El líquido de la cocción borboteaba trabajosamente en la caldera y el reflejo de las llamas iluminaba aquel rostro de mejillas redondas. Toda la instalación se encontraba debajo de él, en un hueco excavado en la tierra. Baltazar está sentado en el borde; a sus espaldas, la oscuridad, de la que emergen las relucientes hojas de los avellanos. ¿Por qué alguna mano tendida por encima de los bosques, ocultando estrellas, no llegaba, guiada por la luz de la luna sobre las olas del Báltico, hasta aquel punto diminuto de la tierra que gira y, agarrando al pobre Baltazar, no se lo llevaba? Hacia dónde, daba lo mismo; podría, por ejemplo, dejarlo caer en medio de una orquesta, durante un concierto, en alguna gran ciudad; los atriles se caerían, cundiría el pánico, y él se arrastraría a gatas, moviendo pesadamente los pies enfundados en sus largas botas, hasta que, por fin, se levantaría, tambaleándose, despeinado.
—¡Grita!
Y Baltazar, obediente a la orden de su perseguidor, arrojaría a la sala la confesión del mal secreto que con sume a tantos de los que hemos nacido junto a las orillas del Issa.
—¡No basta! No basta. ¡Vivir no basta! —¡Grita! Un aullido salvaje: —¡Así no! ¡Así no!
Contra el hecho de que la tierra es la tierra, el cielo es el cielo, y nada más. Contra los límites que nos ha impuesto la naturaleza. Contra la necesidad de que el yo sea siempre el yo.
Pero ninguna mano se lo llevará, y Baltazar tenía hipo. Se rascaba el pecho, introduciendo los dedos por la camisa desabrochada; se cubría la espalda con una pelliza, la noche era transparente y fría.
El desprecio colectivo del pueblo de Pogiry se explica fácilmente, porque aquel hombre no sabía lo que quería. Se complicaba la vida y se enredaba, quizás únicamente para no quedarse a solas con aquel terror suyo, sin forma ni nombre. Pero no sería inverosímil creer que, desde el principio del mundo, lo esperaba, en algún lugar, ese destino que sólo él podía cumplir y que no cumplió, y que, en el lugar donde debía crecer un roble, había tan sólo un espacio vacío y el esbozo apenas perceptible de unas ramas.
Se deslizaba desde el borde al fondo de aquel agujero, se ponía en cuclillas, colocaba su cubilete debajo del tubo.
Bebía. En las profundidades del bosque, resonaba el lamento de un pájaro despedazado. Otra vez el silencio y el crepitar del fuego. El cielo empezaba a palidecer; una estrella fugaz trazó, al caer, una línea allí donde aún estaba oscuro.
—Matar.
—¿A quién?
—No lo sé.
La agachadiza es como un relámpago gris. Levanta el vuelo y, muy cerca aún del suelo, hace unos movimientos en zigzag tras lo cual endereza el vuelo. Cuesta adivinar por qué, pero todo parece como si, en el orden del universo, se hubiera previsto desde hace mucho tiempo que el hombre inventara la escopeta.
Karo
temblaba, con la pata delantera levantada. Romualdo disparó y mató al pájaro. Tomás, en cambio, ni había tenido tiempo de levantar su fusil hasta el hombro.
Esto ocurría en una pradera pantanosa, donde entre la hierba brillaban charcos de agua rojiza, oxidada. La humedad refrescaba agradablemente los pies, protegidos contra los tallos punzantes y las víboras por las tiras de tela y las suelas de líber de tilo. El sol del amanecer jugueteaba en el rocío. Iban en fila detrás del perro. Tenían que haber ido de caza los cuatro, pero Dionisio se excusó al último momento, de modo que fueron sólo Romualdo, Tomás y Víctor.
