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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

El valle del Terror. Sherlock Holmes (20 page)

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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La ejecución había sido esta vez llevada a cabo debidamente. Ted Baldwin, que ahora se tendía en el sitio de honor junto al jefe del cuerpo, había sido el líder del grupo. Su perfil abochornado y ojos vidriosos, inyectados de sangre hablaban de una falta de sueño y de bebida. Él y sus dos camaradas habían pasado la noche anterior entre las montañas. Estuvieron desaseados y empapados. Pero ningún héroe, regresando de una desamparada aventura, pudo haber tenido una más cálida bienvenida por sus compañeros.

La historia fue contada y recontada en medio de gritos de deleite y exclamaciones de risas. Habían esperado por su hombre mientras él se dirigía en coche a su hogar al anochecer, tomando su estación en la cumbre de una colina empinada, donde su caballo comenzó su andar. Estaba tan forrado para reprimir el frío que no pudo sacar su pistola. Lo arrastraron fuera y le dispararon una y otra vez. Había clamado por piedad. Los clamores fueron repetidos para la diversión de la logia.

—Oigamos de nuevo cómo chillaba —vociferaron.

Ninguno de ellos conocía al hombre; pero hay drama eterno en el asesinato, y le habían demostrado a los Scowrers de Gilmerton que los hombres de Vermissa podían ser puestos bajo confianza.

Había ocurrido un contratiempo; pues un hombre y su esposa conducían por allí cuando aún vaciaban sus revólveres en el cuerpo inanimado. Fue sugerido que les dispararan a ambos también; pero eran personas inofensivas que no estaban conectadas con las minas, por lo que fueron severamente avisados para que continuaran su camino y se quedaran callados, para que no caiga una cosa peor sobre ellos. Y así la ensangrentada figura fue dejada como una advertencia para aquellos empleadores de corazón duro, y los tres nobles vengadores se adelantaron hacia las montañas donde la intacta naturaleza se extendía hasta el límite con los caloríferos y los montones de basura. Allí estaban, sanos y salvos, con su trabajo bien hecho, y las aclamaciones de sus amigos en sus oídos.

Había sido un gran día para los Scowrers. La sombra había descendido aún más negra sobre el valle. Pero así como el sabio general escoge el momento de la victoria en el que redobla sus esfuerzos, para que así sus enemigos no tuvieran tiempo para afirmarse después de un desastre, así el jefe McGinty que veía sobre la escena completa con sus reflexivos y maliciosos ojos, había programado un nuevo ataque contra aquellos que se oponían a él. Esa misma noche, mientras la media bebida compañía rompía filas, tocó a McMurdo en el hombro y lo condujo al cuarto interior donde tuvieron su primera entrevista.

—Mira, mi muchacho —dijo—. Tengo un trabajo que por fin vale la pena para ti. Tendrás la acción de éste en tus manos.

—Estoy orgulloso de escucharlo —McMurdo contestó.

—Puedes tomar a dos hombres contigo, Manders y Reilly. Han sido notificados para este servicio. Nunca estaremos sosegados en este distrito hasta que Chester Wilcox haya sido liquidado, y tendrá el agradecimiento de todas las logias en los campos carboníferos si lo puede arreglar.

—Haré mi mejor esfuerzo, de todas maneras. ¿Quién es él, y dónde podría encontrarlo?

McGinty tomó su eterno cigarro medio masticado y medio fumado de la esquina de su boca, y procedió a dibujar un burdo diagrama en una página arrancada de su cuaderno de notas.

