El golpe cayó sobre el cráneo de Baltazar. Su cuerpo trazó un círculo vacilante y se desplomó cuan largo era. El eco repetía «aquí está», se oían los jadeos de los hombres cansados y el tumulto de los pasos precipitados de los demás.
Entretanto, la casa de Baltazar terminaba de arder, al igual que los establos, las cuadras y las pocilgas. De la hacienda forestal sólo quedó la granja.
—Le está bien empleado.
—¡Ese hijo de Satanás!
El viejo Wackonis había muerto, pero Baltazar seguía vivo. Lo trasladaron a Ginie, a casa de su suegro. Surkont mandó inmediatamente llamar al médico. Tomás nunca había visto al abuelo en tal estado de irritación. Él, siempre tan suave y conciliador, contestaba con brusquedad, se volvía de espaldas, sus blancos bigotes recortados se erizaban, farfullando a medias no se sabe qué palabras. Se fue al pueblo y se sentó junto al enfermo, que no recuperaba la conciencia.
La gran lámpara de petróleo, colocada sobre un esca bel, iluminaba con gran claridad. Baltazar estaba acostado en una cama, de la que habían retirado todas las almohadas, menos una, que pusieron bajo su cabeza. Le habían quitado ya el barro y la sangre que lo cubría; su rostro moreno, ahora lívido, destacaba en la blancura del vendaje, hecho con un grueso tejido. Tenían que administrarle la extremaunción, pero, entonces, inesperadamente, abrió los ojos. Su mirada tranquila era como de sor presa. Parecía no entender dónde se encontraba, ni qué podía significar todo aquello.
El sacerdote, ligado por el secreto de confesión, no divulgó nada de lo que había oído, tan sólo aseguró que Baltazar tenía perfectas sus facultades mentales. Es posible que aquel golpe le hubiera librado de las telarañas y de las nieblas en las que se debatía. Su última conversación con el sacerdote fue larga. Luego, a medida que iban pasando las horas, Monkiewicz repitió algunas de las cosas que acababa de oír, explayándose siempre un poco más y encontrando justificaciones para hacerlo. Tenía por costumbre recurrir a ciertos detalles para ilustrar sus enseñanzas sobre las trampas de que son víctimas las almas humanas, y, así, muchos de los hechos llegaron a conocimiento de la gente.
A pesar de su experiencia y de todo lo que había llegado a oír en su confesionario, se le notaba muy afectado. No sólo por los graves pecados (Baltazar se los expuso por primera vez, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de que existían y los hubiera descubierto de pronto), sino aún más, quizás, por la resignación u obstinación con la que aquel hombre repetía una y otra vez su convencimiento de que estaba condenado. El párroco le explicaba que nadie tiene derecho a decir eso, que la bondad divina no conoce límites y que el arrepentimiento de los pecados es más que suficiente para obtener el perdón. Baltazar se arrepentía sinceramente, y con todas sus fuerzas. Tantas, que volvía su dolor contra todo lo que había sido hasta entonces, sin eludir nada. Escuchaba atentamente, pero, poco después, repetía: «No hay salvación para mí», o «él está aquí». Así pues, para Balta zar, la luz que iluminaba ahora su pasado quedaba rodea da por las tinieblas de las que provenía y hacia las que se dirigía. Había adquirido ya la costumbre de esperar un subterfugio siempre distinto, que volvía a conducirlo al mismo sufrimiento. Y decía aquel «
él
está aquí» con tal entonación de certeza, que el padre Monckiewicz miraba hacia atrás, inquieto.
Sin esperanza. El cura tenía ahora que absolver e impartir los últimos sacramentos a ese hombre culpable de tan grave pecado. El párroco nunca hasta entonces se había encontrado en semejante situación y, lleno de escrúpulos, intentaba arrancar de Baltazar aunque sólo fuese una apariencia de esperanza para quedarse él mismo en paz con su propia conciencia. Obtuvo al menos que el enfermo ya no le contradijera, pero, por supuesto, se debía también a que iba debilitándose por momentos. El tiempo que el padre Monkiewicz transcurrió a su lado le alteró los nervios, como si la enfermedad que tenía que curar fuera contagiosa, y, a pesar de que se negaba rotundamente a admitirlo, se sentía como un simple testigo, con muy pocos recursos para combatir el Mal.
