punto de volcar. Gruesos lagrimones resbalaban por la cara de tía Helena. Estaba colo rada y, sobre todo, expresaba en voz baja su estupor. Juntaba las manos como si rezara, y el azul de sus ojos clamaba al cielo venganza por aquel ultraje inmerecido.
—¡Qué horror! ¡No entiendo nada! ¿Pero por qué? ¿Cómo se ha atrevido? Debe estar loca.
Tomás se sentía incómodo y procuraba no volver la cabeza, simulando concentrarse en los caballos. Además, tenía bastante tema de meditación. Amoríos… eso, sí, era cierto. Todas aquellas muecas acarameladas que dirigía a Romualdo. Cuando estaba con él, los ojos se le volvían como dos ciruelas húmedas. ¿Pero a qué venía aquella intervención de Barbarka? No podía entenderlo. ¿Acaso se había hartado él de las tonterías de Helena y le había ordenado a Barbarka que la esperara en el bosquecillo? ¿Cómo podía aliarse con su sirvienta en contra de su tía? ¿Qué le importaban a Barbarka los asuntos de Romualdo?
Tomás había quedado con él para ir de caza. Aquella amistad masculina no se resentiría por culpa de una tontería como aquélla, una discusión muy poco seria de gente mayor. Lo malo es que ella ya no volvería a Borkuny y le prohibiría ir a él, y, si él, a pesar de todo, iba, podría parecer feo. ¿Se lo prohibiría? Quizás no. En todo ello, había algo vergonzoso y, deteniéndose en la frontera de las cosas poco claras, Tomás adivinaba que su tía no tenía motivos para vanagloriarse. Aunque Helena no dijo ni una palabra, de su silencio nacía una especie de acuerdo entre los dos. Su rostro se volvió lúgubre, dos pliegues se formaron junto a los labios, se tambaleaba en el carruaje como una lechuza.
—¿Cómo? ¿Tan pronto? —preguntó la abuela Misia.
—Pues sí. Bukowski no estaba en casa —mintió He lena, como sin darle importancia.
Así fue cómo se afirmó una especie de supremacía de Tomás y, al mismo tiempo, se estableció la complicidad entre los dos. Desgraciadamente, al recuerdo de Barbarka enfurecida se mezclaba otro recuerdo, que le afectaba tan sólo a él. No hacía mucho, en una de sus salidas con la escopeta, mientras iba paseando por la linde del bosque, salió de la espesura, muy cerca ya de los campos del pueblo de Pogiry. Un viejo campesino, subido a un carro, colocaba las gavillas que un joven le pasaba desde abajo con la ayuda de una horquilla. Al ver a Tomás, quien lo saludó amablemente con un Padék Dévu (o sea «Dios le ayude»), interrumpió su trabajo e, irguiéndose sobre su montón de gavillas, empezó a insultarlo agitando al sol su puño cerrado. Tomás no se lo esperaba en absoluto, apenas si lo conocía de vista, y sentirse así, de pronto, objeto de semejante odio inmerecido fue para él una experiencia muy dura. Si la ira se enfrenta a la ira, es más soportable, pero allí la ira se había desatado contra su amabilidad, sólo por el hecho de ser él hijo y nieto de señores. No sabía dónde meterse, se alejó despacio para que no pareciera que huía, el rostro le quemaba de vergüenza y pena, y sus labios, aunque no lo hubiera confesado a nadie, temblaban y se doblaban en forma de herradura.
Algo en el repentino ataque de Barbarka le recordó aquel día. Al fin y al cabo, él, con Helena encima del carruaje, era una cosa, y Barbarka otra. Pero ante todo sobre Romualdo recaía la responsabilidad por aliarse con… e inesperada y obstinadamente, se le apareció de pronto el amado y sacrílego Domcio, con quien había soñado varias veces bajo la forma de Barbarka. «¡Vaya compañía ese señor Romualdo! —y la abuela Misia recalcaba la palabra «señor»—. ¡Con todos esos desharrapados que entran en esa casa!»
Romualdo olía a tabaco y a fuerza. Tomás no quería perderle. De pronto, se dio cuenta de que de lo que se trataba era de los urogallos, la escopeta, todo, y se asustó de cómo por unos instantes pudo tener semejantes pensamientos. A fuerza de insistir, arrancó a la abuela Misia unas tiras de lienzo para envolverse los pies y se procuró unas sandalias de líber de tilo, pues no se metería con botas en las marismas.