—Es la cabeza de los capataces de la Iron Dike Company. Es un ciudadano inflexible, un viejo sargento militar de la guerra, todo cicatrices y de color gris. Hemos tenido dos intentos con él; pero no tuvimos suerte, y Jim Carnaway perdió su vida en ellos. Ahora está en ti relevarlos. Ésa es la casa, toda solitaria en los cruces de Iron Dike, lo mismo como lo ves aquí en el mapa, sin nadie al alcance del oído. No será muy fácil. Está armado y dispara rápido y al blanco, sin hacer preguntas. Pero de noche, bueno, allí está con su esposa, tres niños, y una ayuda contratada. No puedes recoger ni seleccionar. Es todo o nada. Si puedes llevar una bolsa de pólvora explosiva al frente de su puerta con una lenta mecha en ella...

—¿Qué ha hecho el hombre?

—¿No te dije que le disparó a Jim Carnaway?

—¿Por qué le disparó?

—¿Qué truenos tiene eso que ver contigo? Carnaway se dirigía a su casa, y le pegó un tiro. Eso es suficiente para mí y para ti. Tienes que terminar bien este asunto.

—Están estas dos mujeres y los niños. ¿Entran en esto también?

—Deben hacerlo, ¿de qué otra forma podemos cogerlo?

—Parece demasiado cruel con ellos; pues no han hecho nada.

—¿Qué clase de conversación de estúpidos es ésta? ¿Te arrepientes?

—¡Calma, Concejal, calma! ¿Qué he hecho alguna vez para que pueda pensar que estoy desertando de una orden del jefe del cuerpo de mi propia logia? Si está correcto o incorrecto, está en usted el decidir.

—¿Lo harás entonces?

—Por supuesto que lo haré.

—¿Cuándo?

—Bueno, debe darme mejor una noche o dos para que pueda verificar la casa y hacer mis planes. Luego...

—Muy bien —pronunció McGinty, dándole la mano—. Te lo dejo a ti. Será un gran día cuando nos traigas las noticias. Es justo el golpe final que los dejará a todos de rodillas.

McMurdo pensó larga y profundamente en la comisión que tan precipitadamente había sido puesta en sus manos. La aislada vivienda en la cual vivía Chester Wilcox estaba a cinco millas en un valle adyacente. Esa misma noche se puso en marcha solo para preparar el atentado. Era ya de día antes de que regresase de su reconocimiento. Al día siguiente entrevistó a sus dos subordinados, Manders y Reilly, temerarios jovenzuelos que estaban tan exaltados como si fueran a una caza de ciervos.

Dos noches más tarde se reunieron fuera de la villa, los tres armados, y uno de ellos acarreando un saco atestado de la pólvora que utilizaban en las canteras. Eran las dos de la madrugada antes de que arribaran a la morada solitaria. La noche era una de fuerte viento, con nubes deshechas llevadas rápidamente a través de la cara de la luna en tres cuartos. Habían sido prevenidos de estar en guardia contra sabuesos; por lo que avanzaban cautelosamente, con sus pistolas amartilladas en sus manos. Pero no había sonido alguno excepto por el aullido del viento, y ningún movimiento salvo por las ramas que se inclinaban sobre ellos. McMurdo escuchó a la puerta de la casa solitaria; pero todo estaba quieto dentro. Entonces arrimó la bolsa de pólvora contra ella, rasgó un hoyo en ella con su cuchillo, y la unió con la mecha. Cuando estuvieron bien juntadas él y sus dos compañeros corrieron tras sus talones, y estuvieron a cierta distancia, seguros y abrigados en un foso que les sirvió de refugio, antes de que el ruido potente de la explosión, con el bajo y profundo retumbo de un edificio colapsado, les dijeran que su trabajo había sido realizado. Ningún trabajo más limpio había sido hecho en los anales de la sociedad manchados de sangre.

¡Pero fue una pena que una labor tan bien organizada y llevada a cabo tan osadamente fuera toda para nada! Advertido por el destino de varias víctimas, y sabiendo que estaba señalado para la destrucción, Chester Wilcox se había trasladado con su familia justo el día anterior a unos cuarteles más seguros y menos conocidos, donde una guardia de policía los protegería. Era una casa deshabitada la que había sido despedazada por la pólvora, y el hosco viejo sargento militar de la guerra aún continuaba enseñando disciplina a los mineros de Iron Dike.