Por falta de fuerza o de ganas, cuando los demás en traro en la habitación, Baltazar no demostró tomar conciencia de su presencia. Tenía la mirada fija en un punto y, así, dirigiéndose al espacio, dijo:
—El roble.
Se refería a la carabina escondida en el roble por una simple regresión automática hacia el pasado, ¿o acaso expresaba algún pensamiento concreto? En seguida perdió el conocimiento.
El doctor Kohn llegó ya bien entrada la noche. Dijo que tal vez pudiera salvarse si, por ejemplo, se le intervenía, pero, para ello, habría que trasladarlo, primero en coche de caballos y luego en tren, hasta un gran hospital. Es decir, era mejor esperar, sin meterse en más complicaciones inútiles. Baltazar no vivió más que hasta el amanecer. Los girasoles emergían de entre la niebla con sus escudos negruzcos, las gallinas cloqueaban, soñolientas, sacudiendo el rocío de sus alas; entonces, una vez más, recorrió con la mirada las vigas del techo y los rostros de la gente, todo debió parecerle sin duda extraño.
—Chicos, todos a la vez.
Estas fueron sus últimas, incomprensibles palabras, y, minutos más tarde, murió.
Por la mañana, allí ya no quedaba nada por ver. Así pues, para Tomás, la imagen de Baltazar vivo no quedó velada por la máscara del fúnebre reposo. Su labio superior ligeramente levantado, un poco femenino, la cara redonda, siempre demasiado joven, en la que aparecía como una sombra de sonrisa: que así permanezca, ya.
—¿Qué os parece? ¿No lo decía yo? Ha muerto borracho perdido, el canalla ése —la abuela Misia se persignaba y añadía—: El Señor lo tenga en su gloria.
Antonina suspiraba, compadeciendo la suerte del ser humano, que hoy vive y mañana está muerto. En cuanto a Helena, había olvidado por completo su intención de hacer que Baltazar cambiara de casa y de trasladarse ella a la casa forestal. Únicamente deploraba que tantos bienes se hubieran desvanecido con el humo, y su disgusto no se debía ahora a su egoísmo, sino a una preocupación real por todo lo que era fruto del esfuerzo humano.
Al entierro asistieron todos los de la casa de los Surkont. Llovía intensamente, y Tomás caminaba muy cerca de la abuela Misia, sosteniendo un paraguas. Las gotas de agua bendita que esparcía el cura con su hisopo se perdían entre los torrentes del aguacero, que repiqueteaba en las hojas de los robles.
El sacerdote reflexionó largamente sobre el caso de Baltazar y se perdió en un complicado laberinto. Las conclusiones a las que llegó adquirieron atisbos de certidumbre tan sólo cuando se acostumbró a decirlas en voz alta, afirmándose en su opinión al repetirlas una y otra vez. Hablaba acerca de aquellos que cierran el acceso de su ser al Espíritu Santo: la voluntad humana es libre, pero ha sido creada de manera que puede aceptar, o rehusar, el don. La comparaba a la fuente de un río que mana en la cumbre de una montaña: al principio el agua se esparce, busca un camino, hasta que termina por formar un cauce por un lado o por otro.
El padre Monkiewicz, que no era un predicador ni un teólogo muy brillante, consiguió sin embargo, después de la muerte de Baltazar, emocionar a sus oyentes, aunque también contribuya el tácito entendimiento entre ellos y él, pues nadie ignoraba quién le servía de ejemplo. Durante bastante tiempo Baltazar ocupó un lugar importante en el recuerdo de todos. Las mujeres recurrían a él para asustar a sus maridos, cuando éstos volvían con alguna copa de más.