Seguramente, en otros tiempos, aquello había sido un lago, pero ahora, sobre lo que había sido su fondo, se extendían amplios prados en los que crecía el carrizo y, más allá, frente a ellos, se abrían vastos espacios cubiertos de musgo rojizo, en el que crecían pinos enanos y, aquí y allá, matas de juncos enmarañados. Al entrar en la zona de los primeros arbolitos, Tomás aspiraba tan conocido aroma. Era el reino de los olores. Del musgo emergían arbustos de
ledum palustre
, con sus estrechas hojas como de cuero, y bayas azules de los arándanos de las marismas, del tamaño de un huevo de palomo, que maduran en el aire cálido impregnado de vapor. Tienen un gusto refrescante, pero no se puede comer muchas a la vez porque acaban mareando, aunque no se sabe si por culpa de ellas, o por aspirar tanto tiempo aquellos aromas. Los urogallos jóvenes, conducidos por su madre, encuentran allí suficiente comida, y los gallos, que pasan el verano solitarios, se hunden en la espesura en la época de la muda: durante unos días casi no tienen fuerzas para volar.
—¡Busca,
Karo
, busca!
Karo
corría en círculo, su blanca pelambre con man chas amarillas aparecía y desaparecía, movía la cola y se volvía a veces para mirarles, con aire interrogante. Romualdo, vestido con una chaqueta de grueso tejido de cáñamo, con la cartuchera a la cintura y la correa de la escarcela pasada por el hombro, le señalaba la dirección con la mano. Víctor cargaba una gran bolsa de piel con los accesorios para su fusil a pistón.
Tomás había ido a Borkuny como si no hubiera ocurrido nada y, al saludar a Barbarka, simuló no haber estado aquel día en el carruaje. Más tarde, cuando caminaban a solas, Romualdo preguntó a Tomás, sin demostrar demasiado interés.
—¿Y tu tía? ¿No piensa venir por aquí?
Tomás se quedó de una pieza. ¿Para qué aquella comedia? Pero se dio cuenta de que, si se metía en ella, acabaría enredándose.
—No sé. Debe estar ocupada.
Y ya no se habló más de ella. Con la escopeta a punto, seguía con la vista las correrías de
Karo
, totalmente concentrado e inquieto por lo que iba a ocurrir. Desde hacía tiempo, le dolía el hecho de no haber podido matar ni un solo pájaro en vuelo; los jóvenes patos silvestres de aquel día no contaban; había disparado a bulto al mismo tiempo que Romualdo. Ya era hora de acertar al menos una vez, y los urogallos le ofrecían una buena ocasión. La primera pieza de hoy —aquella agachadiza— no hizo más que aumentar su tensión, pues saber seguir con la escopeta sus movimientos, calcular la distancia que uno debe adelantarse, todo ello en el tiempo de un segundo, le parecía algo totalmente inalcanzable. Si al menos hubiera tenido la agachadiza en su mira, pero no; había ocurrido todo tan aprisa que apenas si se le había aflojado el nudo de la garganta, y
Karo
ya traía la pieza.
—Ahora ya no levantan fácilmente el vuelo —dijo Romualdo—, es más fácil que el perro dé con ellos. No mires hacia arriba, Tomás.
Se hundían en el musgo hasta las rodillas.
—Allí podría haber, mira.
Pero no había, y siguieron adentrándose en aquel terreno musgoso.
Karo
sacaba la lengua, la escondía y volvía a su trabajo.
Sí, lo peor es que el hombre no se lo espera. Primero concentra su atención y se acerca con cautela a cada arbusto, pero luego olvida un poco la finalidad de su excursión, se deja llevar por el ritmo mismo de sus pasos, y los juncos, como los que ahora tenían frente a ellos, pasan a ser tan sólo algo que pronto dejarían atrás. Y precisa mente entonces, como para fastidiar…
Por unos instantes perdieron a
Karo
de vista. De pronto, Tomás se sintió acosado, alcanzado por el fragor de un sonido que había estallado en el aire; un estampido, el mundo se deshace en pedazos, pánico, fuego, la sangre inunda el rostro, la vista se nubla, las manos tiemblan. Este. Este. Y todo tan cerca que veía sus cuellos estirados y sus picos, como los de los pollos, entre un confuso revuelo de alas. Apuntó, o mejor dicho no apuntó, apretó el gatillo apresuradamente, con tal de disparar, esperando un milagro. Víctor junto a él se inclinaba, encorvado, torpe, y Tomás oyó su disparo, su propio urogallo siguió volando, y otro, frente a Víctor, cayó; el perro se agitaba de un lado para otro sin saber si atrapar el urogallo de Víctor o el de Romualdo.