—Déjemelo a mí —manifestó McMurdo—. Él es mi hombre, y lo tendré por seguro aunque deba esperar un año por él.

Un voto de gratitud y de confianza fue puesto a buen recaudo, y por el momento el asunto terminó. Cuando unas pocas semanas más tarde fue reportado en los periódicos que Wilcox había sido disparado en una emboscada, fue un secreto abierto el que McMurdo seguía con su trabajo más allá de su tarea inconclusa.

Tales eran los métodos de la sociedad de Freemen, y tales eran los actos de los Scowrers con los cuales esparcieron su mandato del miedo sobre el grande y rico distrito que fue por tan largo periodo perseguido por su terrible presencia. ¿Por qué estas páginas deben ser ensuciadas con demás crímenes? ¿No he dicho lo suficiente para mostrar a los hombres y sus métodos?

Estos hechos han sido escritos en la historia, y hay registros donde uno puede leer los detalles de ellos. Ahí uno puede aprender sobre los disparos dados a los policías Hunt y Evans porque se habían atrevido a arrestar a dos miembros de la sociedad, una doble inclemencia planeada por la logia de Vermissa y realizada a sangre fría sobre dos indefensos y desarmados hombres. Ahí uno también puede leer de los tiros dados a Mrs. Larbey cuando estaba cuidando de su marido, el cual había sido golpeado casi hasta la muerte por órdenes del jefe McGinty. El homicidio del anciano Jenkins, seguido rápidamente por el de su hermano, la mutilación de James Murdoch, la voladura de la familia Staphouse, y el asesinato de los Stendal todos continuos uno tras otro en el mismo terrible invierno.

Oscuramente la sombra yacía sobre el Valle del Terror. La primavera había llegado con arroyos fluyentes y árboles floridos. Había una esperanza para la Naturaleza sometida tanto tiempo por un yugo de hierro; pero en ninguna parte había esperanzas para los hombres y mujeres que vivían bajo la opresión del terror. Nunca antes la nube encima de ellos había sido más apagada y desalentadora que a comienzos del verano del año 1875.

6. Peligro

Era la cima del reino del terror. McMurdo, que ya había sido designado diácono interior, con todas las perspectivas para algún día suceder a McGinty como jefe del cuerpo, era ahora tan necesario en los concilios de sus camaradas que nada era hecho sin su ayuda y consejo. Lo más popular que se volvía, sin embargo, con los Freemen, lo más tenebrosas que eran los entrecejos que lo saludaban mientras pasaba por las calles de Vermissa. A pesar de su terror los ciudadanos estaban comenzando a tomar cartas para unirse todos juntos contra sus opresores. Ciertos rumores habían llegado a la logia de asambleas secretas en la oficina del
Herald
y de la distribución de armas de fuego entre la gente que acataba la ley. Pero McGinty y sus hombres no estaban turbados por tales informes. Ellos eran numerosos, resolutos y bien armados. Sus oponentes estaban dispersos e impotentes. Todo acabaría, como había ocurrido en el pasado, en conversaciones sin rumbo y posiblemente en arrestos inútiles. Así decían McGinty, McMurdo, y todas aquellas almas atrevidas.

Era un sábado por la tarde en mayo. El sábado era siempre la noche de la logia, y McMurdo salía de su casa para asistir a ella cuando Morris, el hermano débil de la orden, vino a verlo. Su ceja estaba plegada con ansiedad, y su amable semblante estaba dibujado y macilento.

—¿Puedo hablar con usted abiertamente, Mr. McMurdo?

—Seguro.

—No puedo olvidar que le hablé una vez con todo mi corazón, y que se lo retuvo para usted mismo, aunque incluso el jefe por sí mismo vino a preguntarle sobre eso.