El abuelo de Tomás encargó algunas misas por el alma del guarda forestal. El cura recibía el dinero, agradecía cortésmente el donativo y se enfadaba consigo mismo por aquella excesiva humildad de la que jamás supo librarse en presencia de señores. Y al mismo tiempo pensaba lo que pensaba: no estaba sin duda lejos de considerar a Baltazar un poco como la víctima de los señores; un poco, sí, aunque…
De modo que Baltazar ya no existe, y no es fácil imaginar ese «ya no existe" si lo pronuncian unos labios que, dentro de unos minutos, o unos años, se encontrarán también en la esfera del "no existe». Las calderas en las que Baltazar destilaba el vodka son, en cambio, bien tangibles; nadie puede ponerlas en duda. La gente de Pogiry las trasladó a un lugar más cercano y las utilizó de un modo muy eficaz. Fueron asimismo motivo de peleas, así como de acusaciones de robo por parte de la familia. En cambio, del jardín de Baltazar sólo se beneficiaron los jabalíes.
En el mes de mayo, los bosquecillos de abedules adquieren un color verde claro que, sobre el fondo oscuro de los bosques de abetos, se destacan como esas estelas de luz con las que solemos adornar el planeta Venus. En otoño, cuando asumen un tono amarillo claro, brillan como pedazos de sol. La púrpura de los álamos resplandece en las copas de aquellos inmensos candelabros. El mes de octubre tiene todavía en los bosques la tonalidad de las serbas maduras, de los pálidos vellones vegetales y de las hojas caídas en los senderos.
Cazaban allí donde las pequeñas colinas descienden hacia los pantanos y contemplaban las laderas en toda su apiñada belleza. El aire de aquella mañana era frío y transparente. Romualdo cerró las manos en forma de trompe ta y llamó a los perros:
—¡Halitoli! ¡Halitoli!
—Ooooliii —respondía el eco.
Tomás estaba junto a él. De sus dudas y de las torturas que se infligía, no quedaba ni rastro; le parecieron irreales a partir del momento en que Barbarka, después de misa, le comunicó un día que Romualdo le esperaba el domingo siguiente para una cacería con los perros. La verdad es que no sabía cómo tratar a Barbarka después de la noticia de su boda, noticia que, en su casa, fue recibida con indiferencia y comentarios más bien poco halagadores. Aunque, bien pensado, nunca había sabido cómo tratar a Barbarka. Lo más importante ahora era que Romualdo lo había llamado.
No había habido, pues, desprecio alguno por su parte, y sólo había sido imaginación suya. Romualdo lo recibió extrañándose por no haberle visto en tanto tiempo y le preguntó qué había estado haciendo.
Tomás se sentía feliz. Aspiraba los ásperos olores, y sus pulmones se henchían en un sentimiento de fuerza. Echó los hombros hacia atrás y le pareció que, después de tomar impulso, habría podido saltar cien o doscientos metros, aterrizando donde le viniera en gana. Acercó las manos a los labios e imitó a Romualdo:
—¡Hali! ¡Toli!
—Ga go-gueg —balbuceó Víctor—. Gaguí —y señaló el lugar con el dedo índice.
Los perros corrían por un prado hacia el bosque. Delante, iba
Lutnia
, seguida de
Dunaj
y
Zagraj
. No habían encontrado nada allí y había que llamarlos para buscar otros puestos.
El mundo se le aparecía a Tomás claro y simple; la cadena que le mantenía atado a sí mismo y a sus pensamientos se había roto. ¡Adelante! Palpó a sus espaldas el cañón de su escopeta, cuyo contacto frío le produjo placer. Todo lo que el destino había preparado para aquel día debía ser bueno a la fuerza.