Mientras sacaba el cartucho vacío, Tomás trataba de afrontar virilmente su derrota, pero el cielo claro llevaba ahora un crespón negro, y el corazón le latía apresurada mente como después de un susto. Esperaba (si es que había tenido tiempo de pensar en algo) que acertaría de milagro, que se lo había merecido; asumía toda la culpa, otra vez sería más listo.
Víctor golpeteaba la pólvora con la baqueta, cebando su chopo.
—Gagui gueg gogueguegog gogaguía (es decir: «Allí los cogeremos todavía») —dijo con tacto, dando a entender que no valía la pena preocuparse por un tiro fallido.
A Tomás se le pasó pronto el mal humor, tanto más cuanto que se sentía obligado a poner al mal tiempo buena cara. El futuro le atraía: ahora calma, sobre todo mucha calma. Por todas partes, les rodeaba la canosa blancura de los pinitos enfermizos, sus ramas bajas se secaban y de ellas colgaban largas barbas de líquenes. Romualdo alzaba el dedo, observando los movimientos del perro.
—Lo tiene, ya lo tiene.
El perro quedó inmóvil, con el rabo tieso. Se acerca ron a grandes zancadas, preparados. Dentro de Tomás algo gemía, implorando ayuda.
—¡Pif!
Karo
avanzó un poco más, pero volvió a su posición estática, magnéticamente atraído por un punto.
—¡Pif!
Quizá haya quien pueda soportarlo, pero Tomás no: cuando acababa de decidir que conservaría el equilibrio, se oyó un fuerte chasquido, como el de una tela que se rompe, distinto al que esperaba oír, y, a continuación, una vibración, el palmoteo de unas alas blancas que se agitaban a poca altura y el tiro de Romualdo.
—¡Son perdices nivales! Trae,
Karo
, trae.
La perdiz era blanca y parda, las patas con polainas, y la nieve de las alas destacaba del resto del cuerpo. Tomás echó una mirada oblicua a la escarcela de Romualdo y sintió envidia en vez de alegrarse de haber conocido una nueva especie, cuyo nombre latino podría inscribir en su libro.
Le reconfortaba el hecho de haber sabido dominarse. Había controlado sus reacciones y, gracias a ello, su conciencia de cazador había quedado a salvo. Quedaba todavía una esperanza, y así el esfuerzo de ir sacando y hundiendo los pies en aquella masa esponjosa no se hacía penoso. A cada paso, el agua que impregnaba su calzado se escurría con un suave chapoteo. Mataron una víbora a la que
Karo
ladraba furiosamente, levantando el labio superior, con la misma expresión que pone una persona cuando come algo demasiado ácido. Ahora, el perro avanzaba en línea recta. Había tiempo de sobras para volver a elaborar una vigilancia razonable. Despacio, levantando una pata tras otra,
Karo
se volvió para comprobar si le seguían, si aprovecharían la ocasión.
Una explosión. ¡Dios mío, era tan fácil, tan fácil! Volaba hacia ellos, no había que apresurarse, ya lo tenía en la mira: ¡Dios mío, haz que acierte! Un tiro, y Tomás, atónito, sin querer admitir que realmente había sido víctima de aquella desgracia, vio al urogallo proseguir tranquila mente su vuelo. Aquella contradicción entre su voluntad concentrada, el conjuro y el hecho ocurrido le dejó completamente anonadado. Porque la verdad es que, igual que aquella vez, estaba convencido de que existía como una relación entre él y el animal y que el acto de apuntar era superfluo, como si fuera la consecuencia de una gracia particular.