Las calderas para la destilación clandestina del alcohol estaban situadas en el bosque, en un lugar de difícil acceso, e incluso si la policía apareciera por allí sería tan sólo para poder luego probar en casa de Baltazar el producto obtenido. Se marcharían con algunas botellas bajo el brazo, por declarar en sus actas que no habían encontrado nada. Baltazar necesitaba el vodka no sólo para su uso particular (la cerveza no le bastaba), sino también para venderla. Desde que una comisión había visitado el bosque, a la que él mismo había acompañado, la hostilidad entre el pueblo de Pogiry y él había ido en aumento. La verdad es que los tres funcionarios, después del buen trato que habían recibido en casa de los Surkont, volvieron a subir a sus carros de muy buen humor, con la cara muy roja y cantando durante el viaje. Uno de ellos estuvo incluso a punto de caerse, cosa que no pasó desapercibida para muchos. Acabaron de animarse en la casa forestal, de modo que árboles no debieron ver muchos, sí, más bien, mucha hierba. Por motivos que habían sido muy debatidos, los habitantes de Pogiry preferían que el bosque pasara a ser propiedad del Estado, a pesar de que perderían alguna ventaja, como la de poder llevarse de vez en cuando algún árbol, cosa que Baltazar les permitía. Nadie, excepto José, sabía exactamente cuál era la fecha de la partición entre Surkont y su hija, pero intuían que el bosque desempeñaba un papel de suma importancia en lo que se refería a los pastos en litigio entre ellos y la propiedad de los Surkont. Acusaban a Baltazar de estar de parte de Surkont en ese asunto, y el alcohol clandestino servía para regar las gargantas más vocingleras. Además, si Baltazar se negaba a repartir gratuitamente, podían vengarse conduciendo a la policía hasta el lugar donde se ocultaba el alambique.
En aquellos tiempos, junto al muro de la iglesia de Ginie, los hombres se reunían después de misa en pequeños corros y hablaban a menudo del bosque.
—Es muy astuto —decía el joven Wackonis.
Hacía tiempo ya que no usaba el blusón militar; vestía ahora, como José
el Negro
, una especie de casaca de paño casero, cerrada hasta el cuello. Cuando se encontraban, simulaban no acordarse del episodio de la granada. Pertenecía al pasado y se había hundido en él como una piedra en el agua.
—El —y su lengua humedecía el papel de un cigarrillo que acababa de liar— no entregará su tierra a nadie.
Lo decía en un tono indiferente, y ni la mirada ni un sólo movimiento de su rostro delataban su verdadera intención. Pero José sabía que les tomaba el pelo por su credulidad.
—Quizás ahora no la entregue —asintió—. Pero lo hará dentro de un año, o dos.
—Baltazar está de su parte.
—Se está poniendo la soga al cuello.
—Sí, se la está poniendo. Dicen que la Juchniewicz va a echarlo.
—¿Quién lo dice?
—Hoy, en la
kumietynia
. Ella estuvo allí y le buscaba una casa. El aquí, y ella en la casa de él.
José escupió en señal de disgusto.
—¿Van a tenerlo ahora como jornalero? No creo que sea tan tonto.
—¿No lo es ya?
—¿Quién puede obligarle a dejar el bosque? Si él no quiere, no pueden hacerle nada. Lo mandarán ante los tribunales, pero podrá seguir con esa historia diez años más.
—Pero ya sabéis que Baltazar es miedoso. Se cae una piña, y él cree en seguida que se caerá el cielo detrás.
—Hay que ver lo que la bebida puede hacer de un hombre.
La opinión de Wackonis, según la cual, para apreciar a los hombres, hay que partir de la observación, expresaba una actitud bastante común entre los habitantes de Pogiry en lo que se refería a Baltazar: una gran hostilidad, pero también mucho desprecio. Para decirlo de otra manera: consideraban que, mientras cualquier persona podría dar cien pasos sin problema alguno, Baltazar se agotaba dando vueltas y aporreando con los puños paredes inexistentes. Pero él no sabía que tenían de él esa opinión y que al desprecio iba unida también cierta dosis de compasión. La prisión en la que se debatía le parecía a él real y, si hubiesen tratado de explicarle que era víctima de una alucinación, habría ignorado sus argumentos, seguro de que los demás estaban ciegos y no entendían nada. Les llenaba de vodka para que se alegraran los rostros por unos instantes y para oír, sentado entre ellos, algún elogio que le demostrara a sí mismo que «Baltazar es bueno». Nunca hasta entonces, inmerso como estaba en sus problemas íntimos, había tenido que ocuparse de lo que los demás pensaran de él. Las cosas le iban bien, algunos hasta le envidiaban un poco, pero nada más. Ahora, en cambio, esa maldita comisión y las maquinaciones de los señores, y, como si todo eso ya no le apartara lo bastante del pueblo, Surkont había aludido tímidamente a algo referente a su hija: una sola frase, pero fue suficiente para poner a Baltazar sobre aviso.