El futuro siempre había sido para él como un almacén de hechos a punto de realizarse. A él se llega mediante el presentimiento, porque, de algún modo, está ubicado en el cuerpo. Algunos seres vivientes aparecen a veces en calidad de representantes suyos; por ejemplo, un gato cuando atraviesa la carretera. Pero, ante todo, hay que escuchar la voz interior, cuyo timbre es a veces alegre, a veces sordo. Si el destino está preparado ya de antemano y no se va creando a cada instante brindándonos la posibilidad de ser de ésta u otra manera, entonces ¿qué parte le queda a nuestro deseo y a nuestro esfuerzo? Tomás no acertaba a encontrar una respuesta. Sólo le quedaba someterse a las resoluciones que se cumplían a través de él, de modo que cada uno de sus pasos a la vez le pertenecía y no le pertenecía.
Se sometía. La voz le llamaba, llena de júbilo, como un tintineo de cristal. Sus pies se posan sobre una capa de hojas en descomposición, el metal de la escopeta choca contra una argolla del cinturón, reina el silencio entre los abetos, un cascanueces asoma por un instante su cuello salpicado de blanco; por encima de los grandes hormigueros no se aprecia movimiento alguno, se habrá retirado a otro lugar, a lo más hondo, al corazón mismo de las ciudades que empiezan a caer en su sueño invernal. Tomás habría caminado así durante horas enteras, pero Romualdo se detuvo y, acariciándose las mejillas, discurrió por dónde convenía seguir. En aquel punto, se reunían tres caminos, y eligieron el que conducía por el borde de un declive bastante abrupto. De vez en cuan do, las puntas de los abetos aparecían debajo de ellos, a sus pies, y el bosque bajaba por una pendiente suave, cortado por barrancos bordeados de avellanos medio desnudos, al fondo de los cuales se destacaba el verde chillón de la hierba. Romualdo dejó a Tomás apostado junto a uno de esos barrancos. Le encargó que no perdiera de vista ni el sendero, ni el paso allá en el fondo. Tomás vio alejarse apenado las espaldas de Romualdo y Víctor, porque siempre parece que lo que espera a los compañeros que siguen adelante será mucho más interesante.
Se apoyó en el tronco de un pino. Luego se sentó, con la escopeta en las rodillas. Frente a él, un murmullo; miró y vio una rata que asomaba el hocico de su madriguera, debajo de unas raíces planas. El hocico husmeaba, alzándose en un modo muy cómico. Decidió que no había peligro y se alejó aprisa. Tomás la perdió de vista entre las hojas amarillas. Otro pequeño ruido llamó su atención, como si, allá arriba, entre las ramas, algo se estuviera deshaciendo suavemente. Se puso de pie levantando la cabeza, pero el abeto del que caían fragmentos de piñas era enorme. Unos pajarillos revoloteaban en lo alto; por un instante, avistó un ala atravesada por un rayo de sol, pero, excepto aquel aleteo, no pudo distinguir nada más. Dio la vuelta al árbol, sin resultado. Aquello excitaba su curiosidad, pues desconocía su nombre. A aquella distancia, no podía verlos bien; en general, esos pajarillos eran los que le creaban más problemas. Cuando, por ejemplo, le preguntaba a Romualdo a qué especie pertenecían, éste sólo sacudía una mano: «¿Quién sabe?».
Se estremeció, como quien despierta de un sueño, pues, inesperadamente, desde las profundidades del bosque, le llegaron los sonidos de la cacería. Era como si, de pronto, hubiera resonado el órgano de una iglesia. No eran voces individuales, parecía como si alguien hubiera pisado el pedal, como si arrancara a cantar un coro desde los primeros compases, en una línea ascendente y descendente. El eco lo potenciaba, y Tomás apretaba su escopeta fijando la mirada ora en el sendero rojizo, ora en el fondo del barranco. No captaba por dónde corrían los perros, su coro se hacía alternativamente más fuerte o más tenue, y su regularidad, así como aquella espesura convertida en un pecho henchido de profundos clamores, le impresionó de tal manera que hasta dejó de preguntarse de dónde venían las voces. De haber estado con Romualdo, él le habría explicado el sentido de aquella música y habría vibrado de exaltación, pero, por el momento, aquel lenguaje no significaba nada para él y lo colmaba por lo que era en sí.