Muy cerca de él cayeron dos jóvenes urogallos, abatidos por el doble disparo de Romualdo. Los dos estaban solamente heridos: hay un tipo de herida que paraliza al animal y no le deja ni volar ni correr, pero su vida sigue, intacta. Tomás los levantó y ellos movieron el cuello en todas direcciones. Sentía que tenía la obligación de cumplir con aquel deber, puesto que no había sabido cumplir con el otro. Los cogió por las patas y golpeó sus cabecitas con la culata del fusil, pero fue en vano, pues se quejaban con un agudo cacareo. Un áspero placer, como para descargar la rabia, y al mismo tiempo un sentimiento de vergüenza, que no obstante quedaba atenuado por la idea de que había que hacerlo así. Dejó el fusil apoyado en un árbol, y, tomando impulso, con todas sus fuerzas, empezó a golpearlos contra el tronco de un pino joven. ¿No os basta? ¡Bien, pues aquí va otra! Hasta que abrieron los picos y dejaron caer gotas de sangre.
—Ahora vamos a descansar. Comeremos algo, porque mi estómago se queja. El sol ya está alto.
Se sentaron en unas matas y comieron pan con queso que Romualdo había sacado de su bolsa. Tomás nunca se había sentado como hoy, junto a ellos, pero los sentía súbitamente ajenos, como separados de él por una barrera. Ellos habitaban un país en el que él no podía entrar. Incluso Víctor, el tontorrón de Víctor, había disparado y acertado. Había en ellos algo distinto, que él no poseía. ¡Pero si él sabía acercarse a los animales y más de una vez lo habían elogiado por ello! Le parecía un misterio que Víctor, con su extraño aspecto desgarbado, supiera y él no. Una serena claridad resplandecía en lo alto, los vapores del pantano aturdían, las lagartijas correteaban sobre sus secos islotes entre líquenes. Simulaba tomar el sol dormitando, pero en su interior la tristeza hacía rodar pesadas y frías bolas.
—¿Por qué no disparas, Tomás?
No podía. Sabía que no haría más que aumentar las dimensiones de su fracaso. ¡Vaya día! Pronto terminarían, una colina calva aparecía ante ellos, desde allí arrancaba el camino circular que conducía a Borkuny, y ya estaban cerca. Esta vez, Víctor falló, no así Romualdo. Pero, cuando, al llegar a terreno seco, vio levantarse un vuelo, no pudo contenerse; le pareció que le había sido reservada para el final una compensación, y que no había merecido aquel rechazo.
Romualdo observaba con interés su escopeta humeante y el vuelo del urogallo.
—Hoy no has tenido suerte, a veces ocurre.
Sus palabras no reproducían la situación en su totalidad. Tomás se odiaba a sí mismo, porque había decepcionado a Romualdo.
Si la caza del urogallo dejó tan mal recuerdo en Tomás fue porque, desde hacía tiempo, sospechaba que había en él importantes fallos. Se creía un buen cazador a la hora del reclamo, del acecho, o de convertirse de pronto en un árbol o en una piedra; incluso le parecía poseer para estas cosas cualidades poco corrientes. También se consideraba buen tirador, cuando estaba escondido; sin embargo, el motivo más fútil lo perdía, hasta llegar a producirle fiebre. Si la prueba con los urogallos era decisiva, el obstáculo que se levantaba ante él era infranqueable. Nunca llegaría a ser una persona completa, todo el edificio, hecho de juicios sobre sí mismo, se le derrumbaba estrepitosamente. Se había esforzado tanto, había deseado tanto, se había acostumbrado tanto a considerarse un ciudadano del bosque. Pero he aquí que, por esa especie de ironía superior que niega lo que más se desea, oía una voz que le decía: «No». No. Así pues, ¿quién debería ser? ¿Quién era él en realidad? La comunidad de intereses con Romualdo, el mapa del País de los Elegidos, todo lo perdía. Pero no podía separarse de su fusil, de modo que, dolorido, se iba al bosque y, allí, olvidaba sus penas.