—¿Qué más pude hacer si confió en mí? No significó que concordara con lo que usted dijo.

—Lo sé muy bien. Pero es usted el único con el que puedo conversar y estar a salvo. Tengo un secreto aquí —colocó su mano en su pecho—, y me está consumiendo la vida. Desearía que hubiera llegado a todos menos a mí. Si se lo digo a ellos, significaría un asesinato, de seguro. Si no lo hago, podría acarrear el fin de todos nosotros. ¡Dios me ayude, pero estoy al borde de mi cordura con esto!

McMurdo observó al hombre formalmente. Le estaban temblando todos sus miembros. Vertió algo de whisky en un vaso y se lo alcanzó.

—Es la medicina para gente como usted —insinuó—. Ahora déjeme escucharlo.

Morris bebió, y su blanca fisonomía tomó un tinte de color.

—Se lo puedo decir con una sola oración —indicó—. Hay un detective tras nuestro rastro.

McMurdo clavó su mirada en él con asombro.

—Por qué, hombre, está usted loco —opinó—. ¿No está acaso el lugar lleno de policías y detectives, y qué daño nos han hecho alguna vez?

—No, no, no es un hombre de este distrito. Como usted dice, los conocemos, y es poco lo que pueden hacer. ¿Pero ha oído de los de Pinkerton?

—He oído sobre un tipo con ese nombre.

—Bueno, puedo asegurarle que no encontrará rastros de él cuando esté sobre su pista. No es un trivial interés del gobierno. Es una certera y seria proposición de negocio la que está buscando resultados y los conservará ante todo cuando los halle. Si un hombre de Pinkerton está metido en este negocio, estamos todos destruidos.

—Debemos matarlo.

—¡Ah, es el primer pensamiento que le vino a usted! Será lo mismo con la logia. ¿No le dije que esto terminaría con un asesinato?

—¿Seguro, qué es matar? ¿No es una cosa muy común en estos lares?

—Lo es, ciertamente; pero no está en mí señalar al hombre que será liquidado. No descansaría sosegadamente de nuevo. Y no obstante son nuestros cuellos los que están en juego. ¿En el nombre de Dios qué debo hacer? —se balanceó hacia delante y atrás en la angustia de su indecisión.

Pero sus palabras habían afectado a McMurdo profundamente. Era fácil ver que compartía la opinión del otro en cuanto al peligro, y la necesidad de ser presentado. Asió el hombro de Morris y lo sacudió en su buena fe.

—Vea, hombre —prorrumpió, y casi chilló sus palabras en su excitación—, no ganará nada sentándose acuciosamente como una vieja esposa en un velatorio. Consideremos los hechos. ¿Quién es el tipo? ¿Dónde está? ¿Cómo oyó sobre él?

—Vine a usted; pues usted es el único hombre que me aconsejaría. Le dije que tenía una tienda en el este antes de venir aquí. Dejé a buenos amigos detrás de mí, y uno de ellos está en el servicio de telégrafos. Aquí hay una carta que recibí de él ayer. Es esta parte en la parte de arriba de la página. Puede leerla usted mismo.

Esto fue lo que McMurdo leyó:

“¿Cómo van los Scowrers por esas partes? Leemos mucho de ellos en los periódicos. Entre tú y yo espero oír noticias de ti dentro de muy poco. Cinco grandes corporaciones y dos compañías de ferrocarriles han cogido el asunto con absoluta gravedad. ¡De verdad lo van a hacer, y puedes apostar a que llegarán hasta el fondo! Están justo en lo más profundo de ello. Pinkerton ha tomado sus órdenes, y su mejor hombre, Birdy Edwards, está operando. El asunto debe ser detenido ahora mismo.”

—Ahora lea la postdata.

“Por supuesto, lo que te digo es lo que he aprendido en el negocio; por lo que no va más lejos. Es una rara clave la que se maneja por la oficina cada día y no se puede obtener información de ella.”

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